No es que los mulos no pasen, sino que los precipicios rodean hasta tal punto por todas partes el sendero que hay que seguir que existe el may or peligro en exponerse sobre ellos. Seis de los que transportaron los víveres y los equipajes perecieron, así como dos obreros que habían querido montar a dos de ellos. Se necesitan cerca de cinco largas horas para llegar a la cima de la montaña, la cual ofrece allí otro tipo de singularidad que, por las precauciones tomadas, se convirtió en una nueva barrera tan insuperable que solo los pájaros podían franquearla. Este singular capricho de la naturaleza es una grieta de más de treinta toesas en la cima de la montaña, entre su parte septentrional y su parte meridional, de manera que, sin los recursos del arte, después de haber escalado la montaña, se hace imposible descender. Durcet ha hecho juntar estas dos partes, que dejan entre sí un precipicio de más de mil pies de profundidad, por un bellísimo puente de madera, que se destruy ó tan pronto como hubieron llegado los últimos equipajes: y, a partir de ese momento, ni la menor posibilidad de comunicación con el castillo de Silling. Pues, al descender la parte septentrional, se llega a un pequeño altiplano de unas cuatro fanegas, que está rodeado por todas partes de rocas a pico cuy as cimas tocan las nubes, rocas que rodean la llanura como una pantalla y que no dejan la más pequeña abertura entre sí. Así pues, este paso, llamado el camino del puente, es el único que permite descender y comunicar con el altiplano, y, una vez destruido, no hay y a un solo habitante de la Tierra, de la especie que se quiera suponer, a quien le resulte posible abordarlo. Pues bien, en el centro de este pequeño altiplano tan bien rodeado, tan bien defendido, se halla el castillo de Durcet. Un muro de 30 pies de altura lo rodea también; más allá del muro, un foso muy profundo lleno de agua acaba de defender un último recinto que forma una galería sinuosa; una poterna baja y estrecha penetra finalmente en un gran patio interior alrededor del cual están construidos todos los alojamientos. Estos alojamientos, muy amplios, muy bien amueblados por las últimas disposiciones tomadas, ofrecen al principio del primer piso una galería enorme. Obsérvese que voy a describir los apartamentos no tal como podían ser antes, sino como acababan de ser arreglados y distribuidos de acuerdo con el plan proy ectado. De la galería se entraba a un precioso comedor, provisto de armarios en forma de tornos que, comunicando con las cocinas, ofrecían la facilidad de un servicio caliente, rápido y que no necesitaba la ay uda de ningún lacay o. De este comedor, adornado con alfombras, estufas, otomanas, excelentes sillones, y lodo lo que podía hacerlo tan cómodo como agradable, se pasaba a un salón de estar, sencillo, sin complicaciones, pero extremadamente cálido y provisto de muy buenos muebles, liste salón comunicaba con un gabinete de reuniones, destinado a las narraciones de las historiadoras: allí estaba, por así decirlo, el campo de batalla de los combates proy ectados, la capital de las asambleas lúbricas, y como había sido decorado en consecuencia, merece una breve descripción especial. Tenía una forma semicircular. En la parte cimbrada se encontraban cuatro camarines con espejos muy amplios y provistos cada uno de ellos de una excelente otomana; estos cuatro camarines, por su construcción, quedaban justamente frente al diámetro que cortaba el círculo. Un trono de 4 pies de altura estaba adosado al muro que formaba el diámetro. Era para la historiadora: posición que no solo la situaba justo enfrente de los cuatro camarines destinados a sus oy entes, sino que también, como el círculo era pequeño, y no la alejaba en exceso de ellos, les permitía no perder ni una palabra de su narración, pues se encontraba situada como el actor en un teatro, y los oy entes, situados en los camarines, estaban como se está en el anfiteatro. A los pies del trono había unas gradas sobre las que debían encontrarse los sujetos de libertinaje traídos para procurar calmar la irritación de los sentidos producida por los relatos: estas gradas, así como el trono, estaban recubiertas de paño de terciopelo negro adornado con franjas doradas, y los camarines estaban forrados con una tela parecida y no menos suntuosa, pero de color azul oscuro. Al pie de cada camarín había una portezuela que comunicaba una letrina medianera con el camarín y destinada a introducir a los sujetos deseados y a los que se hacía venir de las gradas, en el caso de que no se quisiera ejecutar delante de todo el mundo la voluptuosidad para cuy a ejecución se llamaba al sujeto. Estas letrinas estaban provistas de canapés y de todos los demás muebles necesarios para las impurezas de todo tipo. A ambos lados del trono, había una única columna que llegaba hasta el techo; estas dos columnas estaban destinadas a retener al sujeto a quien alguna falta hubiera puesto en situación de necesitar una corrección. Todos los instrumentos necesarios para esta corrección estaban adosados a la columna, y esta visión imponente servía para mantener una subordinación tan esencial en las reuniones de este tipo, subordinación de la que nace casi todo el encanto de la voluptuosidad en el ánimo de los perseguidores. Este salón comunicaba con un gabinete que, por este lado, era la parte extrema del edificio. Este gabinete era una especie de tocador; era extremadamente silencioso y secreto, muy cálido, muy oscuro de día, y estaba destinado para los combates cuerpo a cuerpo o para algunas otras voluptuosidades secretas que se explicarán a continuación. Para pasar a la otra ala había que retroceder y, una vez en la galería al fondo de la cual se veía una capilla muy hermosa, se pasaba al ala paralela, que concluía con la torre del patio interior. Allí se encontraba una antecámara bellísima que comunicaba con cuatro bellísimos apartamentos, cada uno con su tocador y su letrina. Bellísimas camas turcas, en damasco de tres colores, con un mobiliario semejante, adornaban estos apartamentos cuy os tocadores ofrecían todo cuanto puede desear la más sensual, e incluso más rebuscada, lubricidad. Estas cuatro habitaciones estaban destinadas a los cuatro amigos y, como eran muy cálidas y muy cómodas, estuvieron perfectamente alojados. Como sus esposas debían ocupar, por los acuerdos tomados, los mismos apartamentos que ellos, no se les concedió alojamientos particulares. El segundo piso ofrecía igual cantidad de apartamentos, pero repartidos de un modo ligeramente distinto. Al principio aparecía, a un lado, un vasto apartamento formado por ocho camarines provisto cada uno de ellos de una camita, y este apartamento era el de las jóvenes, a cuy o lado se encontraban dos cuartitos para dos de las viejas que debían vigilarlas; más allá, dos bonitas habitaciones idénticas estaban destinadas a dos de las historiadoras. A la vuelta, se encontraba otro apartamento igual con ocho camarines en forma de alcoba para los ocho muchachos, que también tenían dos habitaciones al lado para las dos viejas destinadas a vigilarlos, y, más allá, otras dos habitaciones igualmente idénticas para las dos historiadoras restantes. Ocho lindas capillitas, encima de lo que acabamos de ver, eran el alojamiento de los ocho folladores, aunque estuvieran llamados a acostarse muy poco en su cama. En la planta baja se encontraban las cocinas, con seis celdas para los seis seres destinados a este trabajo, entre los cuales había tres célebres cocineras. Las habían preferido a los hombres para una reunión como aquella, y creo que con razón. Las ay udaban tres jóvenes robustas, pero nada de todo esto debía aparecer en los placeres, nada de todo esto les estaba destinado, y si las reglas que se habían impuesto a ese respecto fueron infringidas, es porque nada contiene al libertinaje, y la verdadera manera de ampliar y de multiplicar sus deseos es querer imponerles límites. Una de las tres criadas debía cuidar del numeroso ganado que habían traído, pues, a excepción de las cuatro viejas destinadas al servicio interior, no había otro doméstico que las tres cocineras y sus ay udantes. Pero la depravación, la crueldad, el hastío y la infamia, todas estas pasiones previstas o sentidas, habían erigido otro local del que es urgente ofrecer un esbozo, pues las ley es esenciales del interés de la narración impiden que lo describamos por entero. Una piedra fatídica se alzaba artísticamente sobre la grada del altar del templete cristiano que hemos señalado en la galería; había allí una escalera de caracol, muy estrecha y muy empinada, que, a través de 300 peldaños, descendía a las entrañas de la Tierra hasta llegar a una especie de calabozo abovedado, cerrado por tres puertas de hierro y en el que se encontraba todo lo que el arte más cruel y la barbarie más refinada pueden inventar de más atroz, tanto para asustar los sentidos como para entregarse a los horrores. Y allí, ¡cuánta tranquilidad! ¡Hasta qué punto debía de sentirse tranquilo el malvado al que el crimen conducía allí con una víctima! Estaba en su casa, estaba fuera de Francia, en un país seguro, al fondo de un bosque inhabitable, en un reducto de este bosque que, por las medidas adoptadas, solo podían abordar los pájaros del cielo, y estaba en el fondo de las entrañas de la Tierra. Ay, cien veces ay de la infortunada criatura que, en semejante abandono, se hallaba a la merced de un malvado sin ley y sin religión, a quien el crimen divertía, y que y a no tenía allí otro interés que sus pasiones ni otras medidas a guardar que las ley es imperiosas de sus pérfidas voluptuosidades. No sé lo que ocurrirá allí, pero sí puedo decir sin dañar el interés del relato que, cuando describieron el lugar al duque, se corrió tres veces seguidas. Al fin, cuando todo estuvo a punto, todo perfectamente arreglado, los sujetos y a instalados, el duque, el obispo, Curval, y sus esposas, seguidos de los cuatro folladores secundarios, se pusieron en marcha (Durcet y su esposa, así como todo el resto, se habían adelantado, como y a se ha dicho), y no sin esfuerzos infinitos consiguieron llegar al castillo la noche del 29 de octubre. Durcet, que había ido por delante, hizo cortar el puente de la montaña tan pronto como hubieron pasado. Pero eso no fue todo: el duque, después de examinar el local, decidió que, puesto que todos los víveres se hallaban en el interior y y a no había ninguna necesidad de salir, convenía, para prevenir unos ataques exteriores poco temidos y unas evasiones interiores que lo eran más, convenía, digo y o, tapiar todas las puertas por las que se penetraba al interior, y encerrarse absolutamente en el lugar como en una ciudadela asediada, sin dejar la mínima salida, ni al enemigo, ni al desertor. El deseo fue ejecutado; se parapetaron hasta tal punto que y a ni siquiera era posible reconocer dónde habían estado las puertas, y se establecieron en el interior, de acuerdo con las disposiciones que se acababan de leer. Los dos días que todavía quedaban para el 1 de noviembre fueron dedicados al descanso de los sujetos, a fin de que pudieran parecer frescos así que comenzaran las escenas de orgía, y los cuatro amigos trabajaron en un código de ley es, que fue firmado por los jefes y promulgado a los súbditos no bien estuvo redactado. Antes de entrar en materia, es esencial que las hagamos conocer a nuestro lector, quien, a partir de la exacta descripción que le hemos hecho de todo, solo tendrá ahora que seguir ligera y voluptuosamente el relato, sin nada que turbe su comprensión o venga a estorbar su memoria. Reglamentos Se levantarán todos los días a las diez de la mañana. En este momento, los cuatro folladores que no hay an estado de servicio durante la noche visitarán a los amigos acompañados cada uno de ellos de un muchacho; pasarán sucesivamente de una habitación a otra. Obedecerán los caprichos y los deseos de los amigos, pero al principio los muchachos que les acompañarán solo servirán de espectáculo, pues está decidido y acordado que los ocho virgos de los coños de las jóvenes solo serán tomados en el mes de diciembre, y los de sus culos, así como los de los culos de los ocho muchachos, solo lo serán en el transcurso de enero, y eso para dejar irritar la voluptuosidad con el incremento de un deseo sin cesar inflamado y jamás satisfecho, estado que debe conducir necesariamente a un cierto furor lúbrico que los amigos procuran provocar como una de las situaciones más deliciosas de la lubricidad. A las once, los amigos se dirigirán al apartamento de las jóvenes. Allí se servirá el desay uno, consistente en chocolate o en tostadas al vino de España, u otras reconfortantes restauraciones. Este desay uno será servido por las ocho muchachas desnudas, ay udadas por las dos viejas Marie y Louison, que se adjudican al serrallo de las jóvenes, debiendo estarlo las otras dos al de los muchachos. Si los amigos sienten deseos de cometer algunas impudicias con las muchachas durante, antes o después del desay uno, se prestarán a ello con la resignación que se les ha ordenado y a la cual no faltarán sin un duro castigo. Pero se decide que no se harán sesiones secretas y particulares en ese momento, y que, si se quiere disfrutar un poco, será entre sí y delante de cuantas asistan al desay uno. Las muchachas deberán como norma general arrodillarse siempre que vean o encuentren a un amigo, y así permanecerán hasta que se les diga que se levanten. Solo ellas, las esposas y las viejas estarán sometidas a estas ley es. Se dispensa de ello a todo el resto, pero todos estarán obligados a llamar siempre monseñor a cada uno de los amigos. Antes de salir de la habitación de las muchachas, el amigo encargado del orden del mes (la intención es que cada mes un amigo esté al detalle de todo y que todos los demás le sigan en el orden siguiente, a saber: Durcet durante noviembre, el obispo durante diciembre, el presidente durante enero y el duque durante febrero), aquel de los amigos, pues, que estuviera de mes, antes de salir del apartamento de las muchachas, las examinará a todas una tras otra, para ver si siguen en el estado en que se les habrá ordenado mantenerse, cosa que será explicada cada mañana a las viejas y regulada por la necesidad de mantenerlas en tal o cual estado. Como está severamente prohibido ir a otra letrina que a la de la capilla, que ha sido dispuesta y destinada a eso, y prohibido ir allí sin un permiso especial, el cual será frecuentemente denegado, y con razón, el amigo que estará de mes examinará cuidadosamente, inmediatamente después del desay uno, todas las letrinas particulares de las muchachas, y tanto en uno como en otro caso de contravención a los dos objetivos antes señalados, la delincuente será condenada a pena aflictiva. De allí se pasará al apartamento de los muchachos, a fin de efectuar las mismas visitas y condenar igualmente a los delincuentes a la pena capital. Los cuatro chiquillos que no hay an estado por la mañana con los amigos les recibirán ahora, cuando vay an a su habitación, y se quitarán los calzones delante de ellos; los otros cuatro seguirán de pie sin hacer nada y esperarán las órdenes que se les den. Los señores se divertirán o no con estos cuatro a los que todavía no habrán visto en todo el día, pero lo que hagan será en público: nada de estar a solas a tales horas. A la una, aquellos o aquellas muchachas o muchachos, así may ores como pequeños, que hay an obtenido el permiso para ir a sus necesidades urgentes, es decir may ores (y este permiso solo se concederá muy difícilmente y a un tercio como máximo de los sujetos), esos, digo, se dirigirán a la capilla donde todo ha sido artísticamente dispuesto para otras voluptuosidades análogas. Allí encontrarán a los cuatro amigos que les esperarán hasta las dos, y nunca más tarde, que los dispondrán, como estimen conveniente, para las voluptuosidades de ese tipo que tengan ganas de permitirse. De dos a tres, se servirán las dos primeras mesas que comerán a la misma hora, una en el gran apartamento de las muchachas, la otra en el de los muchachitos. Las tres sirvientas de la cocina servirán estas dos mesas. La primera estará formada por las ocho chiquillas y las cuatro viejas; la segunda por las cuatro esposas, los ocho muchachos y las cuatro historiadoras. Durante este invierno, los señores se dirigirán al salón de estar donde charlarán juntos hasta las tres. Poco antes de esta hora, aparecerán en el salón los ocho folladores lo más ajustados y lo más engalanados posible. A las tres se servirá el almuerzo de los amos, y los ocho folladores serán los únicos que disfrutarán del honor de ser admitidos. Este almuerzo será servido por las cuatro esposas completamente desnudas, ay udadas por las cuatro viejas vestidas de magas. Ellas sacarán los platos de los tornos, donde las criadas los meterán desde fuera y los entregarán a las esposas que los dejarán en la mesa. Durante el almuerzo, los ocho folladores podrán manosear cuanto quieran los cuerpos desnudos de las esposas, sin que estas puedan negarse o apartarse; podrán incluso llegar a los insultos y hacerse servir con la polla en ristre, apostrofándolas con todas las invectivas que se les antoje. Se levantarán de la mesa a las cinco. Entonces, solo los cuatro amigos (los folladores se retirarán hasta la hora de la asamblea general), los cuatro amigos, digo, pasarán al salón, donde dos muchachos y dos muchachas, que variarán todos los días, les servirán desnudos el café y los licores. Todavía no habrá llegado el momento en que puedan permitirse unas voluptuosidades capaces de enervar; tendrán que seguirse limitando al coqueteo. Un poco antes de las seis, las cuatro criaturas que han estado sirviendo se retirarán para vestirse con la may or prisa posible. A las seis en punto, los señores pasarán al gran gabinete destinado a las narraciones y que ha sido descrito anteriormente. Cada uno de ellos se colocará en sus respectivos camarines, y los demás observarán el orden siguiente: en el trono mencionado estará la historiadora; los peldaños de la parte inferior de su trono estarán ocupados por 16 criaturas, ordenadas de manera que cuatro de ellas, o sea dos muchachas y dos muchachos, se encuentren frente a uno de los camarines; así que cada camarín tendrá un cuarteto de esas características delante: este cuarteto estará especialmente dedicado al camarín delante del que estará, sin que el camarín contiguo pueda albergar pretensiones sobre él, y estos cuartetos cambiarán todos los días, jamás el mismo camarín tendrá el mismo. Cada criatura del cuarteto llevará una cadena de flores artificiales en el brazo que terminará en el camarín, de manera que, cuando el propietario del camarín desee tal o cual criatura de su cuarteto, no tenga más que tirar de la guirnalda, y la criatura correrá a arrojarse a sus brazos. Encima del cuarteto, habrá una vieja a cargo de él, y a las órdenes del jefe del camarín de este cuarteto. Las tres historiadoras que no estarán de mes estarán sentadas en una banqueta, al pie del trono, sin ocuparse de nada, pero a las órdenes de todo el mundo. Los cuatro folladores que estén destinados a pasar la noche con los amigos podrán abstenerse de la asamblea; estarán en sus habitaciones ocupados en prepararse para esa noche, que siempre exige hazañas. Los cuatro restantes estarán cada uno de ellos a los pies de uno de los amigos en sus camarines, en cuy o sofá estará sentado el amigo al lado de una de las esposas, que irán cambiando. Esta esposa irá siempre desnuda; el follador llevará un chaleco y un calzón de tafetán de color rosa; la historiadora del mes irá vestida de cortesana elegante, así como sus tres compañeras; y los muchachos y las muchachas de los cuartetos vestirán siempre de manera diferente y elegante, un cuarteto a la asiática, otro a la española, otro a la turca, un cuarto a la griega, y al día siguiente otra cosa, pero todas sus ropas serán de tafetán y de gasa: la parte inferior del cuerpo jamás estará ceñida por nada y bastará soltar un alfiler para desnudarles. Respecto a las viejas, irán alternativamente de hermanas grises, de religiosas, de hadas, de magas y a veces de viudas. Las puertas de los gabinetes lindantes con los camarines estarán siempre entreabiertas, y el gabinete, muy calentado por las estufas de comunicación, dotado de todos los muebles necesarios para los diferentes excesos. Cuatro velas arderán en cada uno de esos gabinetes y 50 en el salón. A las seis en punto, la historiadora comenzará su narración, que los amigos podrán interrumpir siempre que se les antoje. Esta narración dura hasta las diez de la noche, y durante ese tiempo, como su objetivo es inflamar la imaginación, estarán permitidas todas las lubricidades, a excepción de aquellas que pudieran afectar el orden de la disposición tomada para las desfloraciones, que será siempre estrictamente observado. Pero, por lo que respecta al resto, se hará cuanto se quiera con el follador, la esposa, el cuarteto y la vieja del cuarteto, e incluso con las historiadoras, si se les antoja, y esto tanto en su camarín, como en el gabinete que depende de él. La narración se suspenderá mientras duren los placeres de aquel cuy as necesidades la interrumpen, y seguirá cuando él hay a terminado. A las diez, se servirá la cena. Las esposas, las historiadoras y las ocho muchachas irán inmediatamente a cenar juntas y aparte, no estando jamás admitidas las mujeres en la cena de los hombres, y los amigos cenarán con los cuatro folladores que no estén de servicio nocturno y cuatro muchachos. Los otros cuatro servirán, ay udados por las viejas. Al salir de la cena, se pasará al salón de asambleas para la celebración de lo que se llama las orgías. Allí, coincidirán todos, tanto los que hay an cenado aparte como los que hay an cenado con los amigos, pero siempre a excepción de los cuatro folladores del servicio de noche. El salón estará especialmente calentado e iluminado con arañas. Allí, todos estarán desnudos: historiadoras, esposas, muchachas, muchachos, viejas, folladores, amigos; todos mezclados, todos tumbados en cojines, en el suelo, y, a ejemplo de los animales, se cambiará, se mezclará, se cometerán incestos y adulterios, se sodomizará y, siempre exceptuadas las desfloraciones, se entregarán a todos los excesos y a todos los desenfrenos que mejor puedan calentar las cabezas. Cuando les llegue el momento de estas desfloraciones, serán realizadas, y tan pronto como una criatura esté desflorada, se podrá disfrutar de ella siempre y de la manera que se quiera. A las dos en punto de la madrugada, cesarán las orgías. Los cuatro folladores destinados al servicio nocturno vendrán con unas elegantes batas a buscar cada uno al amigo con el que deberá acostarse, el cual llevará consigo a una de las esposas, o a uno de los sujetos desflorados, cuando lo estén, o a una historiadora, o a una vieja, para pasar la noche entre ella y su follador, y todo a su capricho y con la única condición de someterse a los sabios acuerdos, de los que resulte que cada uno cambie todas las noches o pueda hacerlo. Tal será el orden y la disposición de cada jornada. Independientemente de esto, cada una de las 17 semanas que debe durar la estancia en el castillo irá marcada por una fiesta. Primero serán las bodas: se explicarán en su momento y lugar. Pero como las primeras bodas se celebrarán entre las criaturas más jóvenes y no podrán consumarlas, no estorbarán en nada el orden establecido para las desfloraciones. Las bodas entre los may ores solo se celebrarán después de las desfloraciones, y su consumación no perjudicará en nada, y a que, al actuar, solo disfrutarán de lo que y a ha sido recogido. Las cuatro viejas responderán del comportamiento de las cuatro criaturas. Cuando cometan faltas, se quejarán al amigo que esté de mes, y se procederá en común a las correcciones todos los sábados por la noche, a la hora de las orgías. Hasta este momento serán escrupulosamente anotadas. En cuanto a las faltas cometidas por las historiadoras, recibirán la mitad del castigo que las cometidas por las criaturas, porque su talento es útil y siempre hay que respetar el talento. Las de las esposas o de las viejas recibirán siempre doble castigo de las de las criaturas. Todo sujeto que se niegue a cosas que le sean pedidas, aunque esté en la imposibilidad de cumplirlas, será castigado muy severamente: a él le correspondía preverlo y tomar sus precauciones. La menor risa, o la menor falta de atención, o de respeto y de sumisión, en los juegos de libertinaje, será una de las faltas más graves y más cruelmente castigadas. Todo hombre sorprendido en flagrante delito con una mujer será castigado con la pérdida de un miembro cuando no hay a recibido la autorización de disfrutar de la mujer. El mínimo acto religioso por parte de uno de los sujetos, sea quien fuere, será castigado con la muerte. Se encarece expresamente a los amigos que utilicen en todas las asambleas las frases más lascivas y libertinas y las expresiones más sucias, más fuertes y más blasfemas. El nombre de Dios jamás será pronunciado sin ir acompañado de invectivas o de imprecaciones, y se repetirá con la may or frecuencia posible. Respecto a su tono, será siempre el más brutal, el más duro y el más imperioso con las mujeres y los muchachos, pero sumiso, putón y depravado con los hombres que los amigos, desempeñando con ellos el papel de mujeres, deben considerar como sus maridos. El señor que falte a todas estas cosas, o que muestre que tiene una sola luz de razón y sobre todo que pase un solo día sin acostarse borracho, pagará 10. 000 mil francos de multa. Cuando un amigo necesite cagar, una mujer, de la clase que estime oportuno, estará obligada a acompañarle para ocuparse de los cuidados que se le indiquen durante este acto. Ninguno de los sujetos, sea hombre o sea mujer, podrá cumplir ningún tipo de deber de limpieza, y sobre todo después de cagar, sin un permiso expreso del amigo que esté de mes, y si le es negado, y pese a eso lo efectúa, su castigo será de los más duros. Las cuatro esposas no tendrán ningún tipo de prerrogativa sobre las restantes mujeres; al contrario, serán siempre tratadas con may or rigor e inhumanidad, y con gran frecuencia serán utilizadas en las tareas más viles y más penosas, tales, por ejemplo, como la limpieza de las letrinas comunes y especiales instaladas en la capilla. Estas letrinas solo se vaciarán cada ocho días, pero siempre a cargo de ellas, y serán rigurosamente castigadas si se resisten o lo hacen mal. Si un sujeto cualquiera decide una evasión durante la celebración de la asamblea, será castigado al instante con la muerte, sea quien fuere. Las cocineras y sus ay udantes serán respetadas, y los señores que infrinjan esta ley pagarán 1. 000 luises de multa. En cuanto a estas multas, serán todas ellas especialmente empleadas, a la vuelta a Francia, en los gastos iniciales de una nueva fiesta, sea de este género o de otro. Tomadas estas medidas y promulgados los reglamentos en la jornada del 30, el duque pasó la mañana del 31 en comprobarlo todo, en hacer los ensay os de todo y sobre todo en examinar cuidadosamente el lugar, para ver si era susceptible, o de ser asaltado, o de favorecer alguna evasión. Habiendo reconocido que habría que ser pájaro o diablo para salir o entrar en él, dio cuentas a la asamblea de su encargo, y pasó la tarde del 31 arengando a las mujeres. Se juntaron todas por su orden en el salón de historias, y, habiendo subido a la tribuna o a la especie de trono destinado a la historiadora, he aquí más o menos el discurso que les dirigió: « Seres débiles y encadenados, destinados únicamente a nuestros placeres, confío en que no supondréis que el dominio tan ridículo como absoluto que se os da en el mundo os será concedido en estos lugares. Mil veces más sometidas de lo que lo serían unos esclavos, solo debéis esperar la humillación, y la obediencia debe ser la única virtud que os aconsejo que utilicéis: es la única adecuada para el estado en que os encontráis. No os ilusionéis, sobre todo con hacer valer vuestros encantos. Harto hastiados de estas trampas, podéis imaginar perfectamente que no será con nosotros que tales cebos podrían funcionar. Recordad en todo momento que os utilizaremos a todas, pero que ni una sola de vosotras debe jactarse de poder inspirarnos el sentimiento de la piedad. Indignados contra los altares que han podido arrancarnos algunos granos de incienso, nuestro orgullo y nuestro libertinaje los rompen tan pronto como la ilusión ha satisfecho los sentidos, y el desprecio seguido casi siempre del odio sustituy e inmediatamente en nosotros el prestigio de la imaginación. ¿Qué ofreceríais, además, que no sepamos y a de memoria?, ¿qué ofreceríais que no pisoteemos, muchas veces en el mismo instante del delirio? Es inútil ocultároslo, vuestro servicio será rudo, será penoso y riguroso, y las menores faltas serán castigadas al instante con penas corporales y aflictivas. Debo, pues, recomendaros exactitud, sumisión y un olvido absoluto de vosotras mismas para escuchar únicamente nuestros deseos: que sean vuestras únicas ley es, adelantaos a ellos, prevenidlos y dadles vida. No porque tengáis mucho que ganar con esta conducta, sino únicamente porque tendríais mucho que perder si no la observáis. Pensad en vuestra situación, lo que sois, lo que somos, y que estas reflexiones os hagan estremeceros. Estáis fuera de Francia, en lo más profundo de un bosque inhabitable, más allá de una montaña escarpada cuy os pasos fueron cortados tan pronto como los franqueásteis. Estáis encerradas en una ciudadela impenetrable; nadie sabe que os halláis aquí; habéis sido robadas a vuestros amigos, a vuestros parientes, para el mundo y a habéis muerto y solo respiráis para nuestros placeres. ¿Y cómo son los seres a los que estáis ahora subordinadas? Unos profundos y notorios malvados, que no tienen más dios que su lubricidad, más ley es que su depravación, más freno que su libertinaje, unos libertinos sin Dios, sin principios, sin religión, el menos criminal de los cuales está mancillado con más infamias de las que podríais nombrar y ante cuy os ojos la vida de una mujer, ¿qué digo de una mujer?, de todas las que habitan la superficie del globo es tan indiferente como la destrucción de una mosca. Habrá pocos excesos, sin duda, a los que no lleguemos: que ninguno os repugne, prestaos a ellos sin pestañear, y oponed a todos paciencia, sumisión y valor. Si desgraciadamente alguna de vosotras sucumbe a la inclemencia de nuestras pasiones, que asuma valerosamente su suerte; no estamos en este mundo para existir siempre, y lo mejor que puede ocurrirle a una mujer es morir joven. Os hemos leído unos reglamentos muy sabios, y muy adecuados tanto para vuestra seguridad como para nuestros placeres; cumplidlos ciegamente, y esperad cualquier cosa de nosotros si nos irritáis con un mal comportamiento. Ya sé que algunas de vosotras tenéis vínculos con nosotros, que quizás os enorgullecen y de los que esperáis indulgencia. Cometeríais un gran error si contarais con ello: ningún vínculo es sagrado a los ojos de personas como nosotros, y cuanto más os lo parezcan, más excitará su ruptura la perversidad de nuestros espíritus. Así que es a vosotras, hijas, esposas, a quienes me dirijo en este momento, no esperéis ninguna prerrogativa de nuestra parte; os advertimos que seréis tratadas con may or rigor incluso que las demás, y esto precisamente para haceros ver cuán despreciables son para nosotros los vínculos con que tal vez nos creéis encadenados. Por otra parte, no esperéis que os especifiquemos siempre las órdenes que queremos que ejecutéis: un gesto, una mirada, a menudo un simple sentimiento interior por nuestra parte, os los explicará, y seréis tan castigadas por no haberlas adivinado y previsto como si, después de habéroslas notificado, vosotras las hubierais desobedecido. A vosotras os corresponde discernir nuestros movimientos, nuestras miradas, nuestros gestos, aclarar su expresión, y sobre todo no equivocaros respecto a nuestros deseos. Supongamos, por ejemplo, que este deseo fuera el de ver una parte de vuestro cuerpo y llegarais torpemente a ofrecer otra: pensad hasta qué punto semejante error estorbaría nuestra imaginación y todo lo que se arriesga al enfriar la cabeza de un libertino que, supongo, espera un culo para ey acular y al que se le presenta estúpidamente un coño. En general, ofreceos siempre muy poco por delante; recordad que esta parte infecta que la naturaleza solo formó desatinadamente es siempre la que más nos repugna. Y respecto a vuestros mismos culos también hay precauciones que guardar, tanto para disimular, al ofrecerlo, el antro odioso que lo acompaña, como para evitar hacernos ver en determinados momentos ese culo en un determinado estado en que otra gente desearía encontrarlo siempre. Tenéis que entenderme, y además recibiréis por parte de las cuatro dueñas unas instrucciones posteriores que acabarán de explicároslo todo. En una palabra, temblad, adivinad, obedeced, prevenid, y así, si no sois al menos muy afortunadas, tal vez no seréis del todo desdichadas. Además, nada de historias entre vosotras, ninguna relación, nada de esta imbécil amistad entre muchachas que, reblandeciendo por un lado el corazón, lo vuelve por otra más arisco y menos dispuesto a la sola y simple humillación a que os destinamos. Pensad que no os contemplamos en absoluto como criaturas humanas, sino únicamente como animales que se ceban para el servicio que se espera de ellos y que son aplastados a golpes cuando se niegan a dicho servicio. Habéis visto hasta qué punto se os prohíbe todo lo que pueda parecer un acto religioso cualquiera; os prevengo que habrá pocos crímenes más severamente castigados que este. Sé perfectamente que entre vosotras todavía quedan unas cuantas imbéciles que no son capaces de abjurar de la idea de este infame Dios y de aborrecer la religión: serán cuidadosamente examinadas, no os lo oculto, y no habrá excesos que no cometamos con ellas, si desgraciadamente las pillamos en flagrante. Que estas estúpidas criaturas se persuadan, que se convenzan de que la existencia de Dios es una locura que no cuenta hoy en toda la Tierra con 20 secuaces, y que la religión que él invoca no es más que una fábula ridículamente inventada por unos bribones cuy o interés en engañarnos resulta ahora más evidente que nunca. En una palabra, decididlo vosotras mismas: si hubiera un dios, y este dios tuviera poder, ¿permitiría que la virtud que le honra y de la que vosotras hacéis profesión fuera sacrificada como lo será al vicio y al libertinaje? ¿Permitiría, este dios omnipotente, que una débil criatura como y o, que no significa respecto a él más de lo que una pústula de sarna a los ojos de un elefante, permitiría, digo, que esta débil criatura le insultara, le escarneciera, le desafiara, le afrontara y le ofendiera, como y o hago a mi antojo a cada instante del día?» . Pronunciado este pequeño sermón, el duque bajó de la cátedra y, a excepción de las cuatro viejas y las cuatro historiadoras, que sabían perfectamente que estaban allí más como sacrificadoras y sacerdotisas que como víctimas, a excepción de estas ocho, digo, todo el resto se fundía en lágrimas, y el duque, importándole todo ello muy poco, las dejó conjeturar, cotorrear, lamentarse entre ellas, segurísimo de que las ocho espías le darían buena cuenta de todo, y se fue a pasar la noche con Hercule, uno del equipo de folladores que se había convertido en su más íntimo favorito como amante, mientras el pequeño Zéphire ocupaba siempre el primer lugar en su corazón como querida. Debiendo estar al día siguiente, de buena mañana, las cosas tal como habían sido dispuestas, cada cual se arregló como pudo para la noche, y tan pronto como sonaron las diez de la mañana, la escena de libertinaje se abrió, para y a no alterarse en nada ni sobre nada de todo lo que había sido prescrito hasta el 28 de febrero inclusive. Es ahora, querido lector, cuando hay que preparar tu corazón y tu espíritu al relato más impuro que jamás ha sido hecho desde que el mundo existe, no encontrándose un libro semejante ni en los antiguos ni en los modernos. Imagínate que todo goce honesto o prescrito por esta bestia de la que hablas incesantemente sin conocerla y que tú llamas naturaleza, que estos goces, digo, serán expresamente excluidos de este libro, y cuando los encuentres, por azar, será siempre porque irán acompañados de algún crimen o coloreados por alguna infamia. Sin duda, muchos de todos los descarríos que verás pintados te disgustarán, lo sé, pero habrá algunos que te calentarán hasta el punto de hacerte ey acular, y esto es todo lo que queremos. Si no lo dijéramos todo, no lo analizáramos todo, ¿cómo quieres que hubiésemos podido adivinar lo que te conviene? Eres tú quien debe cogerlo y dejar el resto; otro hará lo mismo; y poco a poco todo habrá encontrado su lugar. Se trata de la historia de un magnífico banquete en el que 600 platos diferentes se ofrecen a tu apetito. ¿Te los comes todos? No, sin duda, pero este número prodigioso amplía los límites de tu elección, y, encantado por este aumento de facultades, no se te ocurre regañar al anfitrión que te obsequia. Haz lo mismo aquí: elige y deja el resto, sin declamar contra este resto, únicamente porque no tiene el talento de gustarte. Piensa que gustará a otros, y sé filósofo. En cuanto a la diversidad, ten la seguridad de que es exacta; estudia a fondo aquella pasión que podría parecerte igual que otra, y verás que existe una diferencia y que, por menuda que sea, solo ella posee exactamente el refinamiento, el tacto que distingue y caracteriza el tipo de libertinaje de que aquí tratamos. Por otra parte, estas 600 pasiones se han fundido en el relato de las historiadoras: se trata de algo que conviene que el lector sepa. Habría sido demasiado monótono detallarlas de otra manera y de una en una, sin hacerlas entrar en un cuerpo narrativo. Pero como algún lector, poco avezado a este tipo de materias, podría tal vez confundir las pasiones designadas con la aventura o el mero acontecimiento de la vida de la narradora, se ha diferenciado cuidadosamente cada una de estas pasiones con una ray a al margen, encima de la cual está el nombre que puede darse a esta pasión. Esta ray a está en la línea justa donde comienza el relato de la pasión, y siempre hay un punto y aparte donde termina. Pero como intervienen muchos personajes en esta especie de trama, pese a la atención que hemos tenido en esta introducción de pintarlos y designarlos a todos, colocaremos una tabla que contendrá el nombre y la edad de cada actor, con un ligero esbozo de su retrato. Cada vez que aparezca un nombre que estorbe en los relatos, se podrá recurrir a esta tabla y, anteriormente, a los retratos amplios, si este ligero esbozo no basta para recordar lo que de él se ha dicho. Personajes de la novela de la Escuela de libertinaje EL DUQUE de BLANGIS, cincuenta años, hecho como un sátiro, dotado de un miembro monstruoso y de una fuerza prodigiosa. Cabe contemplarle como el receptáculo de todos los vicios y de todos los crímenes. Ha matado a su madre, a su hermana y a tres de sus esposas. EL OBISPO DE *** es su hermano; cuarenta y cinco años, más delgado y más delicado que el duque, una mala boca. Es pérfido, hábil, fiel secuaz de la sodomía activa y pasiva; desprecia por completo cualquier otro tipo de placer; ha hecho morir cruelmente a dos criaturas para las cuales un amigo había dejado una fortuna considerable en sus manos. Tiene el sistema nervioso de una sensibilidad tan grande que casi se desvanece al correrse. EL PRESIDENTE DE CURVAL, sesenta años. Es un hombre alto, seco, flaco, ojos apagados y hundidos, la boca podrida, la imagen ambulante de la crápula y del libertinaje, de una suciedad espantosa en su cuerpo y que le provoca la voluptuosidad. Ha sido circuncidado; su erección es escasa y difícil: sin embargo se produce y sigue ey aculando casi todos los días. Su gusto se inclina preferentemente hacia los hombres; de todos modos, no desprecia en absoluto una doncella. Sus gustos tienen la singularidad de amar tanto la vejez como todo lo que se le asemeje en porquería. Está dotado de un miembro casi tan grueso como el del duque. Desde hace unos cuantos años, está como embrutecido por los excesos y bebe mucho. Debe su fortuna a unos asesinatos y es en particular culpable de uno horrible y que puede verse en detalle en su retrato. Siente al correrse una especie de cólera lúbrica que le lleva a la crueldad. DURCET, financiero, cincuenta y tres años, gran amigo y compañero de escuela del duque. Es pequeño, bajo y rechoncho, pero su cuerpo es fresco, hermoso y blanco. Está hecho como una mujer y posee todos sus gustos; privado, por la pequeñez de su consistencia, de darles placer, la ha imitado, y se hace follar a cada instante del día. Le gusta bastante el placer de la boca; es el único que puede darle placeres como agente. Sus únicos dioses son sus placeres, y está siempre dispuesto a sacrificarles todo. Es listo, hábil y ha cometido muchos crímenes. Ha envenenado a su madre, a su mujer y a su sobrina para quedarse con su fortuna. Su alma es firme y estoica, absolutamente insensible a la compasión. Ya no empalma y sus ey aculaciones son muy escasas. Sus instantes de crisis van precedidos de una especie de espasmo que le precipita en una cólera lúbrica, peligrosa para aquellos o aquellas que sirvan sus pasiones. CONSTANCE es mujer del duque e hija de Durcet. Tiene veintidós años; es una belleza romana, may or majestad que finura, metida en carnes, aunque bien hecha, un cuerpo soberbio, el culo singularmente modelado y digno de servir de modelo, los cabellos y los ojos muy negros. Tiene ingenio y siente muy profundamente todo el horror de su suerte. Un gran fondo de virtud natural que nada ha podido destruir. ADÉLAÏDE, mujer de Durcet e hija del presidente. Es una bonita muñeca, tiene veinte años, es rubia, los ojos muy tiernos y de un bonito y vivo azul; tiene todo el aspecto de una heroína de novela. El cuello largo y bien torneado, la boca un poco grande, es su único defecto. Un pecho pequeño y un culo pequeño, pero todo esto, aunque delicado, es blanco y bien moldeado. El espíritu novelesco, el corazón tierno, excesivamente virtuosa y devota, y se oculta para cumplir con sus deberes de cristiana. JULIE, mujer del presidente e hija may or del duque. Tiene veinticuatro años, gorda, rolliza, hermosos ojos castaños, una bonita nariz, unas facciones acusadas y agradables, pero una boca horrible. Poco virtuosa e incluso con gran predisposición a la suciedad, la ebriedad, la glotonería y el puterío. Su marido la quiere a causa del defecto de su boca: esta singularidad entra en los gustos del presidente. Jamás se le han inculcado principios ni religión. ALINE, su hermana menor, supuesta hija del duque, aunque realmente sea hija del obispo y de una de las mujeres del duque. Tiene dieciocho años, una fisonomía muy picara y muy agradable, mucha frescura, los ojos castaños, la nariz respingona, el aire travieso, aunque básicamente indolente y perezosa. No parece en absoluto tener todavía temperamento y detesta muy sinceramente todas las infamias de que es víctima. El obispo la desvirgó por detrás a los diez años. La han dejado en una crasa ignorancia, no sabe leer ni escribir, detesta al obispo y siente mucho miedo del duque. Quiere mucho a su hermana, es sobria y limpia, contesta graciosa y puerilmente; su culo es encantador. LA DUCLOS, primera historiadora. Tiene cuarenta y ocho años, grandes restos de belleza, mucha lozanía, el culo más hermoso que pueda tenerse. Morena, ancha de cintura, metida en carnes. LA CHAMPVILLE tiene cincuenta años. Es delgada, bien hecha y los ojos lúbricos; es tríbada, y todo lo delata en ella. Su oficio actual es el de alcahueta. Fue rubia, tiene bonitos ojos, el clítoris largo y cosquilloso, un culo muy gastado a fuerza de servir, y sin embargo es virgen por este lado. LA MARTAINE tiene cincuenta y dos años. Es alcahueta; es una abuela fresca y sana; está obstruida y solo ha conocido el placer de Sodoma, para el cual parece haber sido especialmente creada, pues tiene, pese a su edad, el más hermoso culo del mundo: es muy gordo y tan acostumbrado a las introducciones que soporta los instrumentos más gruesos sin pestañear. Sigue teniendo bonitas facciones, pero sin embargo y a comienzan a marchitarse. LA DESGRANGES tiene cincuenta y seis años. Es la may or malvada que jamás hay a existido. Es alta, delgada, pálida, ha sido morena; es la imagen del crimen en persona. Su culo ajado parece de papel esmerilado y el orificio es inmenso. Tiene una sola teta, y le faltan tres dedos y seis dientes: fructus belli. No existe un solo crimen que no hay a cometido o hecho cometer. Tiene un lenguaje agradable, ingenio, y es actualmente una de las celestinas titulares de la sociedad. MARIE, la primera de las dueñas, tiene cincuenta y ocho años. Ha sido azotada y marcada; ha sido sirvienta de ladrones. Los ojos apagados y legañosos, la nariz torcida, los dientes amarillos, una nalga roída por un absceso. Ha tenido y matado a 14 criaturas. LOUISON, la segunda dueña, tiene sesenta años. Es menuda, jorobada, tuerta y coja, y sin embargo tiene todavía un culo muy bonito. Siempre está dispuesta a los crímenes y es extremadamente malvada. Estas dos primeras acompañan a las muchachas y las dos siguientes a los muchachos. THÉRÈSE tiene sesenta y dos años, parece un esqueleto, calva, desdentada, una boca hedionda, el culo acribillado de heridas, el agujero desmesuradamente ancho. Es de una porquería y de una hediondez atroces; tiene un brazo torcido y cojea. FANCHON, de sesenta y nueve años de edad, ha sido ahorcada en efigie seis veces y ha cometido todos los crímenes imaginables. Es bizca, chata, baja, gorda, sin frente, solo dos dientes. Una erisipela le cubre el culo, un paquete de hemorroides le sale del agujero, un chancro le devora la vagina, tiene un muslo quemado y un cáncer le roe el pecho. Siempre está borracha y vomita, suelta pedos y caga por todas partes y en cualquier momento sin darse cuenta. Serrallo de las muchachas AUGUSTINE, hija de un barón de Languedoc, quince años, carita fina y despierta. FANNY, hija de un consejero de Bretaña, catorce años, aspecto dulce y tierno. ZELMIRE, hija del conde de Tourville, señor de Beauce, quince años, aspecto noble y alma muy sensible. SOPHIE, hija de un gentilhombre de Berry, unas facciones encantadoras, catorce años. COLOMBE, hija de un consejero del Parlamento de París, trece años, gran frescura. HÉBÉ, hija de un oficial de Orleans, aspecto muy libertino y unos ojos encantadores; tiene doce años. ROSETTE y MICHETTE, las dos el aspecto de bellas vírgenes. La primera tiene trece años y es hija de un magistrado de Chalon-sur-Saône; la segunda tiene doce y es hija del marqués de Sénanges: ha sido secuestrada en el Borbonesado, en casa de su padre. Su talle, el resto de sus atractivos y principalmente su culo están por encima de cualquier expresión. Han sido elegidas entre 130. Serrallo de los muchachos ZÉLAMIR, trece años, hijo de un gentilhombre de Poitou. CUPIDON, la misma edad, hijo de un gentilhombre de cerca de La Fleche. NARCISSE, doce años, hijo de un hombre notable de Rouen, caballero de Malta. ZÉPHIRE, quince años, hijo de un oficial general de París; está destinado al duque. CÉLADON, hijo de un magistrado de Nancy ; tiene catorce años. ADONIS, hijo de un presidente de la Cámara de París, quince años, destinado a Curval. HYACINTHE, catorce años, hijo de un oficial retirado en Champaña. GITON, paje del rey, doce años, hijo de un gentilhombre del Nivernesado. Ninguna pluma es capaz de pintar las gracias, las facciones y los secretos encantos de estas ocho criaturas, por encima de todo lo que se puede decir, y elegidas, como sabemos, entre un grandísimo número. Ocho folladores HERCULE, veintiséis años, bastante guapo, pero muy mala persona; favorito del duque; su polla tiene 8 pulgadas 2 líneas de perímetro por 13 de longitud; ey acula mucho. ANTINOÜS tiene treinta años, muy apuesto; su polla tiene 8 pulgadas de perímetro por 12 de longitud. BRISE-CUL, veintiocho años, el aspecto de un sátiro; tiene la polla torcida; la cabeza o el glande es enorme; tiene 8 pulgadas y 3 líneas de perímetro, y el cuerpo de la polla 8 pulgadas por 13 de longitud; esta polla majestuosa está completamente combada. BANDE-AU-CIEL tiene veinticinco años, es muy feo, pero sano y vigoroso; gran favorito de Curval, siempre está empalmado, y su polla tiene 7 pulgadas 11 líneas de perímetro por 11 de longitud. Los cuatro restantes, de 9 a 10 y 11 pulgadas de longitud por 7, 5 y 7 pulgadas y 9 líneas de perímetro, y tienen de veinticinco a treinta años. Fin de la introducción. Omisiones que he cometido en esta introducción: 1. a Hay que decir que Hercule y Bande-au-ciel son, el primero, muy mata persona, y el segundo muy feo, y que ninguno de los ocho ha podido jamás disfrutar de hombre ni de mujer. 2. a Que la capilla sirve de letrina, y detallarla a partir de esta utilización. 3. a Que, en su expedición, tas alcahuetas y los alcahuetes disponían de matones a sus órdenes. 4. a Detallar un poco los pechos de las criadas y hablar del cáncer de Fanchon. Describir también un poco más los rostros de las 16 criaturas. Primera parte Las 150 pasiones simples, o de primera clase, que componen las 30 jornadas de noviembre ocupadas por la narración de la Duclos, a las que se mezclan los acontecimientos escandalosos del castillo, en Corma de diario, durante este mes. Primera jornada l 1 de noviembre se levantaron a las diez de la mañana, tal como estaba E prescrito por los reglamentos, de los que se habían jurado mutuamente no apartarse en nada. Los cuatro folladores que no habían compartido la cama de los amigos les llevaron, a su despertar, a Zéphire ante el duque, Adonis a Curval, Narcisse a Durcet, y Zélamir al obispo. Los cuatro eran muy tímidos, todavía muy modosos, pero, animados por su guía, ejecutaron muy bien su tarea, y el duque se corrió. Los otros tres, más reservados y menos pródigos de su leche, se hicieron penetrar tanto como él, pero sin poner nada de la suy a. A las once pasaron al apartamento de las mujeres, donde las ocho jóvenes sultanas aparecieron desnudas y así sirvieron el chocolate. Marie y Louison, que presidían este serrallo, las ay udaban y las dirigían. Manosearon, besaron mucho, y las ocho pobres y desdichadas niñas, víctimas de la más insigne lubricidad, se sonrojaban, se ocultaban con sus manos, intentaban defender sus encantos, y lo mostraban de inmediato todo tan pronto como veían que sus pudores irritaban y enfadaban a sus amos. El duque, que no tardó en volver a empalmar, midió el contorno de su instrumento con la fina y ligera cintura de Michette, y solo hubo 3 pulgadas de diferencia. Durcet, que estaba de mes, realizó los exámenes y las visitas prescritas. A Hébé y Colombe se las halló en falta, y su castigo fue prescrito y asignado acto seguido para el próximo sábado a la hora de las orgías. Lloraron, pero no enternecieron. De allí pasaron a los muchachos. Los cuatro que no habían aparecido por la mañana, a saber Cupidon, Céladon, Hy acinthe y Giton, se quitaron los calzones siguiendo la orden, y se divirtieron un instante con la mirada. Curval los folló a los cuatro en la boca y el obispo les masturbó la polla un momento, mientras que el duque y Durcet hacían otra cosa. Se efectuaron las visitas, no se encontró a nadie en falta. A la una, los amigos se trasladaron a la capilla, donde y a se sabe que estaba instalado el gabinete de las letrinas. Como las necesidades que se preveía tener por la noche habían hecho negar muchos permisos, solo aparecieron Constance, la Duclos, Augustine, Sophie, Zélamir, Cupidon y Louison. Todos los demás lo habían pedido, y se les había ordenado que se reservaran para la noche. Nuestros cuatro amigos, apostados alrededor del mismo asiento construido para este fin, hicieron aposentarse en este asiento a los siete sujetos uno tras otro y se retiraron después de haberse saciado del espectáculo. Bajaron al salón donde, mientras las mujeres comían, charlaron entre ellos hasta el momento en que se les sirvió. Cada uno de los cuatro amigos se situó entre dos folladores, siguiendo la regla que se habían impuesto de no admitir jamás mujeres a su mesa, y las cuatro esposas desnudas, ay udadas por viejas vestidas de hermanas grises, sirvieron la más magnífica y la más suculenta comida jamás imaginable. Nada más delicado ni más hábil que las cocineras que habían traído, y estaban tan bien pagadas y tan bien provistas que todo no podía sino ir a las mil maravillas. Debiendo ser esta comida menos fuerte que la cena, se contentaron con cuatro servicios soberbios, compuesto cada uno de 12 platos. El vino de Borgoña apareció con los entremeses, se sirvió Burdeos en los entrantes, Champagne en los asados, Hermitage en los dulces, Tokai y Madeira en el postre. Poco a poco las cabezas se calentaron. Los folladores, a los que se había concedido en ese momento todos los derechos sobre las esposas, las maltrataron un poco. Constance fue incluso más o menos zarandeada y golpeada por no haber servido inmediatamente un plato a Hercule, el cual, viéndose crecer en los favores del duque, crey ó poder llevar su insolencia hasta el punto de pegar y molestar a su mujer, ante lo cual este no hizo sino reír. Curval, muy achispado en el postre, arrojó un plato a la cara de su mujer, que le habría abierto la cabeza si esta no lo hubiera esquivado. Durcet, al ver empalmar a uno de sus vecinos, prescindió de todo tipo de ceremonias y pese a estar en la mesa, se desabrochó el calzón y presentó su culo. El vecino le enfiló y, terminada la operación, siguieron bebiendo como si nada. El duque no tardó en imitar con Bande-au-ciel la pequeña infamia de su antiguo amigo y apostó, aunque la polla fuera enorme, a que se bebería con toda sangre fría tres botellas de vino mientras le encularan. ¡Qué hábito, qué tranquilidad, qué sangre fría en el libertinaje! Ganó su apuesta, y como no las bebía en ay unas, porque estas tres botellas caían sobre otras 15 más, se levantó de allí un poco aturdido. El primer objeto que se presentó ante él fue su mujer, llorando por los malos tratos de Hercule, y esta visión le animó hasta tal punto que se entregó inmediatamente a unos excesos con ella que todavía nos es imposible contar. El lector, que ve lo molestos que estamos en estos comienzos para poner orden en nuestras materias, nos disculpará que le dejemos todavía bajo velo unos pequeños detalles. Al fin pasaron al salón, donde nuevos placeres y nuevas voluptuosidades esperaban a nuestros campeones. Allí, el café y los licores les fueron presentados por un grupo encantador: estaba compuesto por los guapos muchachos Adonis y Hy acinthe, y por las muchachas Zelmire y Fanny. Thérèse, una de las dueñas, los dirigía, pues estaba reglamentado que, siempre que dos o tres criaturas estuvieran juntas, debía acompañarlas una dueña. Nuestros cuatro libertinos, medio borrachos, pero decididos sin embargo a respetar sus ley es, se contentaron con besos y caricias, que su mente libertina supo sazonar con todos los refinamientos del libertinaje y de la lubricidad. Se crey ó por un momento que el obispo iba a correrse ante las cosas muy extraordinarias que exigía de Hy acinthe, mientras Zelmire le masturbaba. Sus nervios y a se estremecían y su crisis de espasmo se apoderaba de todo su cuerpo, pero se contuvo, alejó de sí los objetos tentadores dispuestos a triunfar de sus sentidos y, sabiendo que todavía le quedaba mucho por hacer, se reservó por lo menos hasta el final del día. Bebieron seis tipos diferentes de licores y tres clases de café, y, sonando al fin la hora, las dos parejas se retiraron para ir a vestirse. Nuestros amigos hicieron un cuarto de hora de siesta, y pasaron al salón del trono. Este era el nombre dado al apartamento destinado a las narraciones. Los amigos se colocaron en sus canapés, teniendo el duque a su querido Hercule a sus pies, a su lado, desnuda, a Adélaïde, esposa de Durcet e hija del presidente, y como grupo frente a él, respondiendo a su camarín por unas guirnaldas, tal como se ha explicado, Zéphire, Giton, Augustine y Sophie vestidos de bucólicos pastorcillos, presididos por Louison de vieja campesina y desempeñando el papel de madre. Curval tenía a sus pies a Bande-au-ciel, en su canapé a Constance, esposa del duque e hija de Durcet, y como grupo cuatro jóvenes españoles, vestido cada sexo con su traje correspondiente y lo más elegantemente posible, a saber: Adonis, Céladon, Fanny y Zelmire, presididos por Fanchon de dueña. El obispo tenía a sus pies a Antinoüs, en el canapé a su sobrina Julie y cuatro salvajes casi desnudos como grupo: eran, los muchachos, Cupidon y Narcisse, y, las muchachas, Hébé y Rosette, presididos por una vieja amazona interpretada por Thérèse. Durcet tenía a Brise-cul de follador, a su lado a Aline, hija del obispo, y frente a él cuatro sultanitas, a los muchachos, ahí vestidos como las muchachas, y este arreglo realzaba al máximo las figuras encantadoras de Zélamir, Hy acinthe, Colombe y Michette. Una vieja esclava árabe, representada por Marie, conducía este grupo. Las tres historiadoras, magníficamente vestidas a la manera de las prostitutas elegantes de París, se sentaron al pie del trono, en un canapé puesto allí ex profeso, y Madame Duclos, narradora del mes, en un deshabillé muy ligero y muy elegante, con mucho rojo y diamantes, habiéndose asentado en su estrado, comenzó así la historia de los acontecimientos de su vida, en la que tenía que introducir los pormenores de las 150 primeras pasiones, designadas bajo el nombre de pasiones simples: « No es asunto baladí, señores, expresarse ante un círculo como el vuestro. Acostumbrados a todo lo que las letras producen de más fino y de más delicado, ¿cómo podréis soportar el relato informe y grosero de una desdichada criatura como y o, que jamás ha recibido otra educación que la que el libertinaje me ha dado? Pero vuestra indulgencia me tranquiliza; solo exigís naturalidad y verdad, y a este título me atreveré sin duda a pretender vuestros elogios. Mi madre tenía veinticinco años cuando me trajo al mundo, y y o era su segundo hijo; el primero era una niña seis años may or que y o. Su nacimiento no era ilustre. Era huérfana de padre y madre; lo había sido desde muy joven, y como sus padres vivían cerca de los Recoletos, en París, cuando se vio abandonada y sin ningún recurso, obtuvo de los buenos Padres el permiso de ir a pedir limosna en su iglesia. Pero, como tenía un poco de juventud y de lozanía, no tardaron en fijarse en ella y, poco a poco, de la iglesia subió a las habitaciones, de las que no tardó en bajar preñada. A semejantes aventuras debía la vida mi hermana, y es más que verosímil que mi nacimiento no tuviera otro origen. Sin embargo, los buenos Padres, contentos de la docilidad de mi madre y viendo cuánto fructificaba para la comunidad, la recompensaron de sus trabajos concediéndole el alquiler de las sillas de su iglesia; empleo que mi madre no tuvo antes de que, con el permiso de sus superiores, se casara con un aguador de la casa que nos adoptó inmediatamente, a mi hermana y a mí, sin la menor repugnancia. Nacida en la iglesia, y o vivía, por así decirlo, mucho más la iglesia que nuestra casa. Ay udaba a mi madre a colocar las sillas, secundaba a los sacristanes en sus diferentes operaciones, habría ay udado a decir misa si hubiera hecho falta, en caso necesario, aunque todavía no había cumplido cinco años. Un día, cuando volvía de mis santas ocupaciones, mi hermana me preguntó si todavía no había encontrado al padre Laurent… “No”, le dije. “Bien”, me dijo ella, “sé que te busca; quiere enseñarte lo que me enseñó a mí. No te escapes, obsérvale bien sin asustarte; no te tocará, pero te hará ver algo muy divertido y, si le dejas hacer, te recompensará bien. Ya somos más de quince, aquí, por los alrededores, a las que nos ha hecho ver lo mismo. En todo su placer y a todas nos ha hecho algún regalo”. Ya podéis imaginaros, señores, que no necesité más, no solo para no escapar del padre Laurent, sino incluso para buscarle. El pudor habla en voz muy baja a la edad que y o tenía, y su silencio, al salir de las manos de la naturaleza, ¿no es una prueba segura de que ese sentimiento ficticio depende mucho menos de esta primera madre que de la educación? Corrí inmediatamente a la iglesia y, mientras cruzaba un pequeño patio que se encontraba entre el portal de la iglesia, del lado del convento, y el convento, me di de narices con el padre Laurent. Era un religioso de unos cuarenta años, muy agraciado. Me detiene: “¿Adónde vas, Françon?”, me dice. “A colocar las sillas, Padre”. “Bueno, bueno, y a las colocará tu madre. Ven, ven a este gabinete”, me dice arrastrándome a un cuartucho próximo, “te enseñaré algo que no has visto nunca”. Le sigo, cierra la puerta a nuestras espaldas, y colocándome justo frente a él: “Mira, Françon”, me dice, sacando una polla monstruosa de su calzón, y o creí que me caía de espaldas de miedo, “mira, hija mía”, proseguía masturbándose, “¿has visto alguna vez algo parecido?… Se llama una polla, pequeña, sí, una polla… Sirve para follar, y lo que vas a ver, lo que ahora mismo saldrá, es la semilla con que tú estás hecha. Se la enseñé a tu hermana, se la enseño a todas las niñitas de tu edad; tráeme, tráeme, haz como tu hermana que me ha hecho conocer más de veinte… Les enseñaré mi polla y les salpicaré la cara con la leche… Es mi pasión, hija mía, no tengo otra… ahora verás”. Y al instante me sentí completamente cubierta de un rocío blanco que me manchó por entero y del que unas cuantas gotas me saltaron a los ojos, porque mi cabecita se hallaba justo a la altura de los botones de su calzón. Mientras tanto Laurent gesticulaba. “¡Ah! La buena leche…, la buena leche que pierdo”, exclamaba; “¡te he cubierto con ella!” Y, calmándose poco a poco, devolvió tranquilamente su instrumento a su sitio y se fue dejándome 12 sueldos en la mano y recomendándome que le trajera mis amiguitas. Como podéis imaginaros fácilmente, lo primero que hice fue correr a contárselo todo a mi hermana, que me secó por todas partes con el may or cuidado para que no se notara nada y que, por haberme buscado esta pequeña suerte, no dejó de pedirme la mitad de mi ganancia. Aleccionada por este ejemplo, me apresuré a buscar, con la esperanza de un reparto igual, el may or número posible de niñas al padre Laurent. Pero cuando le traje una que y a conocía, la rechazó y, dándome tres sueldos para estimularme, me dijo: “Jamás las veo dos veces, hija mía, tráeme las que no conozca y nunca las que te digan que y a han tenido algo que ver conmigo”. Me esmeré más: en tres meses, hice conocer al padre Laurent más de veinte chiquillas nuevas, con las que utilizó, para su placer, exactamente los mismos procedimientos que había usado conmigo. Junto a la condición de elegirlas desconocidas, también observé otra que me había infinitamente recomendado, respecto a la edad: no tenía que estar por debajo de cuatro años, ni por encima de siete. Y mi fortunita iba creciendo cuando mi hermana, descubriendo que le estaba pisando el terreno, me amenazó con contárselo todo a mi madre si no abandonaba este bonito comercio, y dejé de ver al padre Laurent. » Entretanto, mis funciones seguían llevándome por los alrededores del convento, y el mismo día en que acababa de cumplir los siete años encontré un nuevo amante cuy a manía, aunque muy infantil, era sin embargo algo más seria. Este se llamaba padre Louis; era más viejo que Laurent y tenía un aspecto algo más libertino. Me enganchó al pasar por la puerta de la iglesia y me obligó a subir a su habitación. Al principio, opuse cierta resistencia, pero tras asegurarme él que mi hermana, hacía tres años, también había subido y que, todos los días, recibía allí chiquillas de mi edad, le seguí. » No bien llegamos a su celda la cerró cuidadosamente y, vertiendo jarabe en un cubilete, me hizo tragar tres vasos llenos seguidos. Efectuado este preparativo, el reverendo, más cariñoso que su colega, comenzó a besarme y, sin dejar de bromear, soltó mis enaguas, y subiendo mi camisa debajo de mi corpiño, pese a mis ligeras defensas, se apoderó de todas las partes delanteras que acababa de dejar al descubierto, y después de haberlas manipulado y examinado a conciencia, me preguntó si no tenía ganas de mear. Singularmente impelida a esta necesidad por la gran dosis de bebida que acababa de hacerme tragar, le aseguré que mi necesidad era de lo más considerable, pero que no quería hacerlo delante de él. “¡Oh!, pues claro que sí, bribonzuela”, añadió el rijoso, “¡oh!, claro que sí, lo harás delante de mí, y, lo que es más, encima de mí. Mira”, me dijo, sacando su polla del calzón, “ahí tienes el aparato que vas a inundar; tienes que mearte encima”. Entonces, cogiéndome y colocándome sobre dos sillas, una pierna sobre la una y la otra pierna sobre la otra, me abrió lo más que pudo, y después me dijo que me agachara. Manteniéndome en esta actitud, colocó un orinal debajo de mí, se sentó en un pequeño taburete a la altura del orinal, con su instrumento en la mano, justo debajo de mi coño. Una de sus manos sostenía mis caderas, con la otra se masturbaba, y como mi boca, dada la posición, quedaba paralela a la suy a, la besaba. “Vamos, pequeña, mea”, me dijo, “inunda ahora mi polla con este líquido encantador, cuy o chorro cálido tiene tanto poder sobre mis sentidos. Mea, corazón, mea y procura inundar mi leche”. Louis se animaba, se excitaba, era fácil ver que esta singular operación era la que más estimulaba todos sus sentidos. El más dulce éxtasis vino a coronarle en el mismo momento en que las aguas con que me había hinchado el estómago brotaban con may or abundancia, y ambos llenamos a la vez el mismo orinal, él de leche y y o de orina. Terminada la operación, Louis me dirigió prácticamente el mismo discurso que Laurent; quiso convertir a su putita en una alcahueta, y esta vez, despreocupándome casi por completo de las amenazas de mi hermana, busqué osadamente para Louis a cuantas criaturas conocía. Les hizo hacer lo mismo a todas, y como las repetía perfectamente hasta dos o tres veces sin repugnancia y siempre me pagaba aparte, independientemente de lo que y o sacara de mis amiguitas, antes de seis meses me vi con una pequeña suma de la que disfruté a mis anchas con la única precaución de ocultarlo a mi hermana» . « Duclos» , interrumpió aquí el presidente, « ¿no se os ha advertido que vuestros relatos deben tener los máximos y más prolijos detalles?, ¿que solo podremos juzgar la relación que la pasión que contáis tiene con las costumbres y con el carácter del hombre cuando no disimuléis ninguna circunstancia?, ¿que las menores circunstancias sirven además infinitamente para la irritación de nuestros sentidos que esperamos de vuestros relatos?» « Sí, monseñor» , dijo la Duclos, « me avisaron que no descuidara ningún detalle y que entrara en las menores minucias siempre que sirvieran para aclarar los caracteres o el género. ¿He cometido alguna omisión de ese tipo?» « Sí» , dijo el presidente, « no tengo la menor idea de la polla de vuestro segundo recoleto, ni la menor idea de su ey aculación. Además, ¿os masturbó el coño, y os hizo tocar su polla? ¿Veis?, ¡cuántos detalles olvidados!» « Perdón» , dijo la Duclos, « repararé mis faltas actuales y las evitaré en el futuro. El padre Louis tenía un miembro muy vulgar, más largo que grueso y en general de un aspecto muy común. Recuerdo incluso que empalmaba bastante mal y que solo adquirió un poco de consistencia en el instante de la crisis. No me masturbó para nada el coño, se limitó a ensancharlo lo más que pudo con los dedos para que la orina saliera mejor. Acercó mucho su polla dos o tres veces y su ey aculación fue avara, breve, y sin más frases extraviadas por su parte que: “¡Ah!, joder, mea y a, criatura, mea y a, bonita fuente, mea y a, mea y a, ¿no ves que me corro?”. Y mezclaba todo esto con besos en mi boca que no tenían nada de muy libertino» . « Sí, Duclos» , dijo Durcet, « el presidente tenía razón; no podía figurarme nada de eso en el primer relato, y ahora imagino a vuestro hombre» . « Un momento, Duclos» , dijo el obispo, viendo que ella se disponía a continuar, « siento por mi parte una necesidad algo más urgente que la de mear, hace tiempo que me aguanto y siento que es preciso que salga» . Y al mismo tiempo atrajo hacia sí a Narcisse. El fuego salía de los ojos del prelado, tenía la polla pegada al vientre, sacaba espuma por la boca, era una leche retenida que quería absolutamente escapar y que solo podía hacerlo por procedimientos violentos. Arrastró a su sobrina y al chiquillo al gabinete. Todo se paró: una ey aculación era considerada como algo demasiado importante para que no se suspendiera todo, en el momento en que se quisiera realizar, y que todo contribuy era a que fuera de manera deliciosa. Pero esta vez la naturaleza no respondió a los deseos del prelado, y unos minutos después de que se encerrara en su gabinete, salió de él furioso, en el mismo estado de erección, y dirigiéndose a Durcet, que estaba de mes: « Anota en la lista de castigos del sábado a este bribonzuelo» , le dijo, arrojando violentamente a la criatura lejos de él, « y que sea severo, por favor» . Se vio claramente, entonces, que el muchacho, sin duda, no había podido satisfacerle, y Julie corrió a contárselo en voz baja a su padre. « ¡Vamos, anda!, toma otro» , le dijo el duque, « elige en nuestros grupos, si el tuy o no te satisface» . « ¡Oh!, mi satisfacción quedaría por el momento muy alejada de lo que deseaba hace un instante» , dijo el prelado. « Ya sabéis adonde nos lleva un deseo frustrado. Prefiero contenerme, pero no seáis indulgentes con ese bribonzuelo» , prosiguió, « es todo lo que pido…» « ¡Oh!, te aseguro que será reprendido» , dijo Durcet. « Es bueno que el primero dé ejemplo a los demás. Me molesta verte en ese estado; prueba otra cosa, que te den por el culo» . « Monseñor» , dijo la Martaine, « y o me siento muy capaz de satisfaceros, y si su Ilustrísima quisiera…» « ¡No, no y no!» , dijo el obispo; « ¿acaso no sabéis que hay muchas ocasiones en que no se quiere un culo de mujer? Esperaré, esperaré… Que siga Duclos, y a saldrá esta noche; y a encontraré uno de mi gusto. Sigue, Duclos» . Y después de que los amigos rieran con ganas de la franqueza libertina del obispo («hay muchas ocasiones en que no se quiere un culo de mujer»), la historiadora prosiguió su relato en estos términos: « Acababa de alcanzar mi séptimo año, cuando un día en que, siguiendo mi costumbre, había llevado a Louis una de mis amiguitas, encontré en su casa a otro religioso de su orden. Como eso no había ocurrido nunca, me sorprendí y quise retirarme, pero, después de que Louis me tranquilizara, entramos atrevidamente mi amiguita y y o. “Mira, padre Geoffroi”, dijo Louis a su amigo, empujándome hacia él, “¿no te había dicho que era bonita?” “Sí, es cierto”, dijo Geoffroi sentándome sobre sus rodillas y besándome. “¿Qué edad tienes, pequeña?” “Siete años, Padre”. “O sea, cincuenta menos que y o”, dijo el buen Padre besándome de nuevo. Y durante este pequeño monólogo se preparaba el jarabe, y, como siempre, nos hicieron tragar tres grandes vasos a cada una. Pero como y o no estaba acostumbrada a beber cuando le llevaba presas a Louis, porque solo se lo daba a la que y o le llevaba, y generalmente y o no me quedaba y me retiraba inmediatamente, me sorprendió en este caso la precaución, y, en un tono de la más ingenua inocencia, le dije: “¿Y por qué me hace beber, Padre? ¿Quiere que mee?”. “Sí, hija mía”, dijo Geoffroi, que seguía sosteniéndome entre sus muslos y que y a paseaba sus manos por mi delantera, “sí, queremos que mees, y esta vez la aventura será conmigo, y, quizás un poco diferente de la que te ha ocurrido aquí. Ven a mi celda, dejemos al padre Louis con su amiguita, y ocupémonos nosotros de lo nuestro. Cuando hay amos terminado y a nos reuniremos”. Salimos; Louis me dijo en voz muy baja que fuera complaciente con su amigo y que no me arrepentiría. La celda de Geoffroi estaba bastante cerca de la de Louis y llegamos a ella sin que nos vieran. Tan pronto como hubimos entrado, Geoffroi, después de cerrar a cal y canto, me dijo que me quitara las faldas. Obedecí; él mismo me arremangó la blusa hasta encima del ombligo y, después de sentarme en el borde de su cama, me espatarró todo lo que pudo, sin dejar de bajarme, de modo que y o ofrecía la totalidad del vientre y todo mi cuerpo se sostenía por la rabadilla. Me ordenó que me mantuviera en esta posición y que comenzara a mear tan pronto como tocara ligeramente uno de mis muslos con su mano. Entonces, contemplándome por un instante en esta actitud y empeñado siempre en abrir con una mano los labios del coño, con la otra se desabrochó el calzón y comenzó a menearse con unos movimientos rápidos y violentos un pequeño miembro negro y desmirriado que no se veía muy dispuesto a responder a lo que parecía exigirse de él. Para conseguirlo con may or éxito, nuestro hombre se dedicó, procediendo a su pequeña costumbre predilecta, a procurarle el may or grado de excitación posible: así pues, se arrodilló entre mis piernas, examinó un instante el interior del pequeño orificio que y o le ofrecía, acercó su boca repetidas veces mascullando entre dientes algunas palabras lujuriosas que no retuve, porque en aquel entonces no las entendía, y todo ello sin dejar de menearse su miembro, que no se emocionaba demasiado. Al fin sus labios se pegaron herméticamente a los de mi coño, recibí la señal convenida y, desbordando inmediatamente en la boca del buen hombre el sobrante de mis entrañas, lo inundé con los chorros de una orina que tragó con la misma rapidez con que y o se la arrojaba al gaznate. De repente, su miembro se puso de manifiesto y su cabeza altiva se arrojó sobre uno de mis muslos. Noté que lo regaba orgullosamente con las estériles marcas de su débil vigor. Todo había ido tan bien acompasado que él engullía las últimas gotas en el mismo momento en que su polla, confusísima por su victoria, la lloraba con lágrimas de sangre. Geoffroi se levantó tambaleante, y creí descubrir que no sentía por su ídolo, cuando el incienso acababa de apagarse, un fervor de culto tan religioso como cuando el delirio, inflamando su homenaje, sostenía todavía el prestigio. Me entregó doce sueldos con bastante brusquedad, me abrió la puerta, sin pedirme como los demás que le trajera muchachas (al parecer se abastecía en otra parte), y, mostrándome el camino de la celda de su amigo, me dijo que me fuera, que la hora de su oficio se le echaba encima, no podía acompañarme, y se encerró en su pieza sin darme tiempo a contestarle» . « ¡Ya!, pero es cierto» , dijo el duque, « que hay muchas personas que no pueden soportar en absoluto el instante de la pérdida de la ilusión. Parece que el orgullo sufra por haberse mostrado ante una mujer en semejante estado de debilidad y que la repugnancia nace del malestar que entonces sienten» . « No» , dijo Curval, al que Adonis masturbaba de rodillas y que paseaba sus manos sobre Zelmire, « no, amigo mío, el orgullo no tiene nada que ver en todo esto, sino que el objeto que básicamente no tiene más valor que el que nuestra lubricidad le presta se muestra exactamente tal cual es cuando la lubricidad se ha apagado. Cuanto más violenta ha sido la irritación, más se afea el objeto cuando esta irritación y a no le apoy a, al igual que nosotros estamos más o menos fatigados en razón del may or o menor ejercicio que hay amos hecho, y la repugnancia que sentimos entonces no es más que el sentimiento de un espíritu saciado al que la felicidad disgusta porque acaba de fatigarle» . « Pero, sin embargo, de esta repugnancia» , dijo Durcet, « nace con frecuencia un proy ecto de venganza cuy as consecuencias funestas hemos visto» . « Entonces es otra cosa» , dijo Curval, « y como la continuación de estas narraciones nos ofrecerá quizás unos ejemplos de lo que estáis diciendo, no adelantemos las disertaciones que los hechos producirán naturalmente» . « Presidente, di la verdad» , dijo Durcet: « en vísperas de extraviarte tú mismo, creo que en este momento prefieres prepararte para sentir cómo se disfruta a disertar sobre cómo se disgusta» . « En absoluto, nada de eso» , dijo Curval, « tengo la may or sangre fría… Es cierto» , seguía besando a Adonis en la boca, « que esa criatura es encantadora… pero no se la puede follar; no conozco nada peor que vuestras ley es… Hay que limitarse a cosas…, a cosas… Vamos, vamos, continúa, Duclos, porque siento que haría tonterías, y quiero que mi ilusión se mantenga por lo menos hasta que vay a a acostarme» . El presidente, que veía que su instrumento comenzaba a amotinarse, mandó a las dos criaturas a su sitio y, recostándose al lado de Constance que por muy bonita que fuera no le calentaba suficientemente, urgió por segunda vez a la Duclos a que continuara, quien obedeció inmediatamente en estos términos: « Busqué a mi amiguita. La operación de Louis había terminado y, bastante descontentas ambas, abandonamos el convento, y o con la casi firme resolución de no volver a él jamás. El tono de Geoffroi había humillado mi pequeño amor propio y, sin profundizar de dónde venía el rechazo, no me gustaban los resultados ni las consecuencias. Estaba escrito en mi destino, sin embargo, que todavía tendría algunas aventuras en el convento, y el ejemplo de mi hermana, que, según me había dicho, había tratado con más de catorce, debía convencerme de que no había llegado al final de mis peregrinaciones. Lo descubrí, tres meses después de esta última aventura, por las solicitaciones que me hizo uno de aquellos buenos reverendos, hombre de unos sesenta años. No hubo estratagema que no inventara para decidirme a acudir a su cuarto. Al fin una de ellas lo consiguió tan bien que una hermosa mañana de domingo me encontré en él sin saber cómo ni por qué. El viejo verde, que se llamaba padre Henri, me encerró con él no bien me vio entrar, y me abrazó de todo corazón. “¡Ah!, bribonzuela”, exclamó en el colmo de su alegría, “y a te tengo, esta vez no te escaparás”. Hacía mucho frío, mi naricita estaba llena de mocos, como suele ocurrirles a los niños. Quise sonarme. “¿Eh?, no, no”, dijo Henri oponiéndose, “soy y o, soy y o quien te hará esa operación, pequeña”. Y después de acostarme en su cama con la cabeza un poco inclinada, se sentó a mi lado, colocando mi cabeza echada hacia atrás sobre sus rodillas. Diríase que en esta posición devoraba con los ojos la secreción de mi cerebro. “¡Oh!, la preciosa mocosita”, decía extasiándose, “¡cómo voy a chuparla!” Inclinándose entonces sobre mi cabeza e introduciendo toda mi nariz en su boca, no solo devoró todos los mocos que me cubrían sino que asaeteó lúbricamente con la punta de la lengua los orificios de mi nariz alternativamente, y con tanto arte, que provocó dos o tres estornudos que redoblaron el derrame que él deseaba y devoraba con tanto celo. Pero de todo esto, señores, no me pidáis más detalles: nada apareció, y sea que él no hiciera nada o que se lo hiciera en los calzones, no descubrí nada de nada, y en la multitud de sus besos y de sus lamidas nada señaló un éxtasis may or, y por consiguiente creo que no se corrió. No me arremangó más, sus manos no me manosearon, y puedo aseguraros que la fantasía de aquel viejo libertino podría ejercerse con la muchacha más honesta y más inexperta del mundo, sin que ella pudiera sospechar la menor lubricidad. » No ocurrió lo mismo con aquel que el azar me ofreció el mismo día en que acababa de cumplir nueve años. El padre Étienne, así se llamaba el libertino, y a había dicho varias veces a mi hermana que me llevara a él, y ella me había animado a ir a verle (sin querer de todos modos acompañarme, por miedo a que nuestra madre, que y a sospechaba algo, acabara por enterarse), cuando me encontré finalmente cara a cara con él, en un rincón de la iglesia, cerca de la sacristía. Se comportó con tanta gracia, utilizó unas razones tan persuasivas, que no tuvo que arrastrarme por la oreja. El padre Étienne tenía unos cuarenta años, era de tez fresca, apuesto y vigoroso. Tan pronto como llegamos a su habitación me preguntó si sabía masturbar una polla. “¡Ay !”, le dije sonrojándome, “ni siquiera entiendo lo que quiere decirme”. “¡Pues bien!, voy a enseñártelo, pequeña”, me dijo besándome de todo corazón en la boca y en los ojos; “mi único placer es instruir a las chiquillas, y las lecciones que les doy son tan excelentes que jamás las olvidan. Comienza por quitarte las faldas, pues si y o te enseño lo que hay que hacer para darme placer, justo es que te enseñe al mismo tiempo qué debes hacer tú para recibirlo, y es preciso que nada nos estorbe para esa lección. Vamos, comencemos por ti. Eso que ves ahí”, me dijo, poniéndome la mano sobre el pubis, “se llama un coño, y he aquí lo que debes hacer para conseguir ahí unos cosquilleos deliciosos: hay que frotar ligeramente con un dedo la pequeña elevación que notas ahí y que se llama el clítoris”. Después, haciéndome actuar: “Ahí, ¿ves?, pequeña, así, mientras una de tus manos trabaja ahí, que un dedo de la otra se meta imperceptiblemente en esta rendija deliciosa…”. Después colocándome la mano: “Así, eso es… ¡Bien!, ¿no sientes nada?”, continuaba haciéndome seguir su lección. “No, Padre, se lo aseguro”, contesté con ingenuidad. “¡Ah!, vay a, todavía eres demasiado joven, pero, dentro de dos años, y a verás el placer que esto te dará”. “Espere”, le dije, “creo que y a siento algo”. Y y o frotaba, todo lo que podía, en los lugares que me había señalado… Efectivamente, unas suaves titilaciones voluptuosas acababan de convencerme de que la receta no era una quimera, y el gran uso que después he hecho de este caritativo método ha acabado de convencerme más de una vez de la habilidad de mi maestro. “Ahora me toca a mí”, dijo Étienne, “pues tus placeres excitan mis sentidos, y es preciso que y o los comparta, ángel mío. Toma”, me dijo, haciéndome empuñar un instrumento tan monstruoso que mis dos manitas apenas podían rodearlo, “toma, hija mía, esto se llama una polla, y este movimiento”, proseguía guiando mi puño con rápidas sacudidas, “este movimiento se llama masturbar. Así pues, en este momento, me masturbas la polla. Adelante, hija mía, adelante, adelante con todas tus fuerzas. Cuanto más rápidos y repetidos sean tus movimientos, más apresurarás el instante de mi ebriedad. Pero cuida de una cosa esencial”, añadía dirigiendo siempre mis sacudidas, “cuida de mantener siempre la cabeza al desnudo. No la cubras jamás con esta piel que llamamos el prepucio: si el prepucio cubriera esta parte que llamamos el glande, todo mi placer se desvanecería. Vamos, pequeña, veamos”, proseguía mi maestro, “veamos que y o haga contigo lo que tú haces conmigo”. Y arrimándose a mi pecho al decir esto, mientras y o seguía meneándosela, colocó sus dos manos tan hábilmente, movió sus dedos con tanto arte, que el placer acabó por asaltarme, y es a él a quien debo en verdad la primera lección. Entonces, como la cabeza comenzó a darme vueltas, abandoné mi faena, y el reverendo, que no estaba dispuesto a terminarla, consintió en renunciar por un instante a su placer para ocuparse únicamente del mío. Y cuando me lo hubo hecho saborear por entero, me hizo reanudar el trabajo que mi éxtasis me había obligado a interrumpir, y me ordenó muy claramente que no volviera a distraerme y que solo me ocupara de él. Lo hice con toda mi alma. Era justo: le debía alguna gratitud. Lo hacía con tantas ganas, y obedecía tan bien todo lo que me ordenaba, que el monstruo, vencido por los repetidos meneos, vomitó finalmente toda su rabia y me cubrió con su veneno. Étienne pareció entonces transportado por el delirio más voluptuoso. Besaba mi boca con ardor, manoseaba y masturbaba mi coño y el extravío de sus palabras anunciaba aún mejor su trastorno. Los j… y los f…, enlazados con los nombres más tiernos, caracterizaban este delirio que duró mucho rato y del que el galante Étienne, muy diferente de su colega el bebedor de orina, solo se apartó para decirme que era encantadora, que me rogaba que volviera a verle, y que me trataría siempre como acababa de hacerlo. Deslizándome un pequeño escudo en la mano, me acompañó al lugar donde me había encontrado y me dejó completamente maravillada y encantada de aquella nueva buena suerte que, reconciliándome con el convento, me hizo tomar a mí misma la decisión de volver a él con frecuencia en el futuro, convencida de que cuanto más avanzara en edad más agradables aventuras encontraría en ese lugar. Pero mi destino y a no estaba allí: acontecimientos más importantes me aguardaban en un nuevo mundo, y, volviendo a casa, me enteré de unas noticias que no tardaron en turbar la embriaguez que acababa de darme el afortunado sesgo de mi última historia» . Aquí una campana se dejó oír en el salón: era la que anunciaba que la cena estaba servida. En consecuencia, Duclos, unánimemente aplaudida por los interesantes comienzos de su historia, bajó de su tribuna y, después de haber remediado un poco la agitación en la que todos se encontraban, se ocuparon de nuevos placeres dirigiéndose a buscar con prisa los que Cornos ofrecía. Esta comida debían servirla las ocho muchachas desnudas. Estaban preparadas en el momento en que se cambió de salón, habiendo tenido la precaución de salir unos minutos antes. Los comensales debían ser en número de 20: los cuatro amigos, los ocho folladores y los ocho muchachos. Pero el obispo, siempre furioso contra Narcisse, no quiso permitir que participara de la fiesta, y como habían convenido tener entre sí complacencias mutuas y recíprocas, nadie se preocupó de pedir la revocación de la disposición, y el chiquillo fue encerrado a solas en un cuarto oscuro esperando el instante de las orgías en que quizá monseñor se reconciliaría con él. Las esposas y las historiadoras fueron a cenar rápidamente a su habitación privada, para estar preparadas para las orgías; las viejas dirigieron el servicio de las ocho muchachas, y se sentaron a la mesa. Este banquete, mucho más copioso que el almuerzo, fue servido con mucha may or magnificencia, brillo y esplendor. Hubo para comenzar un servicio de sopa de cangrejos y de entremeses compuestos de 20 platos. 20 entrantes los sustituy eron y fueron a su vez relevados por otros 20 entrantes finos, compuestos únicamente de pechugas de aves, de caza disfrazada bajo todo tipo de formas. Les siguió un servicio de asado donde apareció todo lo más raro que pueda imaginarse. Llegó después un relevo de repostería fría, que no tardó en ceder el lugar a 26 dulces de cocina de todas las figuras y de todas las formas. Vaciaron la mesa y sustituy eron lo que acababa de ser retirado por una guarnición completa de pasteles azucarados, fríos y calientes. Al fin, apareció el postre, que ofreció un número prodigioso de frutas, pese a la estación, seguidas de los helados, el chocolate y los licores, que se tomaron en la mesa. Respecto a los vinos, habían variado en cada servicio: en el primero el Borgoña, en el segundo y en el tercero dos tipos diferentes de vinos de Italia, en el cuarto vino del Rhin, en el quinto vinos del Ródano, en el sexto el Champagne espumoso y vinos griegos de dos tipos con dos diferentes servicios. Las cabezas se habían calentado prodigiosamente. Ni en la cena, ni en el almuerzo, tenían permiso para reprender a las sirvientas: siendo estas la quintaesencia de lo que ofrecía la sociedad, debían ser tratadas con los may ores miramientos, pero, en cambio, se permitieron con ellas una furiosa dosis de impurezas. El duque, medio borracho, dijo que solo quería beber la orina de Zelmire, y tragó dos grandes vasos que le hizo mear haciéndola subir a la mesa, agazapada sobre su plato. « ¡Vay a gracia» , dijo Curval, « beber meados de virgen!» y, atray endo a Fanchon, le dijo: « Ven, zorra, y o quiero beberlo de la misma fuente» . Y, metiendo su cabeza entre las piernas de la vieja bruja, tragó golosamente los raudales impuros de la orina envenenada que ella le arrojó en el estómago. Finalmente, las conversaciones se calentaron, tocaron diferentes puntos de costumbres y de filosofía, y dejo al lector pensar que la moral quedó bien depurada. El duque emprendió un elogio del libertinaje y demostró que estaba en la naturaleza y que, cuanto más se multiplicaban sus extravíos, mejor la servían. Su opinión fue unánimemente aceptada y aplaudida, y se levantaron para ir a poner en práctica los principios que acababan de establecerse. Todo estaba dispuesto en el salón de las orgías: las mujeres estaban y a desnudas, acostadas en el suelo sobre montones de cojines, mezcladas con los jóvenes putos retirados de la mesa con esta intención un poco antes del postre. Nuestros amigos entraron tambaleándose; dos viejas les desnudaron, y cay eron en medio del rebaño como unos lobos que asaltan un aprisco. El obispo, cuy as pasiones estaban cruelmente excitadas por los obstáculos que habían encontrado para su salida, se apoderó del culo sublime de Antinoüs mientras Hercule le enculaba a él y, vencido por esta última sensación y por el importante y tan deseado servicio que Antinoüs le prestó sin duda, vomitó al final unos chorros de semen tan precipitados y tan agrios que se desvaneció en el éxtasis. Los humos de Baco acabaron de encadenar unos sentidos que embotaba el exceso de lujuria, y nuestro héroe pasó del desvanecimiento a un sueño tan profundo que fue imprescindible llevarlo a la cama. El duque no se quedó atrás. Curval, recordando la oferta que había hecho la Martaine al obispo, la conminó a cumplir este ofrecimiento y se atiborró mientras lo enculaban. Mil horrores más, mil infamias más acompañaron y siguieron a estas, y nuestros tres bravos campeones, pues el obispo y a no pertenecía a este mundo, nuestros valerosos atletas, digo, escoltados por los cuatro folladores del servicio nocturno, que no se encontraban ahí y que vinieron a buscarles, se retiraron con las mismas mujeres que habían tenido en los canapés, durante la narración. Desdichadas víctimas de sus brutalidades, a las que es más que verosímil que hicieron más ultrajes que caricias y a las que, sin duda, dieron más repugnancia que placer. Así fue la historia de la primera jornada. Segunda jornada e levantaron a la hora prevista. El obispo, totalmente recuperado de sus S excesos y que desde las cuatro de la madrugada se había mostrado muy escandalizado de que le hubieran dejado acostarse solo, había llamado para que Julie y el follador que le estaba destinado vinieran a ocupar su puesto. Llegaron al instante y, en sus brazos, el libertino se zambulló en el seno de nuevas impurezas. Después de desay unar, siguiendo la costumbre, en el apartamento de las muchachas, Durcet efectuó la inspección, y nuevas delincuentes, pese a cuanto había podido decirse, siguieron ofreciéndosele. Michette era culpable de un tipo de falta, y Augustine, a la que Curval había ordenado decir que se mantuviera todo el día en un determinado estado, se encontraba en el estado absolutamente contrario: se le había olvidado, pedía muchas excusas y prometía que no volvería a ocurrir; pero el cuadrumvirato fue inexorable, y ambas fueron apuntadas en la lista de castigos del primer sábado. Singularmente descontentos de la torpeza de todas aquellas muchachas en el arte de la masturbación, impacientes por lo que a este respecto habían sentido la víspera, Durcet propuso establecer una hora en la mañana en la que se les daría lecciones sobre este tema, y que por turno uno de ellos se levantaría una hora antes, quedando fijado el momento de este ejercicio de las nueve a las diez, se levantaría, digo, a las nueve para ir a prestarse a este ejercicio. Se decidió que quien cumpliera esta función se sentaría tranquilamente en medio del serrallo, en un sillón, y que cada muchacha, conducida y guiada por la Duclos, la mejor pajillera que había en el castillo, iría a ensay ar con él, que la Duclos dirigiría su mano, su movimiento, que le enseñaría la may or o menor velocidad que había que imprimir a sus sacudidas de acuerdo con el estado del paciente, que prescribiría sus actitudes, sus posturas durante la operación, y que se establecerían castigos reglamentados para aquella que, pasada la primera quincena, no dominara perfectamente este arte sin necesidad de más lecciones. Sobre todo les fue muy exactamente recomendado, a partir de los principios del recoleto, mantener siempre el glande descubierto durante la operación y que la segunda mano ociosa se ocupara incesantemente durante este tiempo de cosquillear los alrededores, siguiendo las diferentes fantasías de los interesados. Este proy ecto del financiero gustó a todos. La Duclos, hecha venir, aceptó el encargo y, desde aquel mismo día, preparó en su apartamento un consolador sobre el cual ellas podían ejercitar siempre su puño para mantenerlo en el tipo de agilidad requerida. Se encargó a Hercule del mismo empleo entre los muchachos, siempre mucho más diestros en este arte que las muchachas, porque solo se trata de hacer a los demás lo que ellos se hacen a sí mismos, y solo necesitaron una semana para convertirse en los más deliciosos pajilleros que era posible encontrar. Entre ellos, aquella mañana, no se encontró a nadie en falta, y como el ejemplo de Narcisse, la víspera, había hecho rechazar casi todos los permisos, solo acudieron a la capilla la Duclos, dos folladores, Julie, Thérèse, Cupidon y Zelmire. Curval empalmó mucho; se había asombrosamente excitado por la mañana con Adonis, en la visita de los muchachos, y pareció que iba a correrse, viendo actuar a Thérèse y los dos folladores, pero se contuvo. La comida transcurrió normalmente, pero el querido presidente, que bebió y disfrutó singularmente a lo largo de ella, se inflamó de nuevo a la hora del café, servido por Augustine y Michette, Zélamir y Cupidon, dirigidos por la vieja Fanchon, a la que por rareza se le había ordenado que fuera desnuda como las criaturas. De este contraste nació el nuevo furor lúbrico de Curval, y se entregó a unos cuantos extravíos de primera calidad con la vieja y Zélamir, que le valieron finalmente la pérdida de su leche. El duque, con la polla erecta, abrazaba estrechamente a Augustine; berreaba, blasfemaba, deliraba, y la pobre pequeña, totalmente temblorosa, no paraba de retroceder, como la paloma ante el ave de presa que la acecha y está a punto de capturarla. Se contentó, sin embargo, con unos cuantos besos libertinos y con darle una primera lección, a cuenta de la que debía comenzar a tomar al día siguiente. Y habiendo y a comenzado los otros dos, menos animados, sus siestas, nuestros dos campeones les imitaron, y no se despertaron hasta las seis, para pasar al salón de historias. Todos los grupos de la víspera habían cambiado, tanto los sujetos como sus trajes, y nuestros amigos, por compañeras en el canapé, tenían, el duque: Aline, hija del obispo y por consiguiente sobrina por lo menos del duque; el obispo: su cuñada Constance, mujer del duque e hija de Durcet; Durcet: Julie, hija del duque y mujer del presidente; y Curval, para despertarse y despejarse un poco: su hija Adélaïde, esposa de Durcet, una de las criaturas del mundo que más le gustaba molestar, a causa de su virtud y de su devoción. Comenzó con unas cuantas bromas de mal gusto y, habiéndole ordenado que adoptara durante toda la sesión una postura muy análoga a sus gustos, pero muy incómoda para la pobre mujer, la amenazó con todos los efectos de su cólera si se movía un solo instante. Cuando todo estaba a punto, Duclos subió a su tribuna y retomó así el hilo de su narración: « Hacía tres días que mi madre no había aparecido por casa, cuando su marido, mucho más inquieto por sus propiedades y por su dinero que por la criatura, se decidió a entrar en su habitación, donde solían guardar lo más precioso que tenían. Pero cuál no fue su asombro cuando, en lugar de lo que buscaba, solo encontró un billete de mi madre en el que le decía que se resignara respecto a la pérdida que sufría, porque estando decidida a separarse de él por siempre jamás, y no teniendo nada de dinero, era preciso que tomara todo lo que se llevaba; que, por otra parte, solo podía reprocharse a sí mismo y a sus malos tratos el que ella le abandonara, y que le dejaba dos hijas que valían muy bien lo que ella se llevaba. Pero el buen hombre estaba muy lejos de pensar que una cosa equivaliera a la otra, y la despedida que nos propinó graciosamente, rogándonos que ni siquiera durmiéramos en casa, fue la prueba evidente de que no calculaba como mi madre. Bastante poco afligidas por un cumplido que nos daba, a mi hermana y a mí, plena libertad para entregarnos a nuestras anchas a un tipo de vida que empezaba a gustarnos mucho, solo pensamos en llevamos nuestras parcas propiedades y en despedimos de nuestro querido padrastro tan rápidamente por lo menos como él se había complacido en hacerlo. Mi hermana y y o nos retiramos inmediatamente a un cuartito de los alrededores, en espera de tomar una decisión sobre nuestro destino. Allí, nuestros primeros razonamientos trotaron sobre la suerte de nuestra madre. No dudamos ni por un instante de que se encontraba en el convento, decidida a vivir secretamente con algún padre, o a hacerse mantener por él en algún rincón de los alrededores, y cultivábamos sin excesiva preocupación esta opinión, cuando un hermano del convento vino a traernos un billete que hizo cambiar nuestras conjeturas. Este billete decía en sustancia que lo mejor que podían aconsejarnos era ir, tan pronto como oscureciera, al convento, a casa del mismo padre guardián que escribía el billete; nos esperaría en la iglesia hasta las diez de la noche y nos llevaría al lugar donde estaba nuestra madre, cuy a felicidad actual y tranquilidad nos haría compartir con gusto. Nos exhortaba vivamente a no faltar, y sobre todo a ocultar nuestros pasos con el may or cuidado, porque era esencial que nuestro padrastro no supiera nada de todo lo que hacíamos, tanto por mi madre como por nosotras. Mi hermana, que en aquel entonces había alcanzado los quince años y que, por consiguiente, poseía más juicio y más inteligencia que y o, que solo tenía nueve, después de haber despedido al portador del billete y contestado que se lo pensaría, no pudo dejar de asombrarse de todas estas maniobras. “Françon”, me dijo, “no vay amos. Aquí hay algo raro. Si esta proposición fuera verdadera, ¿por qué mi madre no habría añadido un billete a este, o por lo menos no lo habría firmado? ¿Y con quién está en el convento mi madre? El padre Adrien, su mejor amigo, lleva casi tres años fuera de él. Desde entonces, ella solo visita el convento de paso y y a no tiene en él ninguna relación fija. ¿Por qué motivo habría elegido este retiro? El padre guardián no es, ni ha sido jamás, su amante. Yo sé que ella lo ha divertido dos o tres veces, pero no es un hombre para prendarse de una mujer solo por eso, pues es de lo más inconstante e incluso de lo más brutal hacia las mujeres, una vez que su capricho ha pasado. Así que ¿de dónde viene que hay a tomado tanto interés por nuestra madre? Aquí hay algo raro, te lo digo y o. A mí jamás me ha gustado este viejo guardián: es malvado, duro, brutal. Una vez me atrajo a su habitación, donde estaba con tres más, y, después de lo que me sucedió allí, juré que no volvería a poner los pies. Créeme, dejemos a todos esos frailes tunantes. Ya no puedo ocultártelo por más tiempo, Françon, tengo una conocida, y me atrevo a decir que una buena amiga: la llaman Madame Guérin. Llevo dos años frecuentándola y, durante todo este tiempo, no ha pasado una sola semana sin proporcionarme una buena sesión, pero no de esas sesiones de cuatro cuartos, como las que hacemos en el convento: no ha habido ni una de la que no hay a sacado tres escudos. Toma, ahí tienes la prueba”, prosiguió mi hermana mostrándome una bolsa en la que había más de diez luises, “y a ves que tengo de qué vivir. Bien, si quieres seguir mi consejo; haz como y o. Estoy segura de que la Guérin te recibirá; te vio hace ocho días cuando vino a buscarme para una sesión, y me encargó que te lo propusiera también y que, por joven que fueras, encontraría siempre dónde colocarte. Haz como y o, te digo, y pronto triunfaremos en nuestros negocios. Por otra parte, es todo lo que puedo decirte, pues a excepción de esta noche en que corro con tus gastos, no cuentes más conmigo, pequeña. Cada cual a lo suy o en este mundo. Yo he ganado esto con mi cuerpo y mis dedos; haz otro tanto. Y si el pudor te retiene, vete al diablo, y sobre todo no vengas a buscarme, pues después de lo que te he dicho, aunque te viera con una lengua de dos palmos de larga, no te daría ni un vaso de agua. En cuanto a mi madre, muy lejos de estar enfadada por su suerte, sea cual fuere, te insisto en que me alegro y que lo único que deseo es que la puta esté tan lejos que no vuelva a verla en toda mi vida. Yo sé lo mucho que me ha estorbado en mi oficio, y todos los buenos consejos que me daba cuando la zorra se portaba tres veces peor. ¡Amiga mía, que se la lleve el diablo y sobre todo que no la devuelva! Eso es todo lo que le deseo”. No teniendo y o, a decir verdad, el corazón más tierno, ni el alma mucho mejor puesta que mi hermana, compartí con absoluta buena fe todas las invectivas con que abrumó a tan excelente madre y, agradeciendo a mi hermana el conocimiento que me ofrecía, le prometí tanto seguirla a casa de aquella mujer como, una vez adoptada por ella, dejar de resultarle una carga. Respecto al rechazo de ir al convento, estuve de acuerdo con ella. “Si efectivamente es feliz, tanto mejor para ella”, dije; “en tal caso, nosotras también podemos serlo por nuestra parte, sin necesidad de tener que compartir su suerte. Y si se nos está tendiendo una trampa, es muy necesario evitarla”. Entonces mi hermana me abrazó. “Vamos”, dijo, “ahora veo que eres una buena chica. Vay a, vay a, estoy segura de que haremos fortuna. Yo soy bonita, y tú también: ganaremos lo que queramos, amiga mía. Pero no hay que encariñarse, recuérdalo. Hoy uno, mañana otro, hay que ser puta, hija mía, puta de alma y de corazón. Mira, en mi caso”, continuó, “ahora lo soy tanto que no hay confesión, ni cura, ni consejo, ni representación que pueda retirarme del vicio. ¡Me cago en Dios!, enseñaré mi culo en la plaza del mercado con la misma tranquilidad con que me bebería un vaso de vino. Imítame, Françon, siendo complaciente lo ganas todo de los hombres; el oficio es un poco duro al principio, pero una se acostumbra. Tantos hombres, tantos gustos; al principio, te desconciertas. Uno quiere una cosa, otro quiere otra, pero ¡qué más da!, estás ahí para obedecer, te sometes: se pasa pronto y el dinero queda”. Confieso que me sorprendía oír unas palabras tan inconvenientes en boca de una muchacha tan joven y que siempre me había parecido tan decente. Pero como mi corazón compartía su espíritu, no tardé en decirle que estaba dispuesta no solo a imitarla en todo, sino incluso a ser peor si ello era necesario. Encantada de mí, me abrazó de nuevo y, como comenzaba a ser tarde, encargamos un capón y un buen vino; cenamos y nos acostamos juntas, decididas a presentarnos a la mañana del día siguiente en casa de la Guérin y rogarle que nos admitiera entre sus pensionistas. Durante la cena mi hermana me enseñó todo lo que y o todavía ignoraba sobre el libertinaje. Se me mostró completamente desnuda, y puedo asegurar que era una de las más hermosas criaturas que había entonces en París. La piel más bella, las más agradables redondeces, y pese a ello el talle más esbelto y más interesante, los más bonitos ojos azules, y todo el resto en armonía. También me enteré del caso que le hacía la Guérin y del placer con que la entregaba a sus parroquianos quienes, jamás cansados de ella, volvían a reclamarla una y otra vez. Tan pronto como nos metimos en la cama recordamos que habíamos olvidado dar una respuesta al padre guardián, quien seguramente se irritaría por nuestra negligencia, y que convenía tratarle con consideración por lo menos mientras siguiéramos en el barrio. Pero ¿cómo reparar este olvido? Eran más de las once, y nos decidimos a dejar las cosas como estaban. Realmente el guardián se tomaba la aventura muy a pecho, y de allí era fácil presumir que trabajaba más para sí mismo que por la supuesta felicidad de que nos hablaba, pues, apenas dieron las doce, llamaron suavemente a nuestra puerta. Era el propio padre guardián. Llevaba dos horas, decía, esperándonos; al menos hubiéramos debido contestarle. Y, sentándose junto a nuestra cama, nos dijo que nuestra madre se había decidido a pasar el resto de sus días en un pequeño apartamento secreto que tenían en el convento y en el que le hacían preparar la mejor cocina del mundo, sazonada por la compañía de todos los peces gordos de la casa, que iban a pasar la mitad de su jornada con ella y con otra joven, compañera de mi madre; que solo dependía de nosotras ir a aumentar el número, pero que, como todavía éramos demasiado jóvenes para establecernos, solo nos contrataría por tres años, pasados los cuales juraba que nos devolvería nuestra libertad, amén de mil escudos para cada una; que mi madre le había encargado que nos asegurara que le causaríamos un gran placer si íbamos a compartir su soledad. “Padre”, dijo descaradamente mi hermana, “le agradecemos su proposición. Pero, a nuestra edad, no tenemos ganas de encerrarnos en un claustro para convertirnos en putas de frailes; demasiado lo hemos sido y a”. » El guardián repitió su proposición; ponía en ello un ardor y un frenesí que demostraban hasta qué punto deseaba conseguirla. Viendo al final que no lo alcanzaría, se arrojó casi enfurecido sobre mi hermana. “¡Bien, putita!”, le dijo, “satisfáceme por lo menos otra vez, antes de que me vay a”. Y, desabrochando su calzón, se montó sobre ella, que no se opuso en absoluto, persuadida de que cuanto antes le dejara satisfacer su pasión antes se lo quitaría de encima. Y el viejo verde, sujetándola por debajo de sus rodillas, sacudió un instrumento duro y bastante gordo a 4 líneas de la superficie de la cara de mi hermana. “Cara bonita”, exclamó, “¡carita bonita de puta! ¡Cómo voy a inundarte de leche! ¡Ah, me cago en Dios!” Y al instante las esclusas se abrieron, la esperma ey aculó, y todo el rostro de mi hermana, y muy especialmente la nariz y la boca, se vio cubierto por las pruebas del libertinaje de nuestro hombre, cuy a pasión quizá no se hubiera satisfecho a tan bajo coste de haber triunfado su proy ecto. El religioso, más calmado, solo pensó en escapar. Y después de arrojarnos un escudo sobre la mesa y de volver a encender su linterna, nos dijo: “Sois unas pequeñas imbéciles, unas pequeñas pordioseras, dejáis escapar vuestra suerte. Ojalá el cielo os castigue precipitándoos en la miseria y ojalá tenga y o el placer de veros allí para mi venganza: estos son mis últimos deseos”. Mi hermana, que se secaba la cara, le devolvió inmediatamente todas sus tonterías y, cerrando nuestra puerta para no volver a abrirla hasta la mañana, pasamos por lo menos el resto de la noche tranquilas. “Lo que has visto”, me dijo mi hermana, “es una de sus pasiones favoritas. Le gusta con locura correrse sobre la cara de las muchachas. Si lodo parara ahí…, bueno, pero el tunante tiene otros gustos y tan peligrosos que mucho me temo…” Pero mi hermana, vencida por el sueño, se durmió sin terminar su frase, y como el día siguiente trajo otras aventuras dejamos de pensar en aquella. Nos levantamos pronto y, tras arreglamos lo mejor que pudimos, nos trasladamos a casa de Madame Guérin. Esta heroína vivía en la Rue Soli, en un apartamento muy limpio del primer piso, que compartía con seis señoritas de dieciséis a veintidós años, todas muy lozanas y muy hermosas. Permitidme, señores, que no os las describa hasta que esto sea necesario. La Guérin, encantada del proy ecto que conducía a mi hermana a su casa, con el tiempo que hacía que la deseaba, nos recibió y nos alojó a las dos con el más vivo placer. “Por joven que vea a esta criatura”, dijo mi hermana mostrándome, “le servirá bien, se lo aseguro. Es dulce, amable, tiene muy buen carácter y el puterío más arraigado en el alma. Entre sus conocidos hay muchos libertinos que quieren niñas, aquí tiene una como la que necesitan… Empléela”. La Guérin, volviéndose hacia mí, me preguntó entonces si estaba decidida a todo. “Sí, señora”, le contesté en un tono ligeramente descarado que le encantó, “a todo, con tal de ganar dinero”. Nos presentó a nuestras nuevas compañeras de las que mi hermana y a era muy conocida y que, por amistad con ella, le prometieron cuidar de mí. Comimos todas juntas, y así fue en una palabra, señores, mi primera instalación en un burdel. » No debía pasar mucho tiempo allí sin encontrar un parroquiano. Aquella misma noche, llegó un viejo negociante, envuelto en una capa, con el que la Guérin me casó para mi estreno. “¡Oh!, al fin”, dijo presentándome al viejo libertino, “las queréis sin vello, Monsieur Duclos: os garantizo que esta no lo tiene”. “En efecto”, dijo el viejo estrafalario examinándome, “tiene un aspecto muy infantil. ¿Qué edad tienes, pequeña?” “Nueve años, Monsieur”. “Nueve años… Bien, bien, Madame Guérin, y a sabe, así es como me gustan. Y aún más jóvenes, si las tuviera: las tomaría, diantres, recién destetadas”. Y al retirarse la Guérin riéndose de la ocurrencia, nos encerraron a los dos. Entonces el viejo libertino, acercándose a mí, me besó dos o tres veces en la boca. Acompañando con una de sus manos la mía, me hizo sacar de su bragueta un instrumento que estaba de cualquier modo menos empalmado, y, actuando siempre sin hablar demasiado, me desabrochó las enaguas, me acostó sobre el canapé, me subió la blusa hasta el pecho, y montando a horcajadas sobre mis muslos, que había espatarrado al máximo, con una mano entreabría mi coñito lo más que pudo, mientras con la otra se la meneaba con todas sus fuerzas. “Mi bonito pajarito”, decía removiéndose y suspirando de placer, “¡cómo te domesticaría si aún pudiera!, pero y a no puedo; por más que haga, ni en cuatro años se pondría tiesa la bribona de mi polla. Abrete, ábrete, pequeña, ábrete bien”. Y al cabo de un cuarto de hora, por fin, vi que mi hombre suspiraba con may or fuerza. Unos cuantos “me cago en Dios” acudieron a prestar energía a sus expresiones, y noté todos los bordes de mi coño inundados por una esperma cálida y espumosa que el tunante, sin poder arrojarla al interior, se esforzaba por lo menos en hacerla penetrar con los dedos. Tan pronto como hubo acabado partió como un relámpago, y todavía estaba y o ocupada en limpiarme cuando mi galán abría y a la puerta de la calle. Tal fue el origen, señores, que me valió el apellido de Duclos: era costumbre de aquella casa que cada pupila adoptara el apellido de su primer cliente, y y o me sometí a la usanza» . « Un momento» , dijo el duque. « No he querido interrumpir hasta que no llegaras a una pausa, pero, como y a la has hecho, explícame mejor dos cosas: la primera es si tuviste noticias de tu madre y si conseguiste saber qué fue de ella, y la segunda es si las causas de la antipatía que tu hermana y tú le teníais estaban naturalmente en vosotras o si tenían alguna causa. Esto afecta a la historia del corazón humano, que es lo que trabajamos de manera especial» . « Monseñor» , contestó la Duclos, « ni mi hermana ni y o hemos tenido jamás la menor noticia de ella» . « Bien» , dijo el duque, « en tal caso está claro, ¿verdad, Durcet?» « Incontestable» , respondió el financiero. « No se puede dudar ni un momento, y fuisteis muy afortunadas de no tragar el anzuelo, porque no habríais vuelto jamás» . « Es increíble» , dijo Curval, « cómo se extiende esa manía» . « Es que es muy deliciosa, a fe mía» , dijo el obispo. « ¿Y el segundo punto?» , dijo el duque, dirigiéndose a la historiadora. « El segundo punto, monseñor, o sea el motivo de nuestra antipatía, la verdad es que me costaría mucho explicároslo; pero era tan violenta en nuestros corazones que nos confesamos recíprocamente que habríamos sido capaces de envenenarla, de no haber conseguido liberarnos de ella de otra manera. Nuestra aversión había llegado al colmo y, como ella no la provocaba en absoluto, es más que verosímil que nuestro sentimiento fuera obra de la naturaleza» . « ¿Y quién lo duda? Ocurre todos los días que ella nos inspire la inclinación más violenta hacia lo que los hombres llaman crimen, y la hubiéseis envenenado veinte veces sin que esta acción fuera otra cosa que el resultado de la inclinación que ella os había inspirado para este crimen, inclinación que os hacía notar dotándoos de una antipatía tan fuerte. Es una locura imaginar que debamos nada a la madre. ¿En qué estaría basada tal gratitud? ¿En que se ha corrido mientras la jodían? ¡Seguramente, no es para menos! Por mi parte, solo veo motivos de odio y de desprecio. ¿Nos da la felicidad al darnos la vida?… Ni mucho menos; nos arroja a un mundo lleno de escollos, y nos toca a nosotros salvarnos como podamos. Recuerdo que tuve una que me inspiraba casi los mismos sentimientos que Duclos sentía por la suy a: la aborrecía. Tan pronto como pude, la mandé al otro mundo, y en toda mi vida he saboreado una voluptuosidad más viva que cuando cerró los ojos para no volver a abrirlos» . En este momento se oy eron unos sollozos espantosos en uno de los grupos; el del duque, para ser exacto. Al mirar, vieron que la joven Sophie se fundía en lágrimas. Dotada de otro corazón que el de aquellos malvados, su conversación le devolvía a la mente el querido recuerdo de la que le había dado el día, pereciendo por defenderla cuando fue raptada, y esta idea cruel se ofrecía a su tierna imaginación con chorros de lágrimas. « ¡Ah!, ¿con que esas tenemos?» , dijo el duque, « está muy bien. Lloras por tu mamá, ¿verdad, pequeña mocosa? Acércate, acércate a que te consuele» . Y excitado el libertino, tanto por los preliminares como por las conversaciones y por el efecto que producían, mostró una polla aterradora que parecía querer correrse. Mientras tanto Marie trajo a la criatura (era la dueña de este grupo). Sus lágrimas corrían en abundancia, y el hábito de novicia, que llevaba aquel día, parecía prestar aún may or encanto a un dolor que la embellecía. Era imposible ser más bonita. « ¡Maldito sea Dios!» , dijo el duque, levantándose como un frenético, « ¡está para comérsela! Quiero hacer lo que Duclos acaba de contar: quiero embadurnarle el coño de leche… Que la desnuden» . Y todo el mundo esperaba en silencio el final de aquella pequeña escaramuza. « ¡Oh!, ¡señor, señor!» , exclamó Sophie arrojándose a los pies del duque, « ¡respetad por lo menos mi dolor! Gimo por la suerte de una madre que me fue muy querida, que murió defendiéndome y a la que no volveré a ver jamás. Tened piedad de mis lágrimas y concededme por lo menos una única noche de reposo» . « ¡Ah!, joder» , dijo el duque, manoseando su polla que amenazaba el cielo, « jamás habría creído que esta escena fuera tan voluptuosa. ¡Desnúdala, desnúdala de una vez!» , decía enfurecido a Marie, « y a debería estar desnuda» . Y Aline, que estaba en el sofá del duque, lloraba cálidas lágrimas, al igual que la tierna Adélaïde, a la que se oía gemir en el camarín de Curval que, lejos de compartir el dolor de la bella criatura, la reñía violentamente por haber abandonado la postura en que la había colocado, además de contemplar con el más vivo interés el desarrollo de esta deliciosa escena. Entre tanto desnudan a Sophie sin la menor consideración por su dolor; la colocan en la actitud que Duclos había descrito, y el duque anuncia que va a correrse. Pero ¿cómo? Lo que acababa de contar Duclos había sido ejecutado por un hombre que no empalmaba, y la ey aculación de su fláccida polla podía dirigirse adonde quería. Ahora no ocurría lo mismo: la amenazadora cabeza del instrumento del duque no quería desviarse del cielo al que parecía amenazar; hubiera sido preciso, por así decirlo, colocar a la criatura encima. No sabían cómo resolverlo, y, sin embargo, cuantos más obstáculos aparecían, más juraba y blasfemaba irritado el duque. Al fin la Desgranges acudió en su ay uda. Nada relacionado con el libertinaje era extraño para la vieja bruja. Cogió a la criatura y la colocó tan hábilmente sobre sus rodillas que, fuera cual fuese la posición del duque, la punta de su polla rozaba la vagina. Dos criadas corren a sostener las piernas de la criatura, y, si hubiera tenido que ser desvirgada, jamás la habría presentado mejor. Faltaba algo más: se necesitaba una mano diestra para hacer desbordar el torrente y dirigirlo con exactitud a su destino. Blangis no quería arriesgar la mano de una torpe criatura para una operación tan importante. « Toma a Julie» , dijo Durcet, « quedarás contento; empieza a masturbar como un ángel» . « ¡Oh, joder!» , dijo el duque, « la muy zorra lo hará mal, la conozco; basta con que y o sea su padre, tendrá un miedo espantoso» . « A fe mía que te aconsejo un muchacho» , dijo Curval, « toma a Hercule, su muñeca es flexible» . « Solo quiero a la Duclos» , dijo el duque, « es la mejor de todas nuestras pajilleras, permitidle abandonar un instante su puesto y que venga» . Duclos avanza, orgullosísima de una preferencia tan notable. Arremanga su brazo hasta el codo y, empuñando el enorme instrumento de monseñor, comienza a menearlo, la cabeza siempre descubierta, a removerlo con tanto arte, a agitarlo con unas sacudidas tan rápidas, y al mismo tiempo tan ajustadas al estado en que veía a su paciente, que al fin la bomba estalla sobre el agujero mismo que debe cubrir. Lo inunda; el duque grita, blasfema, vocifera. Duclos no se detiene; sus movimientos se determinan en razón del grado de placer que procuran. Antinoüs, convenientemente situado, hace penetrar la esperma en la vagina, a medida que fluy e, y el duque, vencido por las más deliciosas sensaciones, ve, al expirar de voluptuosidad, reblandecerse poco a poco en los dedos de su pajillera el fogoso miembro cuy o ardor acababa de inflamarlo tan poderosamente a él mismo. Se recuesta en el sofá, la Duclos regresa a su puesto, la criatura se limpia, se consuela y vuelve a su grupo, y el relato continúa, dejando a los espectadores persuadidos de una verdad de la que creo que llevaban mucho tiempo imbuidos: que la idea del crimen siempre supo inflamar los sentidos y conducirnos a la lubricidad. « Me quedé muy sorprendida» , dijo la Duclos recuperando el hilo de su discurso, « al ver que todas mis compañeras se reían al reencontrarme y me preguntaban si me había limpiado, y mil cosas más que demostraban que sabían perfectamente lo que acababa de hacer. No me dejaron largo rato en la inquietud, y mi hermana, llevándome a una habitación vecina a aquella en la que se celebraban habitualmente las sesiones y en la que y o acababa de ser encerrada, me mostró un agujero que caía a plomo sobre el canapé y por el cual se veía fácilmente todo lo que ocurría allí. Me contó que aquellas señoritas se divertían entre sí viendo por allí lo que los hombres hacían a sus compañeras y que y o era muy dueña de ir cuando quisiera, siempre que no estuviera ocupado, pues sucedía a menudo, contaba, que este respetable agujero sirviera para unos misterios de los que me instruirían en su momento y lugar. No pasé ocho días sin aprovechar este placer y, una mañana que habían venido a preguntar por una tal Rosalie, una de las rubias más hermosas que era posible ver, sentí curiosidad por observar lo que le harían. Me oculté, y he aquí la escena de que fui testigo. El hombre que estaba con ella no tenía más de veintiséis o treinta años. Tan pronto como ella entró, la hizo sentar en un taburete muy alto y destinado a esta ceremonia. Una vez que ella se sentó, él soltó todas las horquillas que sujetaban su melena e hizo flotar hasta el suelo el bosque de soberbios cabellos rubios que adornaban la cabeza de la hermosa muchacha. Sacó un peine de su bolsillo, los peinó, los desenredó, los manoseó, los besó, acompañando cada gesto de un elogio sobre la belleza de aquella cabellera que le ocupaba por completo. Sacó finalmente de su calzón una minina seca y muy tiesa que envolvió inmediatamente con los cabellos de su Dulcinea y, meneándosela en el moño, se corrió pasando la otra mano alrededor del cuello de Rosalie, y sin cesar de besarla en la boca, desenvolvió su instrumento muerto. Vi los cabellos de mi compañera totalmente pegajosos de leche; ella los limpió, los sujetó, y nuestros amantes se separaron. » Un mes después, vinieron a buscar a mi hermana para un personaje que nuestras damiselas me dijeron que fuera a mirar, porque también tenía una fantasía bastante barroca. Era un hombre de unos cincuenta años. Apenas hubo entrado, sin preliminares, sin caricias, mostró su trasero a mi hermana que, al corriente de la ceremonia, le hace agacharse sobre una cama, se apodera del viejo culo blando y arrugado, hunde sus cinco dedos en el orificio y comienza a sacudirlo con tan furiosa fuerza que la cama crujía. Mientras tanto, nuestro hombre, sin mostrar jamás otra cosa, se mueve, se zarandea, acompaña las sacudidas que recibe, se presta a todo ello con lubricidad y grita que se corre y que disfruta del may or de los placeres. La agitación había sido realmente violenta, porque mi hermana estaba empapada de sudor. Pero ¡qué episodios tan pobres y qué imaginación tan estéril! » Si bien el que me presentaron poco después no introdujo muchos detalles nuevos, por lo menos parecía más voluptuoso, y su manía, en mi opinión, poseía en may or medida el colorido del libertinaje. Era un ricachón de unos cuarenta y cinco años, pequeño, gordinflón, pero fresco y vivaracho. No habiendo encontrado todavía ningún hombre de sus gustos, mi primer gesto, tan pronto como estuve con él, fue arremangarme hasta el ombligo. Un perro al que se le muestra un palo no pone una cara más larga. “¡Eh! ¡Voto a Judas, amiga mía, dejemos tranquilo el coño, por favor!” Y al mismo tiempo baja mis faldas con may or prisa con que y o las había subido. “¡Estas putitas”, prosiguió con buen humor, “siempre empeñadas en enseñar el coño! Es posible que consigas que no me corra en toda la noche… hasta que no me hay a quitado este jodido coño de la cabeza”. Y, diciendo esto, me dio la vuelta y levantó metódicamente mi refajo por detrás. En esta postura, guiándome él mismo y manteniendo siempre mis faldas levantadas, para ver los movimientos de mi culo al caminar, me hizo acercar a la cama, sobre la que me hizo acostar de bruces. Entonces examinó mi trasero con la más minuciosa atención, protegiéndose siempre con una mano de la visión del coño que parecía temer más que el fuego. Al fin, advirtiéndome que disimulara lo más posible esta indigna parte (utilizo su expresión), manoseó con sus dos manos largo rato y lúbricamente mi trasero. Lo abría, lo cerraba, a veces le acercaba la boca, y, una o dos veces, llegué a notarla directamente apoy ada en el agujero; pero seguía sin tocarse, no mostraba nada. Sin embargo, de pronto sintió una aparente urgencia, y se preparó para el desenlace de su operación. “Echate por completo en el suelo”, me dijo, arrojando a él unos cuantos cojines, “ahí, sí, así… Las piernas espatarradas, el culo un poco empinado y el agujero lo más abierto que puedas, lo más posible”, continuó viendo mi docilidad. Y entonces, cogiendo un taburete, lo situó entre mis piernas y se sentó encima, de modo que la polla que sacó al fin del calzón y que meneó, quedó, por decirlo así, a la altura del agujero que adoraba. Entonces sus gestos se hicieron más rápidos. Con una mano se masturbaba, con la otra abría mis nalgas, y unos cuantos elogios sazonados de juramentos componían su discurso: “¡Ah, me cago en Dios, qué hermoso culo!”, exclamó, “¡qué bonito agujero, cómo voy a inundarlo!”. Cumplió su palabra. Me sentí completamente mojada; el libertino pareció aniquilado por su éxtasis. Es muy cierto que el homenaje rendido a ese templo requiere siempre más ardor que el que quema en el otro. Y se retiró después de haberme prometido que volvería a verme, y a que tan bien satisfacía sus deseos. Volvió en efecto al día siguiente, pero su inconstancia le hizo preferir a mi hermana. Fui a observarlos y vi que empleaba absolutamente los mismos procedimientos, y que mi hermana se prestaba a ello con la misma complacencia» . « ¿Tenía un hermoso culo tu hermana?» , dijo Durcet. « Un solo detalle permitirá juzgarlo, monseñor» , dijo Duclos. « Un famoso pintor, al que habían encargado pintar una Venus con bellas nalgas, la reclamó al año siguiente como modelo, después de buscar, decía, en todos los burdeles de París sin encontrar nada equivalente» . « Pero, en fin, y a que tenía quince años y aquí hay chiquillas de esta edad, compáranos su trasero» , prosiguió el financiero, « con alguno de los culos que tienes aquí a la vista» . Duclos dirigió la mirada a Zelmire y dijo que le era imposible encontrar nada que, no solo por el culo, sino también por la cara, se pareciera más desde todos los puntos de vista a su hermana. « Bueno, Zelmire» , dijo el financiero, « ven pues a mostrarme tus nalgas» . Ella estaba precisamente en su grupo. La encantadora muchacha se acerca temblando. La ponen a los pies del canapé, acostada de bruces; le levantan la grupa con unos cojines, el agujerito se ofrece por completo. El libertino, que empieza a empalmar, besa y manosea lo que se le presenta. Ordena a Julie que le masturbe; lo hace. Sus manos se pierden sobre otros objetos, la lubricidad le embriaga, su pequeño instrumento, bajo las sacudidas voluptuosas de Julie, parece endurecerse por un momento, el libertino blasfema, sale la leche, y suena la hora de la cena. Como la misma abundancia reinaba en todas las comidas, descrita una, descritas todas. Pero como casi todo el mundo se había corrido, en esta hubo necesidad de recuperar fuerzas y, por consiguiente, bebieron mucho. Zelmire, que era llamada la hermana de la Duclos, fue extraordinariamente festejada en las orgías y todo el mundo quiso besarle el culo. El obispo dejó en él leche, los otros tres volvieron a empalmar, y fueron a acostarse como la víspera, o sea cada cual con las mujeres que habían tenido en los canapés y con los cuatro folladores que no habían aparecido desde la comida. Tercera jornada l duque se levantó a las nueve. Era él quien debía comenzar a prestarse a las E lecciones que la Duclos tenía que dar a las muchachas. Se instaló en un sillón y experimentó durante una hora las diferentes caricias, masturbaciones, poluciones y posiciones diversas de cada una de las chiquillas, conducidas y guiadas por su maestra, y, como es fácil imaginar, su fogoso temperamento se sintió furiosamente excitado por tal ceremonia. Tuvo que efectuar increíbles esfuerzos para no correrse, pero, bastante dueño de sí mismo, supo contenerse y regresó triunfante a vanagloriarse de que acababa de soportar un asalto que desafiaba a sus amigos a sostener con la misma flema. Esto dio lugar a fijar unas apuestas y una multa de 50 luises impuesta a quien ey aculara durante las clases. En lugar del desay uno y de las visitas, aquella mañana se empleó en regular el cuadro de las 17 orgías proy ectadas para el final de cada semana, así como en la definitiva determinación de los desvirgamientos, que, después de haber conocido un poco más a los sujetos se consideraron con may or capacidad de decidir de lo que habría sido posible antes. Como dicho cuadro regulaba de manera decisiva todas las operaciones de la campaña, hemos creído necesario ofrecer una copia de él al lector. Nos ha parecido que, conociendo después de haberlo leído el destino de los sujetos, se interesaría más por ellos en el resto de las operaciones. Cuadro de los proyectos del resto del viaje El 7 de noviembre, término de la primera semana, se procederá desde la mañana a la boda de Michette y Giton, y los dos esposos, a quienes la edad no permite unirse, así como a los tres himeneos siguientes, serán preparados desde aquella misma noche, sin guardar esta ceremonia may or consideración que la de haber servido de distracción durante el día. Se procederá aquella misma noche a la corrección de los sujetos marcados en la lista del amigo del mes. El 14, se procederá de igual manera a la boda de Narcisse y Hébé, con las mismas cláusulas anteriores. El 21, de la misma manera, a la de Colombe y Zélamir. El 28, igualmente, a la de Cupidon y Rosette. El 4 de diciembre, debiendo haber contribuido las narraciones de la Champville a las ejecuciones siguientes, el duque desvirgará a Fanny. El 5, esta Fanny será casada con Hy acinthe, que gozará de su joven esposa delante de la asamblea. Esta será la fiesta de la quinta semana y, de noche, las correcciones habituales, porque las bodas se celebrarán por la mañana. El 8 de diciembre, Curval desvirgará a Michette. El 11, el duque desvirgará a Sophie. El 12, para celebrar la fiesta de la sexta semana, Sophie será casada con Céladon y con las mismas cláusulas que el matrimonio anterior. Lo que y a no se repetirá en los siguientes. El 15, Curval desvirgará a Hébé. El 18, el duque desvirgará a Zelmire, y el 19, para celebrar la fiesta de la séptima semana, Adonis se casará con Zelmire. El 20, Curval desvirgará a Colombe. El 25, día de Navidad, el duque desvirgará a Augustine, y el 26, para la fiesta de la octava semana, Zéphire se casará con Augustine. El 29, Curval desvirgará a Rosette, y las estipulaciones anteriores han sido tomadas para que Curval, menos dotado que el duque, tenga las más jóvenes para él. El 1 de enero, primer día en que las narraciones de la Martaine habrán permitido pensar en nuevos placeres, se procederá a las desfloraciones sodomitas en el orden siguiente: El 1 de enero, el duque enculará a Hébé. El 2, para celebrar la novena semana, habiendo sido Hébé desvirgada por delante por Curval, por detrás por el duque, será entregada a Hercule, que la disfrutará como se le mande delante de la asamblea. El 4, Curval enculará a Zélamir. El 6, el duque enculará a Michette, y el 9, para celebrar la fiesta de la décima semana, esta misma Michette, que habrá sido desvirgada por el coño por Curval, por el culo por el duque, será entregada a Brise-cul para disfrutar de ella, etc. El 11, el obispo enculará a Cupidon. El 13, Curval enculará a Zelmire. El 15, el obispo enculará a Colombe. El 16, para la fiesta de la undécima semana, Colombe, que habrá sido desvirgada por el coño por Curval y por el culo por el obispo, será entregada a Antinoüs, que disfrutará de ella, etcétera. El 17, el duque enculará a Giton. El 19, Curval enculará a Sophie. El 21, el obispo enculará a Narcisse. El 22, el duque enculará a Rosette. El 23, para la fiesta de la duodécima semana, Rosette será entregada a Bande-au-ciel. El 25, Curval enculará a Augustine. El 28, el obispo enculará a Fanny. El 30, para la fiesta de la decimotercera semana, el duque se casará con Hercule de marido y con Zéphire de esposa, y la boda se realizará, al igual que las tres siguientes, delante de todo el mundo. El 6 de febrero, para la fiesta de la decimocuarta semana, Curval se casará con Brise-cul de marido y con Adonis de esposa. El 13 de febrero, para la fiesta de la decimoquinta semana, el obispo se casará con Antinoüs de marido y con Céladon de esposa. El 20 de febrero, para la fiesta de la decimosexta semana, Durcet se casará con Bande-au-ciel de marido y con Hy acinthe de esposa. En lo que se refiere a la fiesta de la decimoséptima semana que cae el 27 de febrero, víspera del final de las narraciones, se celebrará con unos sacrificios para los que los señores se reservan in petto la elección de las víctimas. Mediante estas disposiciones, a partir del 30 de enero todos los virgos habrán caído, a excepción de los de los cuatro muchachos que los señores deben desposar como esposas y que se preservan intactos hasta entonces, a fin de hacer durar la diversión hasta el término del viaje. A medida que los objetos sean desvirgados, sustituirán a las esposas en los canapés, en las narraciones, y, de noche, al lado de los señores alternativamente a su elección, con los cuatro últimos putos, que los señores se reservan de esposas para el último mes. Tan pronto como una muchacha o un muchacho desvirgado hay a sustituido a una esposa en el canapé, esta esposa será repudiada. A partir de ese momento, caerá en el descrédito general y tendrá el mismo rango que las sirvientas. Respecto a Hébé, de doce años de edad, a Michette, de doce años de edad, a Colombe, de trece años de edad, y de Rosette, de trece años de edad, a medida que hay an sido entregadas a los folladores y vistas por ellos, caerán de igual manera en el descrédito, solo serán admitidas en las voluptuosidades duras y brutales, tendrán el mismo rango que las esposas repudiadas y serán tratadas con el más extremo rigor. Y, a partir del 24 de enero, las cuatro se encontrarán en el mismo plano a este respecto. A través de este cuadro, se ve que el duque habrá tenido los virgos de los coños de Fanny, Sophie, Zelmire y Augustine, y de los culos de Hébé, Michette, Giton, Rosette y Zéphire; que Curval habrá tenido los virgos de los coños de Michette, Hébé, Colombe y Rosette, y de los culos de Zélamir, Zelmire, Sophie, Augustine y Adonis; que Durcet, que no folla, habrá tenido el único virgo del culo de Hy acinthe, con el que se casará de esposa; y que él obispo, que solo folla en el culo, habrá tenido los virgos sodomitas de Cupidon, Colombe, Narcisse, Fanny y Céladon. Habiendo dedicado el día entero tanto a establecer estas estipulaciones como a cotillear, y no habiendo encontrado a nadie en falta, todo transcurrió sin acontecimientos hasta la hora de la narración, en la que, siendo la disposición la misma, aunque siempre variada, la célebre Duclos subió a su tribuna y reanudó en estos términos su narración de la víspera. « Un joven, cuy a manía, aunque muy poco libertina en mi opinión, no por ello dejaba de ser bastante singular, apareció en casa de Madame Guérin muy poco después de la última aventura de la que os hablé ay er. Necesitaba una nodriza joven y lozana; mamaba de sus tetas y se corría sobre los muslos de esta buena mujer mientras se atiborraba de su leche. Su polla me pareció muy mezquina y toda su persona bastante enclenque, y su ey aculación fue tan suave como su operación. » Apareció en la misma habitación otro, al día siguiente, cuy a manía os parecerá sin duda más divertida. Quería que la mujer estuviera envuelta con un velo que le ocultara herméticamente todo el pecho y toda la cara. La única parte del cuerpo que deseaba ver, y que tenía que ser absolutamente excepcional, era el culo; todo el resto le era indiferente, y cabía asegurar que se habría enfadado mucho de verlo. Madame Guérin le llevó una mujer de fuera, de una amarga fealdad y con cerca de cincuenta años de edad, pero cuy as nalgas estaban torneadas como las de Venus. Nada más hermoso podía ofrecerse a la vista. Yo quería ver esta operación. La vieja dueña, tapada como una monja, se puso inmediatamente de bruces en el borde de la cama. Nuestro libertino, hombre de unos treinta años y que me pareció ser togado, le sube las faldas por encima de los riñones, se extasía a la vista de las beldades de su gusto que se le ofrecen. Toca, abre el soberbio trasero, lo besa con ardor, e inflamando mucho más su imaginación por lo que supone que por lo que vería sin duda realmente si la mujer hubiera estado descubierta y fuera incluso bonita, cree que trata con la propia Venus, y al cabo de una carrera bastante breve, su instrumento, endurecido a fuerza de sacudidas, arroja una lluvia benigna sobre el conjunto del soberbio trasero que se expone a sus ojos. Su ey aculación fue viva e impetuosa. Estaba sentado ante el objeto de su culto; con una mano lo abría mientras que con la otra lo manchaba, y exclamó diez veces: “¡Qué hermoso culo! ¡Ah, qué delicia inundar de leche un culo semejante!”. Se levantó tan pronto como hubo terminado y desapareció sin manifestar siquiera el menor deseo de saber con quién había estado. » Un joven clérigo reclamó a mi hermana poco tiempo después. Era joven y guapo, pero apenas se le veía la pollita, de lo pequeña y blanda que era. La tendió casi desnuda sobre un canapé, se arrodilló entre sus muslos, sosteniéndole las nalgas con ambas manos y cosquilleando con una de ellas el bonito agujerito de su trasero. Durante este tiempo, acercó la boca al coño de mi hermana. Le cosquilleó el clítoris con la lengua, y lo hizo con tanta habilidad, con un uso tan acompasado y tan igual de sus dos movimientos, que en tres minutos la sumió en el delirio. Vi cómo su cabeza se inclinaba, sus ojos se extraviaban, y la bribona exclamó: “¡Ah, mi querido abate, me haces morir de placer!”. El clérigo tenía por costumbre tragar todo el licor que su libertinaje hacía derramar. Lo hizo, y meneándosela, removiéndose a su vez mientras empujaba contra el canapé sobre el que estaba mi hermana, le vi esparcir por el suelo las marcas evidentes de su virilidad. A mí me tocó al día siguiente, y puedo aseguraros, señores, que es una de las más dulces operaciones que he vivido en toda mi vida. El bribón del clérigo obtuvo mis primicias, y la primera leche que perdí fue en su boca. Más diligente que mi hermana en devolverle el placer que me daba, agarré maquinalmente su polla flotante, y mi manita le devolvió lo que su boca me hacía sentir con tanta delicia» . Aquí el duque no pudo dejar de interrumpir. Especialmente excitado por las poluciones a las que se había prestado de mañana, crey ó que este tipo de lubricidad, realizado con la deliciosa Augustine, cuy os ojos despiertos y picaros anunciaban el más precoz de los temperamentos, le haría perder una leche que picoteaba con excesiva viveza sus cojones. Ella era de su grupo, a él le gustaba bastante, le estaba destinada para la desfloración: la llamó. Aquella noche iba vestida de niña y estaba encantadora bajo su disfraz. La dueña le arremangó las faldas y la colocó en la posición que había descrito Duclos. El duque se apoderó inmediatamente de sus nalgas, se arrodilló, metió un dedo en el borde del ano cosquilleándolo suavemente, agarró el clítoris que la amable criatura tenía y a muy marcado, y lo chupó. Las languedocianas tienen temperamento, y Augustine aportó la prueba: sus bonitos ojos se animaron, suspiró, sus muslos se elevaron automáticamente, y el duque se sintió bastante contento de obtener una joven leche que fluía sin duda por primera vez. Pero nunca se obtienen dos dichas consecutivas. Hay libertinos tan encallecidos en el vicio que, cuanto más sencillo y delicado es lo que hacen, menos se excita su maldita cabeza. Nuestro querido duque era uno de ellos; tragó la esperma de la deliciosa criatura sin que la suy a quisiera salir. Viose llegar el instante, pues nada es tan inconsecuente como un libertino, el instante, digo, en que iba a acusar a la pobre y desdichada pequeña que, confusísima por haber cedido a la naturaleza, ocultaba su cabeza entre las manos e intentó regresar a su sitio. « Que traigan otra» , dijo el duque lanzando unas miradas furiosas a Augustine, « se la chuparé a todas si no consigo correrme» . Traen a Zelmire, la segunda muchacha de su grupo y que también le correspondía. Tenía la misma edad que Augustine, pero la pesadumbre de su situación cohibía en ella todas las facultades de un placer que, tal vez en otro caso, la naturaleza también le hubiera permitido saborear. La arremangan hasta mostrar dos pequeños muslos más blancos que el alabastro; enseña un pequeño pubis carnoso, cubierto de una suave pelusilla que apenas comenzaba a nacer. La colocan; obligada a ofrecerse, obedece maquinalmente, pero por mucho que el duque se esfuerce, no ocurre nada. Se incorpora furioso al cabo de un cuarto de hora y, precipitándose hacia su gabinete con Hercule y Narcisse, dice: « ¡Ah, joder! Ya veo que no es la caza que necesito» , refiriéndose a las dos muchachas, « y que solo lo conseguiré con esta» . Ignoramos cuáles fueron los excesos a que se entregó, pero al cabo de un instante se oy eron unos gritos y unos alaridos que demostraban que había alcanzado la victoria y que los muchachos eran, para una ey aculación, unos vehículos siempre mucho más seguros que las más adorables muchachas. Mientras tanto, el obispo se había encerrado igualmente con Giton, Zélamir y Bande-au-ciel, y, cuando los arrebatos de su ey aculación golpearon también los oídos, los dos hermanos que, probablemente, se habían entregado más o menos a los mismos excesos, regresaron para escuchar con may or tranquilidad el resto del relato que nuestra heroína reanudó en estos términos: « Pasaron cerca de dos años sin que aparecieran por casa de la Guérin otros personajes que personas de gustos demasiado corrientes para contároslos, o de los mismos que acabo de mencionaros, cuando me comunicaron que me arreglara y sobre todo que me lavara bien la boca. Obedecí, y bajé cuando me avisaron. Un hombre de unos cincuenta años, gordo y robusto, estaba con Guérin. “Mire, señor, ahí la tiene”, dijo. “Solo cuenta con doce años y es limpia y aseada como si saliera del vientre de su madre, puedo asegurarlo”. El cliente me examina, me hace abrir la boca, examina mis dientes, respira mi aliento y, contento de todo sin duda, entra conmigo en el templo destinado a los placeres. Nos sentamos los dos cara a cara y muy cerca. Nada tan serio como mi galán, nada más frío y más flemático. Me miraba de reojo, me inspeccionaba con los ojos semientornados, y y o no acababa de entender a dónde podía llevar todo aquello, cuando, rompiendo al fin el silencio, me dice que retenga en mi boca la may or cantidad posible de saliva. Le obedezco y, cuando considera que tengo la boca llena, se arroja con ardor a mi cuello, rodea mi cabeza con su brazo a fin de inmovilizarla y, pegando sus labios a los míos, bombea, succiona, chupa y traga con avidez todo el licor encantador que y o había almacenado y que parece colmarlo de éxtasis. Succiona mi lengua con igual furor y, tan pronto como la nota seca y descubre que y a no queda nada en mi boca, me ordena que recomience la operación. El repite la suy a, y o rehago la mía, y así ocho o diez veces consecutivas. Chupó mi saliva con tanta furia que sentí una opresión en el pecho. Creí que por lo menos algunas chispas de placer coronarían su éxtasis; me equivocaba. Su flema, que solo se alteraba un poco en los momentos de las más ardientes succiones, volvía a ser la misma cuando había terminado, y, cuando le dije que y a no podía más, volvió a mirarme de reojo, a examinarme, como había hecho al comenzar, se levantó sin decir palabra, pagó a la Guérin y se fue» . « ¡Ah, me cago en Dios, me cago en Dios!» , dijo Curval, « y o soy más afortunado que él, porque y o me corro» . Todas las cabezas se alzan, y todos ven al querido presidente haciendo a su esposa Julie, compañera aquel día en el canapé, lo mismo que Duclos acababa de contar. Había referencias de que esta pasión era bastante de su gusto, y que Julie se la satisfacía a las mil maravillas, mejor sin duda de lo que la Duclos había hecho con su galán, si hay que creer por lo menos las búsquedas que este exigía y que distan mucho de lo que el presidente deseaba. « Un mes después» , dijo Duclos, a la que habían ordenado que continuara, « traté con un mamón de una ruta absolutamente opuesta. Se trataba de un viejo cura que, después de haberme previamente besado y acariciado el trasero durante más de media hora, hundió su lengua en el agujero, la penetró, la clavó, la revolvió una y otra vez con tanto arte que casi creí sentirla en el fondo de mis entrañas. Pero este, menos flemático, abriendo mis nalgas con una mano, se masturbaba muy voluptuosamente con la otra y se corrió atray endo hacia sí mi ano con tanta violencia, cosquilleándolo tan lúbricamente, que compartí su éxtasis. Cuando terminó, examinó todavía un instante mis nalgas, miró fijamente el agujero que acababa de ensanchar, no pudo dejar de besarlo aún una vez más, y se marchó, asegurándome que volvería a reclamarme con frecuencia y que estaba muy contento de mi culo. Cumplió su palabra y, durante cerca de seis meses, me visitó tres o cuatro veces por semana para la misma operación a la que me había acostumbrado tanto que no la realizaba sin hacerme expirar de placer. Episodio, por otra parte, que creo que le resultaba bastante indiferente, pues jamás pensé que se informara o preocupara de ello. Es posible incluso, así son de raros los hombres, que tal vez le hubiera disgustado» . Aquí Durcet, a quien este relato acababa de inflamar, quiso, al igual que el viejo cura, chupar el agujero de un culo, pero no el de una muchacha. Llama a Hy acinthe: era el que más le gustaba de todos. Lo coloca, le besa el culo, le masturba la polla, se la chupa. Por el temblor de sus nervios, por el espasmo que precedía siempre a la ey aculación, parece que su miserable minina, que Aline meneaba lo mejor que podía, iba a soltar al fin su semilla, pero el financiero no era tan pródigo de su leche: ni siquiera empalmó. Piensan en cambiar de objeto, le ofrecen a Céladon y no adelanta nada. Una afortunada campana que anunciaba la cena salva el honor del financiero. « No es culpa mía» , dice riendo a sus colegas, « lo estáis viendo, estaba a punto de conseguir la victoria; esta maldita cena la retrasa. Cambiaremos de voluptuosidad, así, cuando Baco me hay a coronado, regresaré más ardiente a los combates del amor» . La cena, tan suculenta como alegre, y tan lúbrica como siempre, fue seguida de orgías en las que se cometieron muchas pequeñas infamias. Hubo muchas bocas y culos chupados, pero una de las cosas con la que más se divirtieron fue tapar la cara y el pecho de las muchachas y apostar a identificarlas examinando solo sus nalgas. El duque se equivocó varias veces, pero los tres restantes estaban tan acostumbrados a los culos que no se equivocaron ni una sola vez. Fueron a acostarse, y el día siguiente trajo nuevos placeres y algunas nuevas reflexiones. Cuarta jornada eseando los amigos poder distinguir claramente en cualquier instante del día D a aquellos jóvenes, muchachas o muchachos, cuy os virgos debían pertenecerles, decidieron hacerles llevar, en todos sus diferentes atavíos, una cinta en el pelo que indicara a quién pertenecían. Así pues, el duque adoptó el rosa y el verde, y todo lo que llevara una cinta rosa delante le pertenecería por el coño, de la misma manera que todo lo que llevara una verde detrás sería suy o por el culo. A partir de ese momento Fanny, Zelmire, Sophie y Augustine colocaron un nudo rosa a un lado de su peinado, y Rosette, Hébé, Michette, Giton y Zéphire pusieron uno verde en la parte trasera de sus cabellos, como prueba de los derechos que el duque poseía sobre sus culos. Curval eligió el negro por delante y el amarillo por detrás, de modo que Michette, Hébé, Colombe y Rosette llevaron siempre en el futuro un nudo negro delante, y Sophie, Zelmire, Augustine, Zélamir y Adonis colocaron otro amarillo en el moño. Durcet marcó a Hy acinthe con una cinta lila por detrás, y el obispo, que solo poseía cinco primicias sodomitas, ordenó a Cupidon, Narcisse, Céladon, Colombe y Fanny llevar una violeta por detrás. Jamás, vistieran lo que vistieran, debían abandonar dichas cintas, y bastaba una mirada, viendo a uno de los jóvenes con un color por delante y otro por detrás, para distinguir inmediatamente quién tenía derechos sobre su culo y quién los tenía sobre su coño. Curval, que había pasado la noche con Constance, se quejó vivamente de ella por la mañana. No se sabe muy bien a qué se referían sus quejas; basta con muy poco para disgustar a un libertino. El caso es que se disponía a incluirla en la lista de castigos del sábado próximo, cuando la buena mujer declaró que estaba embarazada, pues Curval, el único del que cabía sospechar, junto con su marido, solo la había conocido carnalmente a partir de los comienzos de esta fiesta, o sea desde hacía cuatro días. Esta noticia divirtió mucho a nuestros libertinos por las voluptuosidades clandestinas que vieron perfectamente que les proporcionaría. El duque no salía de su asombro. En cualquier caso, el acontecimiento le valió la exención de la pena que, sin eso, hubiera debido sufrir por haber disgustado a Curval. Querían dejar madurar la pera, una mujer preñada les divertía, y lo que a partir de ahí se prometían divertía aún mucho más lúbricamente su pérfida imaginación. La dispensaron del servicio de mesa, de los castigos y de algunos otros pequeños detalles que su estado no hacía y a voluptuoso verle cumplir, pero siguió obligada al canapé y a compartir hasta nueva orden el lecho de quien quisiera elegirla. Fue Durcet quien, aquella mañana, se prestó a los ejercicios de poluciones, y, como su polla era extraordinariamente pequeña, dio más trabajo a las escolares. Sin embargo trabajaron; pero el pequeño financiero, que había desempeñado toda la noche el oficio de mujer, no pudo jamás sostener el de hombre. Estuvo acorazado, intratable, y el arte de las ocho encantadoras escolares, dirigidas por la más hábil maestra, ni siquiera consiguió hacerle levantar la pilila. Salió triunfante de la prueba, y como la impotencia siempre da un poco de este humor que, en libertinaje, se llama rabieta, sus visitas fueron asombrosamente severas. Rosette entre las muchachas y Zélamir entre los muchachos fueron sus víctimas: el uno no estaba como se le había dicho que estuviera —este enigma se explicará— y la otra se había desprendido desgraciadamente de lo que se le había dicho que conservara. Solo aparecieron en los servicios públicos la Duclos, Marie, Aline y Fanny, dos folladores de segunda clase, y Giton. Curval, que aquel día empalmaba mucho, se excitó mucho con la Duclos. La comida, donde se intercambiaron frases muy libertinas, no lo calmó en absoluto, y el café, servido por Colombe, Sophie, Zéphire, y su querido amigo Adonis, acabó de abrasar su cabeza. Cogió a este último y, derribándolo sobre un sofá, le colocó blasfemando su enorme miembro entre los muslos, por detrás, y como el enorme instrumento sobresalía más de seis pulgadas por el otro lado, ordenó al muchacho que masturbara con fuerza lo que salía y él se puso a masturbar a la criatura por encima del pedazo de carne con que lo tenía ensartado. Mientras tanto, ofrecía a la asamblea un culo tan sucio como ancho, cuy o orificio impuro acabó por tentar al duque. Viendo aquel culo a su alcance, hundió en él su nervioso instrumento, sin dejar de chupar la boca de Zéphire, operación que había iniciado antes de que concibiera la idea que ejecutaba. Curval, que no esperaba semejante ataque, blasfemó de alegría. Pataleó, se ensanchó, se prestó. En aquel momento, la joven leche del encantador muchacho que él masturbaba gotea sobre la enorme cabeza de su instrumento enfurecido. La cálida leche que le moja, las reiteradas sacudidas del duque que también comenzaba a correrse, lo arrastran, lo decide todo, y unos chorros de una esperma espumosa inundan el culo de Durcet, que había ido a colocarse allí, enfrente, para que no se perdiera nada, dijo, y cuy as nalgas blancas y rollizas fueron dulcemente sumergidas por un licor encantador que él hubiera preferido en sus entrañas. Tampoco el obispo permanecía ocioso; lamía sucesivamente los agujeros de los divinos culos de Colombe y de Sophie; pero, fatigado sin duda por algunos ejercicios nocturnos, ni siquiera dio muestras de existencia y, al igual que todos los libertinos a quienes el capricho y el hastío vuelven injustos, acusó duramente a las dos deliciosas criaturas de los errores harto merecidos por su débil naturaleza. Dormitaron unos instantes y, habiendo llegado la hora de las narraciones, fueron a escuchar a la amable Duclos, que reanudó su relato de la siguiente manera: « Había habido algunos cambios en la casa de Madame Guérin» , dijo nuestra heroína. « Dos muchachas muy bonitas acababan de encontrar unos ingenuos que las mantenían y a los que engañaron como hacemos todas. Para sustituir esta pérdida, nuestra querida mamá había puesto los ojos en la hija de un tabernero de la Rue Saint-Denis, de trece años de edad y una de las criaturas más bonitas que pueda imaginarse. Pero la pequeña, tan honesta como piadosa, se resistía a todas las seducciones, cuando la Guérin, después de utilizar un procedimiento muy astuto para atraerla un día a su casa, la puso inmediatamente en manos del singular personaje cuy a manía voy a describiros. Era un eclesiástico de cincuenta y cinco o cincuenta y seis años, pero lozano y vigoroso y que no aparentaba más de cuarenta. Ningún ser en el mundo tenía un talento más singular que este hombre para arrastrar a las jóvenes al vicio y, como era su arte más sublime, lo convertía asimismo en su único y exclusivo placer. Toda su voluptuosidad consistía en desarraigar los prejuicios de la infancia, en hacer despreciar la virtud y en adornar el vicio con los más bellos colores. No descuidaba nada: cuadros seductores, promesas lisonjeras, ejemplos deliciosos, todo era puesto en práctica, todo era hábilmente compuesto, todo artísticamente proporcionado a la edad, al tipo de mente de la criatura, y jamás erraba el golpe. En solo dos horas de conversación, estaba seguro de hacer una puta de la chiquilla más honesta y más razonable, y en los treinta años que ejercía este oficio en París, como había confesado a Madame Guérin, una de sus mejores amigas, tenía catalogadas a más de diez mil muchachas seducidas y arrojadas por él al libertinaje. Prestaba tales servicios a más de quince alcahuetas y, cuando no se los pedían, emprendía investigaciones por cuenta propia, corrompía cuanto encontraba y lo enviaba después a sus dientas. Pues lo más extraordinario, y lo que hace, señores, que os cite la historia de este singular personaje, es que jamás disfrutaba del fruto de sus trabajos; se encerraba a solas con la criatura, pero de todos los recursos que le prestaban su inteligencia y su elocuencia, salía muy inflamado. Era indudable que la operación excitaba sus sentidos, pero era imposible saber dónde y cómo los satisfacía. Minuciosamente observado, jamás se le vio otra cosa que un fuego prodigioso en la mirada al final de su discurso, algunos movimientos de su mano delante de su calzón, que anunciaba una franca erección producida por la obra diabólica que cometía, y nada más. Llegó; lo encerraron con la joven tabernera. Yo lo observaba, la entrevista fue larga, el seductor puso en ella un asombroso patetismo, la criatura lloró, animóse, pareció entrar en una especie de entusiasmo. Fue el instante en que los ojos del personaje se inflamaron más y cuando observamos los gestos sobre su calzón. Poco después se levantó, la criatura le tendió los brazos como para abrazarlo, él la besó como un padre y sin poner en ello ningún tipo de lubricidad. Salió él, y tres horas después la pequeña llegó a casa de Madame Guérin con sus bultos» . « ¿Y el hombre?» , dijo el duque. « Desapareció tan pronto como hubo dado su lección» , contestó la Duclos. « ¿Sin volver para comprobar el resultado de sus trabajos?» « No, monseñor, estaba seguro; jamás le había fallado ni una» . « Un personaje muy extraordinario» , dijo Curval. « ¿Qué piensa, señor duque?» « Pienso» , respondió este, « que solo se calentaba con la seducción y que se corría en sus calzones» . « No» , dijo el obispo, « no es eso; esto no era más que un preparativo de sus excesos; al salir de allí, apuesto a que iba a consumar otros may ores» . « ¿May ores?» , dijo Durcet. « ¿Y qué voluptuosidad más deliciosa hubiera podido buscar que la de disfrutar de su propia obra, y a que era su maestro?» « ¡Bueno!» , dijo el duque, « creo que lo he adivinado; esto, como dice, no era más que un preparativo: se calentaba la cabeza corrompiendo muchachas, y se iba a encular muchachos… Apuesto a que era bujarrón» . Preguntaron a la Duclos si tenía alguna prueba de lo que allí se suponía, y si no seducía también a chiquillos. Nuestra historiadora contestó que no tenía prueba alguna de ello y, pese a la afirmación muy verosímil del duque, todos quedaron en suspenso respecto al carácter del extraño predicador, y después de que acordaran unánimemente que su manía era realmente deliciosa, pero que había que consumar la obra o hacer algo peor después, la Duclos retomó así el hilo de su narración: « Al día siguiente de la llegada de nuestra joven novata, que se llamaba Henriette, apareció un lascivo fantasioso que nos unió, a ella y a mí, a las dos, a trabajar juntas. Este nuevo libertino no tenía más placer que el de contemplar por un agujero todas las voluptuosidades un poco extrañas que sucedían en una habitación contigua. Le gustaba sorprenderlas y encontraba así en los placeres de los demás un divino alimento a su lubricidad. Le pusieron en la habitación de que os he hablado y a la que y o iba con tanta frecuencia, al igual que mis compañeras, a espiar, para divertirme, las pasiones de los libertinos. Me destinaron a entretenerle mientras él fisgara, y la joven Henriette pasó al otro apartamento con el mamón del agujero del culo del que os hablé ay er. La pasión muy voluptuosa de aquel libertino era el espectáculo que se quería ofrecer al fisgón, y para excitarle más, y conseguir que su escena fuera más cálida y de visión más agradable, se le previno de que la muchacha que se le daba era una novata y que celebraba con él su primera sesión. Bastó para convencerle fácilmente el aspecto pudoroso e infantil de la pequeña tabernera. Así que él se portó de lo más caliente y de lo más lúbrico posible en sus ejercicios libidinosos, que estaba muy lejos de creer observados. En cuanto a mi hombre, con el ojo pegado al agujero, una mano en mis nalgas, la otra en su polla que meneaba poco a poco, parecía regular su éxtasis de acuerdo con el que sorprendía. “¡Ah, qué espectáculo!”, decía de vez en cuando… “¡Qué bonito culo tiene esta chiquilla y qué bien lo besa el tipo!” Habiéndose corrido finalmente el amante de Henriette, el mío me tomó en sus brazos y, después de haberme besado un momento, me dio la vuelta, me magreó, me besó y lamió lúbricamente el trasero y me inundó las nalgas con las muestras de su virilidad» . « ¿Masturbándose él mismo?» , dijo el duque. « Sí, monseñor» , replicó la Duclos, « y masturbándose una polla, os lo aseguro, que por su pequeñez increíble no vale ni la pena mencionarse» . « El personaje que apareció a continuación» , prosiguió Duclos, « tal vez no merecería aparecer en mi lista, de no haberme parecido digno de citároslo por la circunstancia, en mi opinión bastante singular, que unía a sus placeres, en sí bastante simples, y que os mostrará hasta qué punto el libertinaje degrada en el hombre todos los sentimientos de pudor, de virtud y de honestidad. Este no quería fisgar, quería que le fisgaran a él. Y, sabiendo que había hombres cuy a fantasía consistía en sorprender las voluptuosidades de los demás, rogó a la Guérin que ocultara a un hombre semejante y que le ofreciera el espectáculo de sus placeres. La Guérin llamó al hombre que y o había divertido unos días antes en el agujero, y sin decirle que el hombre que iba a espiar sabía perfectamente que sería espiado, lo que habría turbado sus voluptuosidades, le hizo creer que sorprendería a sus anchas el espectáculo que se le iba a ofrecer. El fisgón fue encerrado en la habitación del agujero con mi hermana y y o pasé con el otro. Se trataba de un joven de veintiocho años, guapo y lozano. Enterado del lugar del agujero, se colocó despreocupadamente frente a él y me hizo poner a su lado. Le masturbé. Tan pronto como empalmó, se levantó, enseñó su polla al fisgón, se volvió, mostró su culo, me arremangó, enseñó el mío, se arrodilló ante él, me masturbó el ano con la punta de su picha, lo abrió bien, lo enseñó todo con deleite y exactitud y se corrió masturbándose él mismo, mientras me mantenía arremangada por detrás delante del agujero, de modo que el que lo ocupaba en aquel momento decisivo veía a un tiempo mis nalgas y la polla enfurecida de mi amante. Si este se deleitó, Dios sabe lo que sintió el otro. Mi hermana dijo que estaba en el séptimo cielo y que confesaba no haber sentido jamás tanto placer, y en todo eso sus nalgas quedaron por lo menos tan inundadas como lo habían sido las mías» . « Si el joven tenía una hermosa polla y un hermoso culo» , dijo Durcet, « había motivos para tener una buena ey aculación» . « Pues tuvo que ser deliciosa» , dijo la Duclos, « y a que su polla era muy larga, bastante gorda y su culo tan suave, tan rollizo, tan bellamente formado, como el del propio Amor» . « ¿Abriste sus nalgas?» , dijo el obispo, « ¿mostraste su agujero al fisgón?» « Sí, monseñor» , dijo la Duclos, « él mostró el mío, y o presenté el suy o, lo ofrecía de la manera más lúbrica del mundo» . « He presenciado una docena de escenas como esta en mi vida» , dijo Durcet, « que me han costado profusión de leche. Las hay pocas más deliciosas: me refiero a las dos, pues tan bonito es sorprender como querer serlo» . « Un personaje que tenía más o menos los mismos gustos» , continuó la Duclos, « me llevó a las Tullerías unos meses después. Quería que fuera a buscar hombres y que los masturbara exactamente delante de sus narices, en medio de un montón de sillas entre las cuales se había ocultado; y después de haber masturbado así a siete u ocho, se sentó en un banco de una de las avenidas más concurridas, arremangó mis faldas por detrás, mostró mi culo a los transeúntes, sacó su polla al aire y me ordenó que le masturbara delante de todo el mundo, cosa que, aunque fuera de noche, provocó un escándalo tal que, cuando soltó cínicamente su leche, había más de diez personas rodeándonos, y nos vimos obligados a escapar para que no nos pasara nada. » Cuando le conté a la Guérin nuestra historia, se rio y me dijo que había conocido a un hombre en Ly on, donde los muchachos desempeñan el oficio de rufianes, un hombre, digo, cuy a manía era por lo menos igual de extraña. Se disfrazaba como los alcahuetes, él mismo buscaba clientes a dos putas que pagaba y mantenía para eso, después se ocultaba en un rincón para ver desarrollarse el trabajo que, dirigido por la puta que él contrataba para ello, no dejaba de mostrarle la polla y las nalgas del libertino que ella trataba, única voluptuosidad que complacía a nuestro falso alcahuete y que tenía el arte de hacerle correrse» . Habiendo terminado aquella noche la Duclos su relato muy temprano, emplearon el resto de la velada, antes del momento del servicio, en algunas lubricidades especiales; y como tenían la cabeza recalentada por el cinismo, prescindieron del gabinete y todos se divirtieron delante de los demás. El duque hizo desnudar por completo a la Duclos, la hizo agacharse, apoy ada en el respaldo de una silla, y ordenó a la Desgranges que lo masturbara a él sobre las nalgas de su compañera, de modo que la cabeza de su polla rozara a cada sacudida el agujero del culo de la Duclos. Añadieron a este unos cuantos episodios más que el orden de las materias todavía no nos permite desvelar, pero el caso es que el agujero del culo de la historiadora fue completamente regado y el duque, muy bien servido y rodeado por todos lados, se corrió con unos aullidos que demostraron hasta qué punto se había calentado su cabeza. Curval se hizo follar, el obispo y Durcet, por su parte, hicieron con uno y otro sexo cosas muy extrañas, y se sirvió la cena. Después de la cena, se bailó. Los 16 jóvenes, cuatro folladores y las cuatro esposas pudieron formar tres contradanzas, pero todos los actores de este baile iban desnudos, y nuestros libertinos, acostados negligentemente en los sofás, se divertían deliciosamente con todas las diferentes bellezas que les ofrecían sucesivamente las diversas actitudes que la danza les obligaba a adoptar. Tenían a su lado a las historiadoras, que les masturbaban con may or o menor rapidez en proporción al may or o menor placer que sentían, pero, agotados por las voluptuosidades del día, nadie se corrió, y cada cual fue a buscar en la cama las fuerzas necesarias para entregarse el día siguiente a nuevas infamias. Quinta jornada ue Curval quien, aquella mañana, se prestó a las masturbaciones de la F escuela, y como las muchachas comenzaban a hacer progresos, le costó mucho esfuerzo resistir a las sacudidas multiplicadas, a las posturas lúbricas y variadas de las ocho encantadoras chiquillas. Pero como quería reservarse, abandonó el lugar, desay unaron, y aquella mañana decidieron que los cuatro jóvenes amantes de los señores, a saber: Zéphire, favorito del duque, Adonis, amado de Curval, Hy acinthe, amigo de Durcet, y Céladon, del obispo, serían a partir de entonces admitidos en todas las comidas al lado de sus amantes, en cuy o dormitorio se acostarían regularmente todas las noches, favor que compartirían con las esposas y los folladores; cosa que dispensó de una ceremonia que se solía hacer, como es sabido, por la mañana, y que consistía en que los cuatro folladores que no se habían acostado trajeran a cuatro muchachos. Vinieron solos y, cuando los señores pasaban al apartamento de los muchachos, solo les recibían con las ceremonias prescritas los cuatro que quedaban. El duque, que desde hacía dos o tres días se había encaprichado de la Duclos, cuy o culo le parecía soberbio y agradable su conversación, exigió que también ella se acostara en su dormitorio, y, habiendo triunfado este ejemplo, Curval admitió también en la suy a a la vieja Fanchon, que le enloquecía. Los dos restantes esperaron todavía algún tiempo antes de ocupar esta cuarta plaza de favor en sus apartamentos por la noche. Se decidió aquella misma mañana que los cuatro jóvenes amantes que acababan de elegir llevarían como atuendo normal, siempre que no estuvieran obligados a sus disfraces, como en los grupos, llevarían, digo, el traje y el atavío que voy a describir. Era una especie de pequeño sobretodo ceñido, ligero, suelto como un uniforme prusiano, pero infinitamente más corto y llegando únicamente a la mitad de los muslos; este pequeño sobretodo, abrochado en el pecho y en los faldones como todos los uniformes, debía ser de satén rosa forrado de tafetán blanco, las vueltas y las bocamangas eran de satén blanco y, debajo, había una especie de chaqueta corta o chaleco, también de satén blanco al igual que el calzón; pero este calzón estaba abierto en forma de corazón por detrás, desde la cintura, de modo que pasando la mano por esta rendija se tocaba el culo sin la menor dificultad; solo la cerraba un gran nudo de tela y, cuando se quería tener a la criatura completamente desnuda por aquella parte, bastaba con deshacer el nudo, que era del color elegido por el amigo a quien pertenecía el virgo. Sus cabellos, descuidadamente alborotados con algunos rizos por los lados, caían absolutamente libres y flotantes por detrás, sujetos únicamente con una cinta del color prescrito. Unos polvos muy perfumados y de un color entre el gris y el rosa coloreaban su cabellera. Sus cejas muy cuidadas y habitualmente pintadas de negro, junto con un ligero toque de colorete en sus mejillas, acababan de provocar el estallido de su belleza; llevaban la cabeza desnuda; una media de seda blanca con las esquinas bordadas de rosa cubría su pierna que un zapato gris, atado con un gran nudo rosa, calzaba agradablemente. Una corbata de gasa de color crema voluptuosamente anudada armonizaba con una pequeña chorrera de encaje, y, viéndolos así a los cuatro, podía asegurarse que era imposible, sin lugar a dudas, ver algo más encantador en todo el mundo. A partir del momento en que fueron así prohijados, todos los permisos del tipo de los que a veces se concedían por la mañana fueron absolutamente denegados, y se les concedió por otra parte tantos derechos sobre las esposas como tenían los folladores: pudieron maltratarlas a su antojo, no solo en las comidas, sino también en todos los restantes momentos del día, seguros de que jamás serían castigados. Cumplidas estas ocupaciones, se procedió a las visitas habituales. La bella Fanny, a la que Curval había mandado decir que se encontrara en determinado estado, se encontró en el estado contrario (lo que sigue nos explicará todo esto); fue anotada en el cuaderno de las correcciones. En los muchachos, Giton había hecho lo que estaba prohibido hacer; se le marcó de igual manera. Y después de cumplir las funciones de la capilla, que ofrecieron poquísimos sujetos, se sentaron a la mesa. Fue la primera comida servida en que fueron admitidos los cuatro amantes. Cada uno de ellos se sentó al lado de quien le amaba, quien tenía a este a su derecha y a su follador favorito a la izquierda. Los encantadores pequeños invitados alegraron la comida; los cuatro eran muy simpáticos, de una gran dulzura, y y a comenzaban a adaptarse al tono de la casa. El obispo, muy animado aquel día, no paró de besar a Céladon durante casi toda la comida y, como la criatura debía formar parte del grupo que servía el café, salió un poco antes de los postres. Cuando monseñor, con la sangre caliente, volvió a verle completamente desnudo en el salón contiguo, y a no se retuvo. « ¡Me cago en Dios!» , dijo totalmente encendido, « y a que no puedo encularle, le haré por lo menos lo que Curval hizo ay er a su puto» . Y, apoderándose de la criatura, diciendo esto lo acostó de bruces y le pasó la polla por los muslos. El libertino estaba en las nubes, el vello de su polla frotaba el lindo agujero que tanto le habría gustado perforar; con una mano sobaba las nalgas del delicioso Amorcillo, y con la otra le masturbaba la polla. Pegaba su boca a la de la hermosa criatura, absorbía el aire de su pecho, tragaba su saliva. El duque, para excitarlo con el espectáculo de su libertinaje, se colocó delante de él examinando el agujero del culo de Cupidon, el segundo de los muchachos que servían el café aquel día. Curval se acercó para que viera cómo se hacía masturbar por Michette, y Durcet le ofreció las nalgas abiertas de Rosette. Todo contribuía a procurarle el éxtasis al que se veía que aspiraba; llegó, sus nervios se estremecieron, sus ojos se inflamaron; habría resultado espantoso para cualquiera que no conociera qué efectos horribles tenía sobre él la voluptuosidad. Al fin soltó la leche y corrió sobre las nalgas de Cupidon, al que en el último momento se ocuparon de colocar debajo de su amiguito, para recibir unas muestras de virilidad que, sin embargo, no le correspondían. Llegó la hora de las narraciones, y se arreglaron. Por una disposición bastante singular tomada aquel día, todos los padres tenían a su propia hija en sus canapés, nadie se escandalizó, y la Duclos prosiguió en estos términos: « Como no me habéis exigido, señores, que os haga una descripción exacta de lo que me sucedió día a día en casa de Madame Guérin, sino únicamente de los acontecimientos un poco singulares que pudieron señalar alguno de aquellos días, pasaré por alto varias anécdotas poco interesantes de mi infancia, que solo os ofrecerían unas repeticiones monótonas de lo que y a habéis oído, y os diré que acababa de alcanzar mis dieciséis años, no sin una grandísima experiencia del oficio que practicaba, cuando me tocó en suerte un libertino cuy a fantasía cotidiana merece ser referida. Era un grave presidente, con cerca de cincuenta años de edad, y que, si debo creer a Madame Guérin, que me dijo conocerlo desde hacía muchos años, practicaba regularmente todas las mañanas la fantasía con la que me dispongo a entreteneros. Su alcahueta habitual, que acababa de retirarse, lo había recomendado antes a los cuidados de nuestra querida madre, y precisamente conmigo se estrenó en su casa. Se situaba a solas en el agujero del que os he hablado. En mi habitación, que correspondía a este agujero, se encontraba un mozo de cuerda o un saboy ano, un hombre del pueblo en fin, pero limpio y sano; era todo lo que deseaba: la edad y el rostro no le importaban. Bajo su mirada, y lo más cerca posible del agujero, comencé a masturbar al buen palurdo, este al corriente de lo que iba a ocurrir y a quien le parecía muy agradable ganar así un dinero. Después de haberme prestado sin ninguna restricción a todo lo que el buen hombre podía desear de mí, le hice correrse en un platillo de porcelana y, abandonándole allí tan pronto como hubo soltado la última gota, pasé precipitadamente a la otra habitación. Mi hombre me espera allí extasiado, se arroja sobre el platillo, engulle la leche bien caliente; suelta la suy a; con una mano colaboro a su ey aculación, con la otra recibo preciosamente lo que cae y, a cada chorro, llevando rapidísimamente mi mano a la boca del libertino y, lo más ágil y lo más hábilmente que puedo, le hago tragar su leche a medida que la desparrama. Eso era todo. No me tocó ni me besó, ni me arremangó las faldas, y, levantándose de su sillón con tanta flema como calor acababa de mostrar, cogió su bastón y se retiró, diciendo que y o masturbaba muy bien y que había comprendido perfectamente sus gustos. A la mañana siguiente, trajeron a otro hombre, pues así como la mujer había que cambiarlo todos los días. Ofició mi hermana; salió contento para repetir al día siguiente; y, durante todo el tiempo que he pasado en casa de Madame Guérin, ni una sola vez le vi olvidar esta ceremonia a las nueve en punto de la mañana, sin que jamás arremangara a una sola muchacha, aunque llegaran a mostrarle algunas encantadoras» . « ¿Quería ver el culo del mozo de cuerda?» , dijo Curval. « Sí, monseñor» , contestó la Duclos, « había que procurar, cuando se divertía al hombre cuy a leche comía, hacerle dar vueltas y más vueltas, y también era preciso que el palurdo hiciera dar vueltas a la muchacha en todos los sentidos» . « ¡Ah! Ahora lo entiendo» , dijo Curval, « si no, no lo entendía» . « Poco después» , prosiguió Duclos, « vimos llegar al serrallo a una mujer de unos treinta años, bastante bonita, pero pelirroja como Judas. Al principio creímos que era una nueva compañera, pero ella no tardó en desengañarnos diciendo que solo venía para una sesión. El hombre a quien le estaba destinada esta nueva heroína llegó pronto por su cuenta. Era un gran financiero de bastante buen aspecto, y la singularidad de su gusto, puesto que a él se destinaba una mujer que sin duda nadie más hubiera querido, esta singularidad, digo, me dio muchísimas ganas de ir a observarles. Tan pronto como estuvieron en la misma habitación, la mujer se desnudó por completo y nos mostró un cuerpo muy blanco y muy rollizo. “¡Vamos, salta, salta!”, le dijo el financiero, “acalórate, sabes perfectamente que quiero que sudes”. Y y a tenéis a la pelirroja haciendo cabriolas, corriendo por la habitación, saltando como una cabritilla, y nuestro hombre examinándola mientras se masturba, y todo ello sin que y o consiguiera adivinar todavía el objetivo de la aventura. Cuando la criatura estuvo empapada de sudor, se acercó al libertino, alzó un brazo y le dio a oler el sobaco, cuy os pelos chorreaban de sudor. “¡Ah, eso, eso es!”, dijo nuestro hombre contemplando enardecido aquel brazo pegajoso bajo su nariz, “¡qué aroma, me encanta!” Después, arrodillándose ante ella, olió y respiró de igual manera en el interior de la vagina y en el agujero del culo, pero volvía siempre a los sobacos, bien porque esta parte le gustara más, bien porque encontrara ahí más husmo; siempre era ahí donde su boca y su nariz se dirigían con may or celo. Finalmente una polla bastante larga, aunque poco gruesa, polla que llevaba meneando vigorosamente desde hacía más de una hora sin éxito alguno, comienza a alzar la cabeza. La mujer se coloca, el financiero acude por detrás a hundirle su picha bajo la axila, ella aprieta el brazo, estrechando notablemente, por lo que me parece, aquel espacio. Mientras tanto, a juzgar por su actitud, disfrutaba de la visión y del aroma del otro sobaco; se adueña de él, hunde ahí toda su verga y se corre lamiendo y devorando esta parte que le proporciona tanto placer» . « ¿Y era preciso» , dijo el obispo, « que esta criatura fuera totalmente pelirroja?» « Sí, del todo» , dijo la Duclos. « Vos no ignoráis, monseñor, que esas mujeres tienen en esta parte un husmo infinitamente más violento, y el sentido del olfato era sin duda aquel que, una vez zaherido por unas cosas fuertes, mejor despertaba en él los órganos del placer» . « De acuerdo» , continuó el obispo, « pero me parece, ¡caramba!, que y o habría preferido husmear a esa mujer en el culo que olería debajo de los brazos» . « ¡Ah, ah!» , dijo Curval, « los dos tienen sus atractivos, y os aseguro que si lo hubierais probado habríais visto que es muy delicioso» . « ¿Eso quiere decir, señor presidente» , dijo el obispo, « que ese guiso también os divierte?» « Pero es que y o lo he probado» , dijo Curval, « y, añadiéndole unas cuantas cosas, os afirmo que nunca ha sido sin correrme» . « ¡Bien!, me imagino esos añadidos. ¿Verdad que olía el culo?…» , replicó el obispo. « Bueno, bueno» , interrumpió el duque. « No le obligue a confesarse, monseñor; nos contaría cosas que todavía no debemos escuchar. Sigue, Duclos, y no dejes que esos charlatanes te pisen el terreno» . « Hacía más de seis semanas» , continuó nuestra narradora, « que la Guérin prohibía absolutamente a mi hermana que se lavara y exigía de ella, por el contrario, que se mantuviera en el estado más sucio y más impuro posible, sin que adivináramos sus motivos, cuando llegó finalmente un viejo verde granujiento que, como si estuviera medio borracho, preguntó groseramente a Madame si la puta estaba bien sucia. “¡Oh!, respondo de ello”, dijo la Guérin. Les juntan, les encierran, y o corro al agujero, y nada más llegar veo a mi hermana a horcajadas, desnuda, sobre una gran tinaja llena de vino de Champaña, y allí nuestro hombre, provisto de una gran esponja, la limpiaba, la inundaba, recogiendo con cuidado hasta las menores gotas que caían de su cuerpo o de su esponja. Hacía tanto tiempo que mi hermana no se había lavado ninguna parte de su cuerpo, pues incluso se habían opuesto firmemente a que se limpiara el trasero, que el vino no tardó en adquirir un color oscuro y sucio y verosímilmente un olor que no debía de ser muy agradable. Pero, cuanto más se corrompía este licor con las porquerías de que se llenaba, más gustaba a nuestro libertino. Lo saborea, lo encuentra delicioso, se hace con un vaso y, en media docena de grandes tragos, engulle el vino asqueroso y putrefacto en el que acaba de lavar un cuerpo cubierto desde hace tanto tiempo de porquerías. Cuando ha bebido, agarra a mi hermana, la pone de bruces en la cama y le vomita en las nalgas y en el agujero bien abierto los chorros del impúdico semen que hacían hervir los impuros detalles de su asquerosa manía. » Pero otra, mucho más marrana todavía, debía ofrecerse inmediatamente a mis miradas. Teníamos en la casa a una de esas mujeres llamadas recaderas, en términos de burdel, y cuy o oficio consiste en correr noche y día para levantar nueva caza. Esta criatura, con más de cuarenta años de edad, unía a unos encantos muy marchitos y que jamás habían sido muy seductores, el asqueroso defecto de unos pies apestosos. Este era exactamente el tipo que convenía al marqués de ***. Llega, le presentan a Dame Louise (así se llamaba la heroína), la encuentra deliciosa, y tan pronto como la tiene en el santuario de los placeres, la hace descalzar. Louise, a la que habían recomendado que no se cambiara de medias ni de zapatos durante más de un mes, ofrece al marqués un pie infecto que hubiera hecho vomitar a cualquiera: pero era precisamente lo que este pie tenía de sucio y de asqueroso lo que inflamaba a nuestro hombre. Lo coge, lo besa con ardor, su boca separa sucesivamente cada dedo y su lengua recoge con el más vivo entusiasmo en cada intersticio esa mugre negruzca y hedionda que la naturaleza deposita allí y que el escaso cuidado de uno mismo multiplica. No solo la chupa con la boca, sino que la engulle, la saborea, y la leche que pierde masturbándose en este momento es la prueba inequívoca del excesivo placer que le procura» . « ¡Ah!, eso sí que no lo entiendo» , dijo el obispo. « Veo que tendré que encargarme de hacérselo comprender» , dijo Curval. « ¡Cómo!, ¿le gusta eso? …» , dijo el obispo. « Mírenme» , dijo Curval. Se levantan, le rodean, ven al increíble libertino, que reunía todos los gustos de la más crapulosa lujuria, abrazando el asqueroso pie de Fanchon, de la sucia y vieja criada descrita anteriormente, y extasiándose de lujuria al chuparlo. « Yo sí que entiendo todo esto» , dijo Durcet, « basta con sentirse hastiado para comprender todas esas infamias; la saciedad las inspira el libertinaje, que las pone en práctica inmediatamente. Estamos cansados de lo sencillo, la imaginación se despecha, y la mediocridad de nuestros medios, la debilidad de nuestras facultades, la corrupción de nuestra mente, nos conducen a tales abominaciones» . « Esta era sin duda la historia» , dijo la Duclos volviendo a su discurso, « del viejo comendador Carrières, uno de los mejores clientes de la Guérin. Solo quería mujeres taradas, o por el libertinaje, o por la naturaleza, o por la mano de la justicia. Solo las aceptaba, en una palabra, tuertas, ciegas, cojas, jorobadas, tullidas, mancas, desdentadas, con algunos miembros mutilados, o azotadas y marcadas, o claramente mancilladas por algún otro acto de la justicia, y todo ello siempre de la edad más madura. Le habían ofrecido, en la escena que y o sorprendí, una mujer de cincuenta años, marcada como ladrona pública y que, además, era tuerta. Esta doble degradación le pareció un tesoro. Se encierra con ella, la hace desnudarse, besa con arrebato en sus hombros los signos evidentes de su envilecimiento, chupa con ardor cada surco de una llaga que él llamaba honorable. Hecho esto, todo su entusiasmo se trasladaba al agujero del culo, entreabrió sus nalgas, besó deliciosamente el marchito agujero que contenían, lo chupó largo rato y, volviendo a montar a horcajadas sobre la espalda de la mujer, frotó con su polla las marcas que traía de la justicia, elogiándola por haber merecido este triunfo; e, inclinándose sobre su trasero, consumó el sacrificio besando de nuevo el altar al que acababa de tributar un tan prolongado homenaje y derramando una leche abundante sobre las marcas halagadoras con las que tanto se había calentado» . « Me cago en Dios» , dijo Curval, a quien la lubricidad enloquecía aquel día, « ved, amigos míos, ved, por esta polla empalmada, hasta qué punto me calienta el relato de esta pasión» . Y llamando a la Desgranges: « Ven, bollera impura» , le dijo, « ven, tú que te pareces tanto a la que acaban de describir, ven a procurarme el mismo placer que ella dio al comendador» . La Desgranges se acerca, Durcet, amigo de estos excesos, ay uda al presidente a desnudarla. Al principio, ella pone algunos reparos; no se la creen, la riñen por ocultar una cosa que la hará más querida por la sociedad. Finalmente, aparece su espalda marcada y muestra, con una V y una M, que ha sufrido dos veces la infamante operación cuy os vestigios inflaman, sin embargo, de manera tan absoluta los impúdicos deseos de nuestros libertinos. El resto del cuerpo gastado y marchito, el culo de tafetán abigarrado, el agujero infecto y ancho que aparece en el centro, la mutilación de una teta y de tres dedos, la pierna corta que la hace cojear, la boca desdentada, todo ello excita y estimula a nuestros dos libertinos. Durcet la chupa por delante, Curval por detrás, y mientras que unos objetos de la may or belleza y de la más extrema frescura se encuentran allí bajo sus ojos, dispuestos a satisfacer sus más pequeños deseos, será con lo que la naturaleza y el crimen han infamado, han mareado, con el objeto más sucio y más asqueroso, con lo que nuestros dos extasiados libertinos saborearán los más deliciosos placeres… Y después de esto, ¡que me expliquen al hombre! Los dos parecen disputarse aquel cadáver anticipado, como dos dogos encarnizados sobre una carroña, y después de haberse entregado a los más sucios excesos, escupen al final su leche y, pese al agotamiento en que este placer les sume, quizás hubieran recomenzado de nuevo al instante, aun en el mismo tipo de crápula y de infamia, si la hora de la cena no sonara para advertirles de que debían ocuparse de nuevos placeres. El presidente, desesperado por haber perdido su leche, y que en tales casos solo se reanimaba mediante unos excesos de comida y de bebida, se atiborró como un auténtico cerdo. Quiso que el pequeño Adonis masturbara a Bande-au-ciel, y le hizo tragar la leche, e, insatisfecho de esta última infamia que fue ejecutada inmediatamente, se levantó, dijo que su imaginación le sugería unas cosas mucho más deliciosas y, sin dar may ores explicaciones, arrastró consigo a Fanchon, Adonis y Hercule, fue a encerrarse en el saloncito del fondo y solo reapareció en el momento de las orgías; pero en un estado tan brillante que todavía fue capaz de entregarse a mil horrores más, a cual más singular, pero que el orden esencial que nos hemos propuesto no nos permite describir todavía a nuestros lectores. Fueron a acostarse, y Curval, el inconsecuente Curval, que teniendo aquella noche a la divina Adélaïde, su hija, por reparto, podía pasar con ella la más deliciosa de las noches, fue hallado a la mañana del día siguiente echado sobre la repugnante Fanchon, con la que había perpetrado nuevos horrores toda la noche, mientras que Adonis y Adélaïde, privados de su cama, estaban, el uno en una camita muy alejada, y la otra en el suelo sobre un colchón. Sexta jornada e correspondía a monseñor presentarse a las masturbaciones; se presentó. Si L las discípulas de la Duclos hubieran sido hombres, es más que probable que monseñor no hubiera resistido. Pero una pequeña hendidura en la parte inferior del vientre era un furioso agravio a sus ojos y, aunque las mismas Gracias le hubieran rodeado, habría bastado el ofrecimiento de esta maldita hendidura para calmarle. Así que resistió como un héroe; creo incluso que ni siquiera empalmó, y las operaciones continuaron. Era fácil ver que sentía el may or de los deseos de descubrir a las ocho muchachas en culpa, a fin de procurarse al día siguiente, que era el funesto sábado de corrección, a fin de procurarse, digo, en aquel momento, el placer de castigarlas a las ocho. Ya tenían seis; la dulce y bella Zelmire fue la séptima, y, a decir verdad, ¿lo había merecido, o el placer de la corrección que se proponían con ella predominaba sobre la auténtica equidad? Dejamos el caso sobre la conciencia del honesto Durcet y nos limitamos a narrar. Una bellísima dama vino también a engrosar la lista de los delincuentes: era la tierna Adélaïde. Durcet, su esposo, decía que quería dar ejemplo perdonándole menos que a otra, y había sido a él mismo a quien ella acababa de faltar. La había llevado a un determinado lugar, donde los servicios que ella debía prestarle después de ciertas funciones no eran nada limpios. No todo el mundo es tan depravado como Curval y, aunque ella fuera su hija, no compartía en absoluto sus gustos. O bien ella se resistió, o bien se portó mal, o quizá no fue más que una rabieta por parte de Durcet: el caso es que fue apuntada en el libro de las penitencias, con gran regocijo de la asamblea. Resultando improductiva la visita a los muchachos, pasaron a los placeres secretos de la capilla, placeres tan picantes y tan singulares que llegaban a negar a los que pedían ser admitidos en ellos el permiso de contribuir a proporcionarlos. Aquella mañana solo se vio allí a Constance, dos folladores subalternos, y Michette. En la comida, Zéphire, de quien cada vez estaban más contentos tanto por los encantos que parecían embellecerle más día a día como por el libertinaje voluntario al que llegaba, Zéphire, digo, insultó a Constance quien, aunque no sirviera, aparecía siempre de todos modos en el almuerzo. La llamó fabricante de niños y le dio unos cuantos manotazos en el vientre para enseñarle, decía, a aovar con su amante, después besó al duque, lo acarició, le masturbó un momento la polla, y supo calentarlo tan bien que Blangis juró que no acabaría la tarde sin que le empapara de leche. Y el chiquillo le provocaba, dijo que le desafiaba a hacerlo. Como estaba de servicio en el café, salió a los postres y apareció desnudo para servir al duque. En el instante en que abandonó la mesa, este, muy animado, se estrenó con algunas travesuras; le chupó la boca y la polla, lo colocó en una silla ante él, con el trasero a la altura de la boca, y lo lamió durante un cuarto de hora de esta manera. Al final su polla se amotinó, levantó su cabeza altiva, y el duque vio que el homenaje exigía finalmente alabanzas. Sin embargo, todo estaba prohibido, a excepción de lo que había hecho la víspera. Así que el duque decidióse a imitar a sus colegas. Tumba a Zéphire sobre un canapé, le hunde su instrumento en los muslos, pero sucede lo que le había sucedido a Curval: el instrumento sobresale seis pulgadas. « Haz lo que y o hice» , le decía Curval, « masturba a la criatura sobre tu polla, riega tu glande con su leche» . Pero al duque le pareció más divertido enfilar dos a la vez. Ruega a su hermano que le encaje allí a Augustine; se la pegan, las nalgas contra los muslos de Zéphire, y el duque, follando por así decirlo a la vez a una muchacha y a un muchacho, para introducir todavía una may or lubricidad, masturba la polla de Zéphire sobre las bonitas nalgas redondas y blancas de Augustine y las inunda con la tierna leche infantil que, como es fácil imaginar, excitada por una cosa tan linda, no tarda en manar copiosamente. Curval, que encontró el caso divertido y que veía el culo del duque entreabierto, y como suspirando por una polla como lo están todos los culos de los bujarrones en los momentos en que su polla empalma, acudió a devolverle lo que de él había recibido la antevíspera, y el querido duque recién comenzaba a sentir las voluptuosas sacudidas de esta intromisión cuando su leche, saliendo casi al mismo tiempo que la de Zéphire, fue a inundar de revés los bordes del templo cuy as columnas regaba Zéphire. Pero Curval no se corrió y, retirando del culo del duque su instrumento orgulloso y nervioso, amenazó al obispo, que se masturbaba de la misma manera entre los muslos de Giton, con hacerle experimentar la suerte que acababa de hacer sufrir al duque. El obispo le desafía, se entabla el combate; el obispo es enculado y perderá deliciosamente entre los muslos de la bonita criatura que acaricia una leche libertina tan voluptuosamente provocada. Mientras tanto Durcet, benévolo espectador, a quien solo le quedaban Hébé y la dueña, aunque casi borracho como una cuba, no perdía el tiempo y se entregaba silenciosamente a unas infamias que todavía estamos obligados a mantener bajo velo. Al fin llegó la calma, se durmieron, y llegando las seis de la tarde para despertar a nuestros actores, se dirigieron a los nuevos placeres que les preparaba la Duclos. Aquella noche, los grupos habían pasado de un sexo a otro: todas las muchachas de marineros y todos los muchachos de modistillas. El efecto fue encantador; nada inflama tanto la lubricidad como este pequeño trueque voluptuoso: gusta encontrar en un muchachito lo que le hace parecerse a una chiquilla, y la muchacha es mucho más interesante cuando adopta, para gustar, el sexo que se desearía que tuviera. Aquel día, cada cual tenía a su mujer en el canapé; se felicitaron recíprocamente por un orden tan religioso y, como todo el mundo estaba preparado para escuchar, la Duclos reanudó, como se verá, la continuación de sus lúbricas historias. « Había en casa de Madame Guérin una ramera de unos treinta años, rubia, un poco llenita, pero singularmente blanca y lozana. La llamaban Aurore; tenía la boca encantadora, los dientes hermosos y la lengua voluptuosa, pero, quien lo diría, fuera defecto de educación o debilidad de estómago, aquella boca adorable tenía el vicio de dejar escapar en todo instante una cantidad prodigiosa de gases; y sobre todo cuando había comido mucho, pasaba a veces una hora entera sin dejar de soltar unos eructos que habrían hecho girar un molino. Es muy cierto que no hay un solo defecto que no encuentre un secuaz, y esta hermosa mujer, debido precisamente a él, tenía uno de los más ardorosos. Era un sabio y serio doctor de la Sorbona que, cansado de demostrar sin provecho alguno la existencia de Dios en las aulas, venía a veces al burdel para convencerse de la de la criatura. Avisaba previamente, y aquel día Aurore comía hasta reventar. Curiosa ante esta devota entrevista, vuelo al agujero, y reunidos mis amantes, después de algunas caricias preliminares, dirigidas todas ellas a la boca, veo que nuestro retórico deposita delicadamente a su querida compañera en una silla, se sienta enfrente y, abandonándole sus reliquias en el estado más deplorable en las manos, le dice: “Muévete, muévete, pequeña: tú conoces los medios de sacarme de este estado de languidez; utilízalos pronto, te lo ruego, pues tengo prisa en gozar”. Aurore, con una mano, recoge el fofo instrumento del doctor, con la otra le coge la cabeza, pega su boca a la de él, y y a la tenéis vomitándole en la mandíbula unos sesenta eructos, uno tras otro. Nada puede describir el éxtasis del servidor de Dios. Estaba en el séptimo cielo, respiraba, tragaba todo lo que le arrojaban, diríase que se hubiera sentido desolado de perder el más leve aliento, y, durante este tiempo, sus manos se extraviaban por el seno y bajo los refajos de mi compañera. Pero estos manoseos eran solo episódicos: el objeto único y capital era aquella boca que le colmaba de suspiros. Al fin su polla, hinchada por los cosquilleos voluptuosos que esta ceremonia le hacía sentir, descarga finalmente en la mano de mi compañera, y se marcha afirmando que jamás ha sentido tanto placer. » Un hombre más extraordinario me exigió, cierto tiempo después, una particularidad que no merece ser pasada en silencio. Aquel día la Guérin me había hecho comer casi a la fuerza, tan copiosamente como días antes había visto engullir a mi compañera. Se había preocupado de que me sirvieran todo lo que ella sabía que más me gustaba, y después de contarme, al levantarnos de la mesa, todo lo que había que hacerle al viejo libertino con el que ella iba a unirme, me hizo tragar inmediatamente tres granos de emético en un vaso de agua caliente. Llega el viejo verde; era un habitual del burdel al que y a había visto muchas veces con nosotras, sin preocuparme demasiado de lo que venía a hacer. Me abraza, hunde una lengua sucia y repelente en mi boca, que acaba por completar con su hedor el efecto del vomitivo. Ve que mi estómago se altera, entra en éxtasis: “¡Valor, pequeña!”, exclamaba, “¡valor!, no desperdiciaré ni una gota”. Al corriente de lo que tenía que hacer, lo siento en un canapé, apoy o su cabeza sobre uno de los bordes. Él tenía los muslos abiertos; desabrocho su calzón, me apodero de un instrumento corto y fofo que no anuncia erección alguna, lo sacudo, abre la boca. Mientras lo masturbó, y soporto los manoseos de sus manos impúdicas que se pasean por mis nalgas, le arrojo a quemarropa en la boca toda la incompleta digestión de la comida que hacía vomitar el emético. Nuestro hombre está en el séptimo cielo, se extasía, traga, busca él mismo en mis labios la impura ey aculación que le embriaga, no pierde ni una gota y, cuando cree que la operación va a terminar, provoca su continuación con unos cosquilleos de su lengua; y su polla, aquella minina que apenas toco, por lo abrumada que me siento por mi crisis, esa polla que sin duda solo se calienta con tales infamias, se hincha, se y ergue y deja llorando bajo mis dedos la prueba no sospechosa de las impresiones que esta porquería le procura» . « ¡Ah!, me cago en Dios» , dijo Curval, « esta sí que es una pasión deliciosa, pero todavía podría ser refinada» . « ¿Y cómo?» , dice Durcet con una voz entrecortada por los suspiros de la lubricidad. « ¿Cómo?» , dice Curval, « ¡ah!, me cago en Dios, con la elección de la mujer y de los manjares» . « De la mujer… ¡Ah!, y a entiendo, tú querrías allí una Fanchon» . « ¡Ah!, sin duda» . « ¿Y los manjares?» , prosiguió Durcet mientras Adélaïde lo masturbaba. « ¿Los manjares?» , replicó el presidente, « ¡ah, carajo!, obligándole a devolverme lo que y o habría acabado de entregarle de la misma manera» . « O sea» , continuó el financiero cuy a cabeza comenzaba a trastornarse por completo, « ¿que le vomitarías en la boca, que ella tendría que tragarlo y después devolvértelo?» « Exactamente» . Y precipitándose los dos a su gabinete, el presidente con Fanchon, Augustine y Zélamir, Durcet con la Desgranges, Rosette y Bande-au- ciel, se vieron obligados a esperar cerca de media hora para continuar los relatos de Duclos. Al fin reaparecieron. « Acabas de hacer porquerías» , le dijo el duque a Curval, que fue el primero en regresar. « Algunas» , dijo el presidente, « es la felicidad de mi vida, y, por lo que a mí se refiere, solo aprecio la voluptuosidad en lo que tiene de más sucio y más repulsivo» . « Pero, por lo menos, ¿se ha derramado leche?» « Ni una gota» , dijo el presidente, « ¿acaso crees que me parezco a ti y que tengo, como tú, leche que perder a cada minuto? Dejo esas hazañas para ti y para los vigorosos campeones como Durcet» , prosiguió al verle entrar, casi sin poder sostenerse de agotamiento. « Es cierto» , dijo el financiero, « no he conseguido resistirme. Esta Desgranges es tan marrana tanto por lo que dice como por lo que hace, se presta con tanta facilidad a todo lo que uno quiere…» « Vamos, Duclos» , dijo el duque, « prosigue, pues si no le quitamos de una vez la palabra, el pequeño indiscreto nos contará todo lo que ha hecho, sin pensar en lo horrible que resulta jactarse así de los favores recibidos de una mujer bonita» . Y la Duclos, obediente, continuó así su historia: « Ya que a estos señores les gustan tanto las extravagancias» , dijo nuestra historiadora, « lamento que no hay an contenido por un instante su entusiasmo, porque me parece que su efecto habría sido más eficaz a partir de lo que todavía me resta por contaros esta noche. Lo que el señor presidente ha pretendido que faltaba para perfeccionar la pasión que acabo de contar se encontraba al pie de la letra en la siguiente. Lamento que no me hay a dado tiempo a acabarla. El viejo presidente de Saclanges ofrece al pie de la letra las singularidades que el señor de Curval parecía desear. Habían elegido, para hacerle frente, a la decana de nuestro cabildo. Era una mujerona alta y robusta, de unos treinta y seis años, granujienta, borracha, blasfema, con modales de verdulera o de pescadera, aunque, por otra parte, bastante bonita. Llega el presidente; les sirven la cena; ambos se emborrachan hasta perder el sentido, ambos vomitan en la boca del otro, ambos engullen y se devuelven mutuamente lo que se prestan. Caen finalmente sobre los restos de la cena, sobre las porquerías con que acaban de regar el suelo. Entonces me mandan a mí, pues mi compañera y a no tenía conocimiento ni fuerzas. Era, sin embargo, el momento importante del libertino. Lo encuentro en el suelo, con la polla tiesa y dura como una barra de hierro; empuño el instrumento, el presidente balbucea y blasfema, me atrae hacia él, chupa mi boca y ey acula como un toro dando vueltas y vueltas y sin cesar de revolcarse sobre sus inmundicias. » Aquella misma mujer nos ofreció poco después el espectáculo de una fantasía por lo menos tan sucia. Un grueso fraile, que le pagaba muy bien, se colocó a horcajadas sobre su vientre; los muslos de mi compañera estaban totalmente espatarrados, y atados a unos pesados muebles para que no pudieran moverse. En esta actitud, sirvieron varios manjares sobre el bajo vientre de la mujer, en crudo y sin ningún plato. El buen hombre agarra los pedazos con la mano, los hunde en el coño abierto de su Dulcinea, los revuelve una y otra vez y solo los come después de haberlos impregnado por completo de las sales que la vagina le proporciona» . « He aquí una manera de comer completamente nueva» , dijo el obispo. « Y que no os gustaría nada, ¿verdad, monseñor?» , dijo Duclos. « ¡No, voto a Dios!» , contestó el servidor de la Iglesia, « no me gusta tanto el coño como para eso» . « ¡Bien!» , continuó nuestra historiadora, « escuchad, pues, la historia con la que voy a cerrar mis narraciones de esta noche. Estoy convencida de que os divertirá más» . « Llevaba y a ocho años en casa de Madame Guérin. Acababa de cumplir los diecisiete, y durante todo aquel tiempo no había pasado un solo día sin ver llegar regularmente todas las mañanas a un cierto recaudador de impuestos con el que tenían las may ores consideraciones. Era un hombre que tendría entonces unos sesenta años, gordo, pequeño y bastante parecido desde todos los puntos de vista al señor Durcet. Tenía su misma frescura y sus mismas carnes. Necesitaba cada día una muchacha nueva, y las de la casa solo le servían como último recurso o cuando la de fuera faltaba a la cita. El señor Dupont, así se llamaba nuestro financiero, era tan difícil en la elección de las muchachas como en sus gustos. No quería en absoluto que la muchacha fuera una puta, a menos que no hubiera más remedio, tal como acabo de contar: era preciso que fueran obreras, dependientas, sobre todo de tiendas de modas. La edad y el color estaban igualmente regulados: las quería rubias, entre los quince y los dieciocho años, ni más ni menos, y por encima de todas estas cualidades era preciso que tuvieran el culo torneado y de una limpieza tan excepcional que el mínimo grano en el agujero se convertía en un motivo de exclusión. Cuando eran vírgenes, les pagaba doble. Aquel día esperaban para él a una joven encajera de dieciséis años, cuy o culo pasaba por modélico; pero él no sabía que este era el regalo que querían hacerle, y como la joven mandó recado diciendo que no podía librarse aquella mañana de sus padres y que no la esperaran, la Guérin, que sabía que Dupont no me había visto nunca, me ordenó inmediatamente que me vistiera de burguesa, que tomase un coche de punto al final de la calle y que me presentara en la casa un cuarto de hora después de que Dupont hubiera entrado, interpretando bien mi papel y haciéndome pasar por una aprendiz de modas. Pero, por encima de todo, lo más importante que debía cumplir era llenarme inmediatamente el estómago de una media libra de anís, detrás de la cual me tragué un gran vaso de un licor balsámico que ella me dio y cuy o efecto debía ser el que oiréis inmediatamente. Todo salía perfectamente bien; disponíamos afortunadamente de unas cuantas horas, con lo cual nada falló. Llego con un aspecto totalmente ingenuo. Me presentan al financiero que comienza por mirarme atentamente, pero, como y o me comportaba con la más escrupulosa atención, no pudo descubrir nada en mí que desmintiera la historia que le vendían. “¿Es virgen?”, dijo Dupont. “No por ahí”, dijo la Guérin poniendo la mano sobre mi vientre, “pero por el otro lado y o respondo”. Y mentía impúdicamente. Daba igual, nuestro hombre se lo crey ó, y esto era lo que hacía falta. “Arremánguela, arremánguela”, dijo Dupont. Y la Guérin levantó mis faldas por detrás, inclinándome un poco sobre ella, y así descubrió al libertino el templo entero de su homenaje. Lo examina, toca un instante mis nalgas, sus dos manos las abren y, satisfecho sin duda de su examen, dice que el culo está bien y que le contentará. Después me hace unas cuantas preguntas sobre mi edad, sobre el oficio que desempeño, y satisfecho de mi supuesta inocencia, y del aire de ingenuidad que adopto, me hace subir a su apartamento, pues poseía uno propio en casa de la Guérin, donde solo entraba él y no podía ser observado desde ningún lugar. Tan pronto como hubimos entrado, cierra con cuidado la puerta y, después de examinarme un instante más, me pregunta en un tono y un aire bastante brutal, actitud que mantuvo todo el tiempo, me pregunta, digo, si es cierto que jamás me han follado por el culo. Como estaba en mi papel ignorar una expresión semejante, me la hice repetir, explicándole que no le entendía, y cuando, con sus gestos, me hizo comprender lo que quería decir de una manera que no había más remedio que entenderle, le contesté con un aire de honor y de pudor que me sentiría muy molesta si alguna vez me hubiera prestado a semejantes infamias. Entonces me dice que me quite solamente las faldas, y tan pronto como le hube obedecido, dejando que mi blusa siguiera ocultando la parte delantera, la levantó por detrás cuanto pudo por debajo de mi corsé, y como al desnudarme se había caído mi pañoleta, y mi pecho quedó totalmente descubierto, se enfadó. “¡Que el diablo se lleve las tetas!”, exclamó. “¡Eh!, ¿quién os pide tetas? Es lo que más me irrita de todas esas criaturas: siempre la impúdica manía de enseñar las tetazas”. Y apresurándome a cubrirlas me acerqué a él como para pedirle excusas, pero al ver que le mostraba la parte delantera por la actitud que iba a adoptar, se enfureció de nuevo: “¡Eh!, quédate de una vez tal como te pongo, me cago en Dios”, dijo, cogiendo mis caderas y colocándome de modo que solo le presentara el culo, “quédate así, ¡diablos! Quiero tan poco tu coño como tus pechos: lo único que necesito es tu culo”. Y al mismo tiempo se levantó y me llevó al borde de la cama, sobre la que me instaló medio boca abajo, sentándose después en una silla muy baja entre mis piernas, de modo que su cabeza se hallara a la altura exacta de mi culo. Sigue examinándome un instante más y, descontento todavía del resultado, se levanta para colocarme un cojín bajo el vientre, cosa que aún hacía sobresalir más mi culo; se sienta de nuevo, me mira, y todo ello con sangre fría, con la flema del libertinaje consciente. Al cabo de un momento, se apodera de mis dos nalgas, las abre, acerca su boca abierta al agujero, sobre el cual la pega herméticamente, e inmediatamente, obedeciendo la orden que he recibido y la urgente necesidad que sentía, le suelto en el fondo de su gaznate el pedo más ruidoso que debe haber recibido en toda su vida. Se aparta furioso. “¿Cómo es posible, pequeña insolente?”, me dijo, “¿cómo te atreves a peerte en mi boca?” Y vuelve a colocarla inmediatamente. “Sí, señor”, le dije, soltando una segunda ventosidad, “así trato y o a los que me besan el culo”. “¡Bien!, ¡péate, péate pues, tunanta!, y a que no puedes aguantarte, pea cuanto quieras y puedas”. A partir de este momento y a no me contengo, nada puede expresar la necesidad de soltar ventosidades que me dio la droga que había tomado; y nuestro hombre, extasiado, los recibe a veces en la boca y otras en las narices. Al cabo de un cuarto de hora de semejante ejercicio, se echa finalmente en un canapé, me atrae hacia él, siempre con mis nalgas sobre su nariz, me ordena que le masturbe en esta posición, sin abandonar un ejercicio con el que siente tan divinos placeres. Suelto pedos, le masturbó, meneo una minina blanducha poco más larga y poco más gruesa que el dedo; a fuerza de sacudidas y de pedos, el instrumento acaba por ponerse tieso. El aumento del placer de nuestro hombre, el instante de su crisis, me es anunciado por un redoblamiento de iniquidad por su parte. Es su propia lengua la que provoca ahora mis pedos; ella es la que se clava en el fondo de mi ano, como para provocar las ventosidades, quiere que las lance sobre ella, disparata, para que se pierda la cabeza, y su pequeño y miserable instrumento acaba por regar tristemente mis dedos con siete u ocho gotas de una esperma clara y pardusca que le devuelven por fin a la razón. Pero, como en su caso la brutalidad servía tanto para fomentar el extravío como para reemplazarlo apresuradamente, apenas me dio tiempo de vestirme. Gruñía, refunfuñaba, en una palabra, me ofrecía la imagen odiosa del vicio cuando ha satisfecho su pasión y esta inconsecuente grosería que, tan pronto como el prestigio, ha caído, intenta vengarse mediante el menosprecio del culto usurpado por los sentidos» . « He aquí a un hombre que me gusta más que todos los anteriores» , dijo el obispo… « ¿Y sabes si a la mañana siguiente tuvo su pequeña novicia de dieciséis años?» « Sí, monseñor, la tuvo, y al otro una virgen de quince años, aún más bonita. Como pocos hombres pagaban tanto, pocos había tan bien servidos» . Habiendo excitado esta pasión unas cabezas tan acostumbradas a los desórdenes de este tipo y recordándoles un gusto que celebraban unánimemente, no quisieron esperar más para llevarlo a la práctica. Cada uno cogió lo que pudo y pilló un poco de todas partes. Llegó la cena; la sazonaron con casi todas las infamias que acababan de escuchar; el duque emborrachó a Thérèse y la hizo vomitar en su boca; Durcet hizo peerse a todo el serrallo y recibió más de sesenta a lo largo de la velada. Curval, a quien se le ocurría todo tipo de extravagancias, dijo que quería celebrar sus orgías a solas y se encerró en el saloncito del fondo con Fanchon, Marie, la Desgranges y treinta botellas de vino de Champaña. Tuvieron que llevarse a los cuatro: los encontraron nadando en las olas de sus porquerías y al presidente dormido, con la boca pegada a la de la Desgranges, que seguía vomitando. Los otros tres, en unos géneros semejantes o diferentes, habían hecho por lo menos otro tanto; habían pasado igualmente sus orgías bebiendo, habían emborrachado a sus putos, les habían hecho vomitar, habían hecho peerse a las muchachas, habían hecho de todo y, de no ser por la Duclos que había conservado el juicio, había puesto todo en orden y los llevó a acostarse, es más que probable que la Aurora de los dedos de rosa, al entreabrir las puertas del palacio de Apolo, los hubiera encontrado sumidos en sus inmundicias, más parecidos a cerdos que a hombres. Necesitados únicamente de descanso, cada uno se acostó a solas y fue a buscar en el seno de Morfeo un poco de fuerzas para el día siguiente. Séptima jornada os amigos se despreocuparon de prestarse una hora cada mañana a las L lecciones de la Duclos. Fatigados de los placeres de la noche, temerosos, además, de que esta operación no les hiciera perder su leche tan de mañana, y pensando también que esta ceremonia les hastiaba demasiado pronto respecto a unas voluptuosidades y unos objetos que estaban interesados en mimar, decidieron que cada mañana uno de los folladores ocupara su lugar. Efectuaron las visitas. Solo faltaba una muchacha para que los ocho tuvieran que sufrir la corrección: era la hermosa e interesante Sophie, acostumbrada a respetar todos sus deberes. Por ridículos que pudieran parecerle, ella los respetaba, pero Durcet, que había prevenido a su guardiana Louison, supo hacerla caer tan bien en la trampa que fue declarada culpable y apuntada por consiguiente en el libro fatal. La dulce Aline, examinada igualmente de muy cerca, fue también estimada culpable, y, con ello, la lista de la noche quedó, pues, compuesta por las ocho muchachas, dos esposas y cuatro muchachos. Cumplimentadas estas tareas, solo pensaron en ocuparse de la boda que debía celebrar la fiesta proy ectada para el final de la primera semana. Aquel día no se concedió ningún permiso de necesidades públicas en la capilla, monseñor se revistió de pontifical, y se dirigieron al altar. El duque, que representaba al padre de la muchacha, y Curval, que representaba al del muchacho, condujeron respectivamente a Michette y a Giton. Ambos iban extraordinariamente ataviados en traje de calle, pero en sentido contrario, o sea que el chiquillo iba de muchacha y la muchacha de muchacho. Desgraciadamente, nos vemos obligados, por el orden que nos hemos prescrito para las materias, a retrasar todavía por algún tiempo el placer que sentiría sin duda el lector en conocer los detalles de esta ceremonia religiosa; pero llegará sin duda un momento en que podamos desvelárselos. Pasaron al salón y, mientras esperaban la hora de la comida, nuestros cuatro libertinos, encerrados a solas con la encantadora parejita, les hicieron desnudarse y les obligaron a cometer juntos cuantas ceremonias matrimoniales les permitía su edad, a excepción, sin embargo, de la introducción del miembro viril en la vagina de la muchacha, cosa que habría podido hacerse y a que el muchacho empalmaba muy bien, y que no se permitió, a fin de que nada marchitara una flor destinada a otros usos. Pero, por el resto, les dejaron tocarse y acariciarse; la joven Michette manchó a su maridito, y Giton, con la ay uda de sus amos, masturbó muy bien a su mujercita. Ambos, sin embargo, empezaban a sentir con harta claridad la esclavitud en la que estaban para que la voluptuosidad, incluso la que su edad les permitía sentir, pudiera nacer en su pequeño corazón. Comieron; los dos esposos participaron del festín, pero, en el café, habiéndose excitado con ellos, los desnudaron, como estaban Zélamir, Cupidon, Rosette y Colombe, que servían el café aquel día. Y, como la jodienda entre muslos se había puesto de moda en aquel momento del día, Curval se apoderó del marido, el duque de la mujer, y les enmuslaron a los dos. El obispo, que desde que había tomado el café se ensañaba con el culo encantador de Zélamir, lo chupaba y lo hacía peer, no tardó en enfilarlo de la misma manera, mientras Durcet castigaba con sus pequeñas marranadas predilectas el culo encantador de Cupidon. Nuestros dos principales atletas no se corrieron y, apoderándose inmediatamente, el uno de Rosette y el otro de Colombe, las enfilaron por detrás y entre los muslos de la misma manera que acababan de hacer con Michette y Giton, ordenando a las encantadoras criaturas que masturbaran con sus bonitas manitas, y de acuerdo con las instrucciones recibidas, las monstruosas puntas de polla que sobresalían más allá de su vientre; y, mientras tanto, los libertinos manoseaban a su antojo los agujeros de los frescos y deliciosos culos de sus pequeñas propiedades. Nadie, sin embargo, derramó leche; se sabía que aquella noche había un trabajo delicioso y se refrenaron. A partir de aquel momento, se esfumaron los derechos de los jóvenes esposos, y su matrimonio, aunque efectuado con todas las de la ley, no fue más que un juego. Cada uno de ellos se reintegró a los grupos a que estaban destinados, y fueron a escuchar a la Duclos, que prosiguió así su historia: « Un hombre, más o menos de los mismos gustos que el financiero que concluy ó mis relatos de anoche, comenzará, si les parece bien, señores, los de hoy. Era un relator del Consejo de Estado de unos sesenta años y que unía a la singularidad de sus fantasías la de querer únicamente mujeres más viejas que él. La Guérin le ofreció una vieja celestina, amiga suy a, cuy as nalgas arrugadas parecían un viejo pergamino útil para humedecer el tabaco. Este era, sin embargo, el objeto que debía servir a los homenajes de nuestro libertino. Se arrodilla delante de aquel culo decrépito, lo besa amorosamente; se le ventosea en la nariz, él se extasía, abre la boca, hace otro tanto, su lengua va a buscar con entusiasmo las blandas ventosidades que le sueltan. No puede resistir al delirio a que lo arrastra tal operación. Saca de su calzón un miembrecillo tan viejo, pálido y arrugado como la divinidad a la que ofrenda. “¡Ah!, ¡péate, péate, amiga mía!”, exclama masturbándose con todas sus fuerzas, “pea, mi corazón, solo de tus pedos espero y o el desencantamiento de este instrumento enmohecido”. La alcahueta insiste, y el libertino, ebrio de voluptuosidad, pierde entre las piernas de su diosa dos o tres desdichadas gotas de esperma a las que debía todo su éxtasis» . ¡Oh terrible efecto del ejemplo! ¿Quién lo hubiera dicho? En el mismo instante, y como si se hubieran puesto de acuerdo, nuestros cuatro libertinos llaman a su lado a las dueñas de sus grupos. Se apoderan de sus viejos y feos culos, solicitan unos pedos, los obtienen, y están a punto de ser tan felices como el relator del Consejo, si el recuerdo de los placeres que les aguardan en las orgías no les contuviera. Pero los recuerdan, se paran ahí, despiden a sus Venus, y la Duclos continúa: « Insistiré poco sobre la siguiente, señores» , dijo la amable mujer; « y a sé que entre vosotros tiene pocos seguidores, pero, tomo me ordenasteis que lo dijera todo, obedezco. Un hombre muy joven y muy buen mozo tuvo la fantasía de lamerme el coño con mis reglas. Yo estaba acostada de espaldas, con los muslos abiertos; él, arrodillado delante de mí, me eh upaba levantando mis lomos con ambas manos para tener el coño más a su alcance. Tragó tanto la leche como la sangre, pues lo hizo con tanta destreza y era tan guapo que me corrí. Se masturbaba, estaba en el séptimo cielo, parecía que nada en el mundo pudiera ocasionarle tanto placer, y la ey aculación más cálida y más ardiente, hecha sin dejar de operar, no tardó en convencerme de que así era. Al día siguiente vio a Aurore, poco después a mi hermana, y en un mes nos pasó revista a todas, después de lo cual hizo sin duda lo mismo en todos los demás burdeles de París. » Estaréis de acuerdo, señores, en que esta fantasía no es, sin embargo, más extraña que la de un hombre, antiguo amigo de la Guérin y al que ella había servido largo tiempo, de quien nos aseguró que toda su voluptuosidad consistía en comer embriones y abortos. Le avisaban cada vez que una pupila se encontraba en tal situación; acudía y engullía el embrión extasiándose de voluptuosidad» . « Yo conocí a ese hombre» , dijo Curval, « su existencia y sus gustos son la cosa más cierta del mundo» . « De acuerdo» , dijo el obispo, « pero lo que es tan cierto como la existencia de vuestro hombre es que y o no lo imitaré» . « ¿Y por qué no?» , dijo Curval. « Estoy convencido de que eso puede producir una ey aculación, y si Constance quiere dejarme, y a que se dice que está preñada, le prometo que le haré salir a su señor hijo antes de tiempo y que me lo comeré como una sardina» . « ¡Oh!, es harto sabido vuestro horror por las mujeres preñadas» , contestó Constance, « sabemos que os librasteis de la madre de Adélaïde porque quedó embarazada por segunda vez y, si Julie quiere hacerme caso, que tenga cuidado» . « Es muy cierto» , dijo el presidente, « que no me gusta la paternidad, y que, cuando la bestia está preñada, me inspira una furiosa repugnancia, pero suponer que y o maté a mi mujer por tal motivo es algo que podría llevarte a engaño. Entérate, zorra, más que zorra, de que no necesito ningún motivo para matar a una mujer, y sobre todo a una vaca como tú a la que impediría hacer su becerro si me pertenecieras» . Constance y Adélaïde se echaron a llorar, y esta circunstancia comenzó a desvelar el odio secreto que el presidente sentía por la encantadora esposa del duque, quien, muy lejos de defenderla en esta discusión, contestó a Curval que debía saber que le gustaba la paternidad tan poco como a él y que, si bien Constance estaba preñada, todavía no había parido. Aquí las lágrimas de Constance redoblaron; estaba en el canapé de Durcet, su padre, quien, por todo consuelo, le dijo que, si no se callaba inmediatamente, la echaría pese a su estado a puntapiés en el culo. La pobre desdichada ocultó en su corazón afligido las lágrimas, que le reprochaban y se limitó a decir; « ¡Ay, Dios mío!, qué desgraciada soy, pero es mi suerte, tengo que cumplirla» . Adélaïde, deshecha en lágrimas, y a la que el duque, en cuy o canapé estaba, fastidiaba con todas sus fuerzas para hacerla llorar aún más, consiguió secar igualmente su llanto, y concluida esta escena un poco trágica, aunque muy regocijante para el malvado espíritu de nuestros libertinos, Duclos prosiguió en estos términos: « Había en casa de la Guérin una habitación construida con bastante gracia y que nunca servía más que para un solo hombre. Tenía un doble techo, y esta especie de entresuelo muy bajo, y en el que solo se podía estar acostado, servía para instalar al libertino de extraña calaña cuy a pasión satisfice. Se encerraba con una muchacha en esta especie de trampa, y su cabeza quedaba situada de manera que encajara con un agujero que daba a la habitación superior. La muchacha, encerrada con el hombre en cuestión, no tenía otra misión que masturbarle, y y o, colocada encima, debía hacer lo mismo a otro hombre. El agujero, situado en un lugar muy oscuro, estaba abierto como por descuido, y y o, como por limpieza y para no estropear el suelo, tenía que dejar caer la leche, al hacer la paja a mi hombre, en el agujero y, por consiguiente, sobre la cara del otro que correspondía exactamente a esta abertura. Todo estaba construido con tanto arte que era imposible descubrirlo, y la operación funcionaba a las mil maravillas: en el momento en que el paciente recibía en sus narices la leche del que era masturbado encima, él añadía la suy a, y todo concluía. » La vieja de la que acabo de hablaros hace un momento reapareció, pero para ocuparse de otro campeón. Este, un hombre de unos cuarenta años, la hizo desnudarse y le lamió después todos los agujeros de su viejo cadáver; culo, coño, boca, narices, sobaco, orejas, nada fue olvidado, y a cada mamada el ruin tragaba todo lo que recogía. No se detuvo ahí, le hizo masticar unos pedazos de pastel que él tragó tan pronto como ella los hubo desmenuzado; le hizo conservar largo rato en la boca unos buches de vino con los que ella se lavó, hizo gárgaras y él engulló de igual manera; y durante todo ese tiempo su polla permanecía en una erección tan prodigiosa que la leche parecía a punto de escapar sin que fuera necesario provocarla. Al fin la sintió a punto de salir y, abalanzándose sobre su vieja, le hundió, por lo menos un pie, la lengua en el agujero del culo y se corrió como un condenado» . « ¡Eh, me cago en Dios!» , dijo Curval, « ¿acaso hace falta una persona joven y bonita para que te corras? Una vez más, en todos los placeres lo más sucio es lo que atrae la leche: cuanto más sucio, más voluptuosamente fluy e» . « Son las sales» , dijo Durcet, « que se desprenden del objeto que ay uda a nuestra voluptuosidad, y excitan nuestros espíritus animales y los ponen en marcha; ahora bien, ¿quién puede negar que todo lo que es viejo, sucio o hediondo contiene una may or cantidad de estas sales y, por consiguiente, más medios para provocar y determinar nuestra ey aculación?» Siguieron discutiendo un momento, por una y otra parte, esta tesis, y, como había mucho que hacer después de cenar, hicieron servir la cena un poco antes, y en los postres las muchachas, todas ellas condenadas a penitencias, pasaron al salón donde debían ser estas ejecutadas junto con los cuatro muchachos y las dos esposas igualmente condenadas, lo que daba un total de catorce víctimas, a saber: las ocho muchachas conocidas, Adélaïde y Aline, y los cuatro muchachos, Narcisse, Cupidon, Zélamir y Giton. Nuestros amigos, ebrios y a de la fortísima voluptuosidad de su gusto que les esperaba, acabaron de calentarse con una prodigiosa cantidad de vinos y de licores, y se levantaron de la mesa, para pasar al salón donde los esperaban los pacientes, en tal estado de embriaguez, de furor y de lubricidad que seguramente nadie hubiera querido encontrarse en el lugar de aquellos desdichados delincuentes. Aquel día solo debían encontrarse en las orgías los culpables y las cuatro viejas para el servicio. Todos estaban desnudos, todos temblaban, todos lloraban, todos esperaban su suerte, cuando el presidente, sentándose en un sillón, preguntó el nombre y la falta de cada sujeto. Durcet, tan achispado como su colega, tomó el cuaderno y quiso leer, pero pareciéndole poco claros los objetos, y no pudiendo continuar, le sustituy ó el obispo, y aunque tan borracho como su colega, pero aguantando mejor el vino, ley ó en voz alta uno tras otro el nombre de cada culpable y su falta; e inmediatamente el presidente dictaba una penitencia proporcionada a las fuerzas y a la edad del delincuente, de todos modos siempre muy dura. Celebrada esta ceremonia, las ejecutaron. Nos desespera que el orden de nuestro plan nos impida describir aquí estas lúbricas correcciones, pero que nos perdonen nuestros lectores. Sienten como nosotros la imposibilidad en que nos hallamos de satisfacerlos por ahora; pueden estar seguros de que no perderán nada. La ceremonia fue muy larga: había 14 sujetos que debían ser castigados, y se entremezclaron episodios muy divertidos. Todo fue, sin duda, delicioso, y a que nuestros cuatro malvados se corrieron y se retiraron ellos mismos tan cansados, tan ebrios tanto de vinos como de placeres que, sin la ay uda de los cuatro folladores que vinieron a recogerlos, jamás hubieran podido llegar a sus apartamentos donde, pese a todo lo que acababan de hacer, les seguían esperando nuevas lubricidades. El duque, que tenía aquella noche a Adélaïde para acostarse, no la quiso. Había estado entre las castigadas, y había sido tan bien castigada por él que, habiéndose corrido del todo en su honor, no quiso saber nada de ella aquella noche, y, haciéndola acostar en el suelo sobre un colchón, dio su lugar a la Duclos, siempre mejor que nunca en el disfrute de sus favores. Octava jornada abiendo infundido respeto los ejemplos de la víspera, no se encontró ni se H pudo encontrar a nadie en falta a la mañana siguiente. Prosiguieron las lecciones sobre los folladores y, como no se produjo ningún acontecimiento hasta el café, comenzaremos esta jornada en aquel momento. Era servido por Augustine, Zelmire, Narcisse y Zéphire. Recomenzaron las jodiendas entre muslos; Curval se apoderó de Zelmire y el duque de Augustine, y después de haber admirado y besado sus bonitas nalgas, que tenían aquel día, no sé muy bien por qué, unas gracias, unos atractivos, un bermellón que no habían sido advertidos antes, después, digo, de que nuestros libertinos hubieran besado y acariciado a fondo los encantadores culitos, exigieron pedos. El obispo, que tenía a Narcisse, y a los había obtenido; se oían los que Zéphire arrojaba a la boca de Durcet… ¿Por qué no imitarles? Zelmire lo había conseguido, pero de Augustine, por más que hiciera, por más que se esforzara, por más que el duque la amenazara con una suerte para el sábado próximo semejante a la que había soportado la víspera, nada salió, y la pobre pequeña y a lloraba cuando un zullón vino finalmente a satisfacerle. Él respiró, y satisfecho de esta muestra de docilidad de la bonita criatura, a la que quería bastante, le plantó su enorme instrumento en los muslos y, retirándolo en el momento de correrse, le regó por completo las dos nalgas. Curval había hecho otro tanto con Zelmire, pero el obispo y Durcet se contentaron con lo que se llama la « pequeña oca» . Y hecha la siesta, pasaron al salón, donde la bella Duclos, aquel día con todo lo que mejor podía hacer olvidar su edad, apareció realmente bella bajo las luces, hasta el punto de que nuestros libertinos, excitados, no la dejaron continuar sin que antes, desde lo alto de su tribuna, no hubiera mostrado sus nalgas a la asamblea. « Tiene realmente un hermoso culo» , dijo Curval. « Pues sí, amigo mío» , dijo Durcet, « te aseguro que he visto pocos mejores» . Y, recibidos estos elogios, nuestra heroína bajó sus faldas, se sentó y retomó el hilo de su historia de la manera que el lector leerá, si se toma el trabajo de continuar, lo que le aconsejamos en interés de sus placeres. « Una reflexión y un acontecimiento fueron la causa, señores, de que lo que me resta por contaros ahora y a no se desarrolle en el mismo campo de batalla. La reflexión es muy sencilla: la hizo nacer el desdichado estado de mi bolsa. Después de nueve años de vivir en casa de Madame Guérin, y pese a que y o gastaba muy poco, no contaba, sin embargo, con cien luises en la bolsa. Esta mujer, extraordinariamente hábil y entendiendo de la mejor manera sus intereses, siempre encontraba la manera de quedarse con, por lo menos, las dos terceras partes de los ingresos, además de imponer grandes retenciones sobre el último tercio. Este tejemaneje me disgustó, y vivamente solicitada por otra alcahueta, llamada Fournier, para que fuera a vivir con ella, sabiendo que la tal Fournier recibía en su casa a viejos verdes de mucha mejor posición y mucho más ricos que la Guérin, me decidí a despedirme de esta para ir a casa de la otra. En cuanto al acontecimiento que vino a apoy ar mi reflexión, fue la pérdida de mi hermana; le había tomado mucho afecto, y no pude quedarme por más tiempo en una casa donde todo me la recordaba sin encontrarla. Mi querida hermana llevaba cerca de seis meses siendo visitada por un hombre alto, enjuto y moreno cuy a fisionomía me disgustaba infinitamente. Se encerraban juntos, y no sé lo que hacían, pues mi hermana jamás quiso decírmelo, y nunca se colocaban en el lugar donde y o habría podido verles. Sea como fuere, una buena mañana viene a mi habitación, me abraza y me dice que ha tenido una suerte enorme, que el hombre que a mí no me gustaba la mantiene, y todo lo que supe es que debía a la belleza de sus nalgas su nueva fortuna. Dicho esto, me dio su dirección, liquidó sus cuentas con la Guérin, nos abrazó a todas y se fue. Como podéis imaginar, no pasaron dos días sin que me presentara en la dirección indicada, pero allí nadie sabía de qué les hablaba. Entendí perfectamente que mi hermana había sido engañada, pues era inimaginable que ella hubiera querido privarme del placer de verla. Cuando me quejé a la Guérin de lo que me sucedía a este respecto, vi que sonreía malignamente y que se negaba a dar explicaciones: así pues, de ahí deduje que ella estaba en el misterio de toda la aventura, pero que no quería que y o la desentrañara. Todo eso me afectó y me hizo tomar mi decisión, y, como y a no tendré ocasión de hablaros de mi querida hermana, os diré, señores, que por más pesquisas que realicé, por más trabajos que me tomé para descubrirla, me ha sido absolutamente imposible saber jamás qué fue de ella» . « No me extraña» , dijo entonces la Desgranges, « porque veinticuatro horas después de haberte abandonado y a no existía. Ella no te mintió, estaba totalmente engañada, pero la Guérin sabía de qué se trataba» . « ¡Santo cielo!, ¡qué me dices!» , exclamó entonces la Duclos. « ¡Ay !, aunque privada de verla, me ilusionaba todavía con su existencia» . « Te equivocabas» , prosiguió la Desgranges, « pero ella no te mintió: fue la belleza de sus nalgas, la admirable superioridad de su culo lo que le deparó la aventura en la que ella se ilusionaba con encontrar la fortuna y en la que solo encontró la muerte» . « ¿Y el hombre alto y enjuto?» , preguntó la Duclos. « No era más que el correveidile de la aventura, no trabajaba por su cuenta» . « Pero, sin embargo» , dijo la Duclos, « llevaba seis meses viéndola asiduamente» . « Para engañarla» , continuó Desgranges, « pero prosigue tu relato, estas aclaraciones podrían aburrir a estos señores, y esa anécdota me corresponde a mí, y o se la contaré» . « Basta de enternecimientos, Duclos» , le dijo secamente el duque viendo el esfuerzo con que retenía unas cuantas lágrimas involuntarias, « aquí no conocemos penas semejantes, la naturaleza entera podría desplomarse sin que exhaláramos un solo suspiro. Deja las lágrimas para los imbéciles y para los niños, y que no manchen jamás las mejillas de una mujer razonable y a la que apreciamos» . Ante estas palabras nuestra heroína se contuvo y reanudó inmediatamente su relato. « Debido a las dos causas que acabo de explicar tomé, pues, mi decisión, señores, y ofreciéndome la Fournier un mejor alojamiento, una mesa mucho mejor servida, unas sesiones mucho más caras aunque más penosas, pero siempre un reparto igual y sin ninguna retención, acepté de inmediato. Madame Fournier ocupaba entonces una casa entera, y cinco jóvenes y bonitas muchachas formaban su serrallo; y o fui la sexta. Estaréis de acuerdo en que haga en este caso como en el de Madame Guérin, o sea que solo os describa a mis compañeras a medida que interpreten un papel. Ya al día siguiente de mi llegada me dieron ocupación, pues los parroquianos abundaban en casa de la Fournier, y cada una de nosotras nos hacíamos con frecuencia cinco o seis por día. Pero solo os hablaré, tal como he hecho hasta ahora, de los que pueden excitar vuestra atención por su picante o su extrañeza. » El primer hombre que vi en mi nueva morada fue un pagador de rentas, hombre de unos cincuenta años. Me ordenó que me arrodillara con la cabeza inclinada sobre la cama, e instalándose igualmente sobre la cama, de rodillas encima de mí, se masturbó la polla en mi boca, ordenándome que la mantuviera muy abierta. No perdí ni una gota, y el libertino se divirtió prodigiosamente con las contorsiones y los esfuerzos por vomitar que me provocó aquel repugnante gargarismo. » Permitiréis, señores» , continuó la Duclos, « que coloque seguidas, aunque sucedieron en tiempos diferentes, las cuatro aventuras del mismo tipo que tuve en casa de Madame Fournier. Sé que estos relatos no disgustarán en absoluto al señor Durcet, y que le encantará que le entretenga, durante el resto de la velada, con uno de sus guisos predilectos y que me procuró el honor de conocerlo por primera vez» . « ¿Cómo?» , dijo Durcet, « ¿piensas darme un papel en tu historia?» « Si no os parece mal, señor» , contestó la Duclos, « lo haré limitándome únicamente a avisar a estos señores cuando llegue a vuestro caso» . « Y mi pudor, ¿qué?… ¿Descubrirás así como así, delante de estas jóvenes, todas mis infamias?» Y después de que todos se rieran del divertido temor del financiero, la Duclos continuó así: « Un libertino, mucho más viejo y mucho más repulsivo que el que acabo de citar, me dio la segunda representación de esta manía. Me hizo acostar completamente desnuda en una cama, se echó él en sentido contrario encima de mí, metió su polla en mi boca y su lengua en mi coño, y, en esta actitud, exigió que y o le devolviera las titilaciones de voluptuosidad que él pretendía que debía proporcionarme su lengua. Chupé cuanto pude. Era mi virginidad para él; lamió, farfulló y trabajó sin duda en todas sus maniobras infinitamente más en su favor que en el mío. En cualquier caso, y o no sentí nada, muy contenta de no estar horriblemente asqueada, y el libertino se corrió; operación que, después del ruego de la Fournier, que me había prevenido de todo, operación, digo, que le hice realizar lo más lúbricamente posible, apretando mis labios, chupando, exprimiendo lo más posible en mi boca el jugo que desprendía y pasando mi mano por sus nalgas para cosquillearle el ano, cosa que él me indicó que le hiciera, llenándolo por su parte lo más que podía… Terminado el asunto, nuestro hombre se fue asegurando a la Fournier que nunca le habían ofrecido una muchacha que supiera satisfacerle tan bien como y o. » Poco después de esta aventura, llena de curiosidad por saber qué venía a hacer en la casa una vieja bruja con más de setenta años y que tenía el aspecto de esperar un cliente, me dijeron que así iba a ser dentro de un momento. Con excesiva curiosidad por ver para qué podía servir un esperpento semejante, pregunté a mis compañeras si no había allí una habitación desde la que se pudiera fisgonear, como ocurría en casa de la Guérin. Una de ellas, después de contestarme que sí, me acompañó y, como había sitio para dos, nos instalamos, y he aquí lo que vimos y lo que oímos, pues como las dos habitaciones solo estaban separadas por un tabique, era muy fácil no perder ni una palabra. La vieja fue la primera en llegar y, mirándose al espejo, se arregló, como si crey era sin duda que sus encantos tendrían todavía algún éxito. A los pocos minutos vimos llegar al Dafnis de aquella nueva Cloe. Contaba a lo sumo con sesenta años; era un pagador de rentas, hombre muy acomodado y que antes prefería gastar su dinero con pelanduscas despreciables como aquella que con muchachas bonitas, y esto por el gusto tan singular que, según decís, señores, entendéis y explicáis tan bien. Adelanta unos pasos, mira de arriba abajo a su Dulcinea, que le hace una profunda reverencia. “Menos monsergas, vieja zorra”, le dice el libertino, “y desnúdate… Pero veamos antes, ¿tienes dientes?” “No, señor, no me queda ni uno”, dijo la vieja abriendo su boca infecta, “mire”. Entonces nuestro hombre se acerca y, cogiendo su cabeza, le da en los labios uno de los más ardientes besos que he visto dar en mi vida; no solo la besaba, sino que la chupaba, la devoraba, hundía amorosamente su lengua en lo más profundo de aquel gaznate putrefacto, y la buena vieja, que desde hacía mucho tiempo no había disfrutado de semejante fiesta, se lo devolvía con una ternura… que me sería difícil describiros. “Vamos”, dijo el financiero, “desnúdate”. Y durante este tiempo suelta también él sus calzones y descubre un miembro negro y arrugado que prometía no engrosar en mucho rato. Entretanto, la vieja se ha desnudado y se acerca descaradamente a ofrecer a su amante un viejo cuerpo amarillo y arrugado, seco, colgante y descarnado, cuy a descripción, por muy lejos que hay an llegado vuestras fantasías a este respecto, os horrorizaría en exceso para que y o quiera emprenderla. Pero, lejos de asquearse, nuestro libertino se extasía; la coge, la lleva a su lado en el sillón donde se hacía una paja en espera de que ella se desnudara, le hunde una vez más su lengua en la boca, y dándole la vuelta, ofrece al instante su homenaje al reverso de la medalla. Vi claramente cómo le sobaba las nalgas, pero ¿qué digo, las nalgas?: los dos pingos arrugados que le caían ondulantes de las caderas a los muslos. En el estado en que se hallaban, las abrió, pegó voluptuosamente sus labios sobre la cloaca infame que contenían, hundió allí su lengua varias veces, y todo ello mientras la vieja intentaba dar alguna consistencia al miembro muerto que sacudía. “Manos a la obra”, dijo el enamorado; “sin mi pasión predilecta, todos tus esfuerzos serán inútiles. ¿Te han avisado?” “Sí, señor”. “¿Y y a sabes qué hay que tragar?” “Sí, cachorrillo, sí, pichón, tragaré, devoraré todo lo que tú hagas”. Y al mismo tiempo el libertino la planta sobre la cama con la cabeza hacia abajo; en esta posición le mete su instrumento blanduzco en el pico, lo hunde hasta los cojones, coge las dos piernas de su querida, se las echa sobre los hombros, y así su hocico se encuentra completamente enterrado entre las nalgas de la dueña. Su lengua vuelve a situarse en el fondo del delicioso agujero; una abeja que fuera a absorber el néctar de la rosa no chupa con may or voluptuosidad. Mientras la vieja también chupa, nuestro hombre se remueve. “¡Ah, joder!”, exclama al cabo de un cuarto de hora de este ejercicio libidinoso, “¡chupa, chupa, mamona!, chupa y traga, ¡y a sale, carajo!, y a sale, ¿no lo notas?” Y besando todo lo que se le ofrece, muslos, vagina, nalgas, ano, lo lame todo, lo chupa todo. La vieja engulle, y el pobre caduco, que se retira tan mustio como ha entrado y que hay que suponer que se ha corrido sin erección, se escapa avergonzadísimo de su extravío y alcanza lo antes que puede la puerta, a fin de no tener que ver, sereno, el repulsivo objeto que acaba de seducirle» . « ¿Y la vieja?» , preguntó el duque. « La vieja tosió, escupió, se sonó, se vistió lo más deprisa que pudo y se fue. » Unos cuantos días después, le llegó el turno a la misma compañera que me había facilitado el placer de esta escena. Era una muchacha de unos dieciséis años, rubia y con el físico más interesante del mundo; no quería perdérmela mientras trabajaba. El hombre con quien la juntaban era por lo menos tan viejo como el pagador de rentas. La hizo arrodillarse entre sus piernas, le inmovilizó la cabeza cogiéndola de las orejas y le hundió en la boca una polla que me pareció más sucia y más repugnante que un trapo arrastrado por el arroy o. Mi pobre compañera, al ver acercarse a sus frescos labios la repulsiva verga, quiso echarse hacia atrás, pero no en vano nuestro hombre la tenía agarrada como un perro de aguas por las orejas. “¿Qué pasa, zorra?”, le dijo, “¿te haces la estrecha?” Y amenazándola con llamar a la Fournier, que sin duda le había recomendado que fuera complaciente, consiguió vencer su resistencia. Ella abre los labios, retrocede, los abre de nuevo y engulle finalmente, hipando, aquella reliquia infame en la más gentil de las bocas. A partir de ese momento solo se le oy eron al malvado frases malsonantes. “¡Ah, marrana!”, decía enfurecido, “¡eres demasiado remilgada para mamar la polla más hermosa de Francia! ¿Acaso te crees que tengo que remojarla todos los días adrede para ti? ¡Vamos, chupa, zorra, lame el caramelo!” Y excitándose con estos sarcasmos y con la repugnancia que inspira a mi compañera (es muy cierto, señores, que la repugnancia que nos proporcionáis se convierte en un aguijón para vuestro placer), el libertino se extasía y deja en la boca de la pobre muchacha unas pruebas inequívocas de su virilidad. Menos complaciente que la vieja, ella no tragó nada y, mucho más asqueada que aquella, vomitó al instante cuanto tenía en el estómago, y nuestro libertino, vistiéndose sin prestarle may or atención, reía entre dientes por los crueles resultados de su libertinaje. » Llegó mi turno, pero, más afortunada que las dos anteriores, y o fui destinada al mismo Amor, y solo me quedó, después de haberle satisfecho, el asombro de descubrir unos gustos tan extraños en un joven que lo tenía todo para gustar. Llega, me hace desnudarme, se tiende en la cama, me ordena que me agache sobre su cara y que con mi boca haga correrse una polla muy mediocre, pero que me encomienda y cuy a leche me suplica que me trague no bien la note salir. “Pero no estés ociosa durante este tiempo”, añadió el pequeño libertino: “que tu coño inunde mi boca de orina, te prometo que me la tragaré de la misma manera que tú te tragarás mi leche, y que este bonito culo pee en mi nariz”. Me entrego a la labor y cumplo a la vez mis tres tareas con tanto arte que la pequeña minina no tarda en vomitar todo su furor en mi boca, mientras y o me lo trago, y mi Adonis hace otro tanto con la orina con que le inundo, y todo ello respirando los pedos con que no ceso de perfumarlo» . « A decir verdad, señorita» , dijo Durcet, « habría podido prescindir muy bien de revelar de este modo las chiquilladas de mi juventud» . « ¡Ja!, ¡ja!» , dijo el duque riendo, « ¡vay a!, ¿así que tú, que apenas te atreves ahora a mirar un coño, los hacías mear en aquel tiempo?» « Es cierto» , dijo Durcet, « me avergüenzo, es espantoso tener que reprocharse unas infamias semejantes; ahora, amigo mío, es cuando siento todo el peso de los remordimientos… ¡Culos deliciosos!» , exclamó en su entusiasmo, besando el de Sophie, que había atraído hacia sí para manosearlo un instante, « ¡culos divinos, cómo me reprocho el incienso que os he robado! ¡Oh, culos deliciosos!, os prometo un sacrificio expiatorio, juro sobre vuestros altares no volver a descarriarme en toda mi vida» . Y, habiéndole excitado un poco aquel bonito trasero, el libertino colocó a la novicia en una posición sin duda muy indecente, pero en la que podía, como se ha visto anteriormente, hacer que le mamaran su pequeña minina mientras lamía el ano más fresco y más voluptuoso. Pero Durcet, hastiado en exceso de este placer, solo muy rara vez recuperaba en él su vigor; por mucho que le chuparan, y que él hiciera otro tanto, tuvo que retirarse en el mismo estado de desfallecimiento y dejar, echando pestes y blasfemando contra la muchacha, para otro momento más afortunado los placeres que la naturaleza le negaba por ahora. No todo el mundo era tan desdichado. El duque, que había pasado a su gabinete con Colombe, Zélamir, Brise-cul y Thérèse, cantó unos rugidos que demostraban su dicha, y Colombe, que escupía con todas sus fuerzas al salir de allí, no dejó ninguna duda sobre el templo en el que había arrojado su incienso. En cuanto al obispo, echado con toda naturalidad en su canapé, con las nalgas de Adélaïde en las narices y la polla en la boca de ella, se extasiaba haciendo peerse a la muchacha, mientras que Curval, de pie, haciendo embocar su enorme trompeta a Hébé, perdía su leche totalmente distraído. Sirvieron la cena. El duque quiso defender que, si la felicidad consistía en la total satisfacción de todos los placeres de los sentidos, era difícil ser más felices de lo que eran. « Esta reflexión no es la de un libertino» , dijo Durcet. « ¿Y cómo podrías ser feliz si pudieras satisfacerte en todo momento? La felicidad no consiste en el goce, consiste en el deseo, en romper los frenos que se oponen a este deseo. Ahora bien, ¿todo esto se encuentra aquí, donde solo tengo que desear para tener? Juro» , dijo, « que, desde que estoy aquí, mi leche no se ha derramado ni una sola vez por los objetos que aquí están; solo se ha derramado por los que no están. Y, además» , añadió el financiero, « en mi opinión falta una cosa esencial para nuestra felicidad: el placer de la comparación, placer que solo puede nacer del espectáculo de los desdichados, y aquí no vemos nada de eso. De la visión del que no disfruta de lo que y o tengo, y que sufre por ello, nace el encanto de poder decir: “Yo soy más feliz que él”. Allí donde los hombres sean iguales y donde estas diferencias no existan, la felicidad jamás existirá. Es la historia del hombre que solo conoce el valor de la salud cuando ha estado enfermo» . « En este caso» , dijo el obispo, « ¿sentiríais un placer real en ir a contemplar las lágrimas de los que están abrumados por la miseria?» « Sin duda» , dijo Durcet, « es posible que no exista en el mundo voluptuosidad más sensual que la que acabáis de mencionar» . « ¿Cómo, sin aliviarlas?» , dijo el obispo, a quien le encantaba hacer hablar a Durcet de un tema tan del gusto de todos y del que le sabía tan capaz de tratar a fondo. « ¿A qué llamáis aliviar?» , dijo Durcet. « La voluptuosidad que en mí nace de esta dulce comparación de su estado con el mío y a no existiría si y o les aliviara, pues entonces, al sacarles de su estado de miseria, les haría saborear un instante de felicidad que, asimilándoles a mí, eliminaría todo el placer de la comparación» . « Pues bien, en tal caso» , dijo el duque, « convendría en cierto modo, para establecer mejor esta diferencia esencial para la felicidad, convendría más bien, digo, agravar su situación» . « Sin duda alguna» , dijo Durcet, « y eso explica las infamias que se me han reprochado toda mi vida. Las personas que no conocían mis razones me llamaban duro, feroz y bárbaro, pero, burlándome de todas las denominaciones, y o seguía mi camino; cometía, lo acepto, lo que los necios llaman atrocidades, pero establecía unos placeres de comparaciones deliciosas, y era feliz» . « Confiesa la verdad» , le dijo el duque, « acepta que más de veinte veces has arruinado a unos desgraciados, solo para servir de ese modo unos gustos perversos que ahora aceptas» . « ¿Más de veinte veces?» , dijo Durcet, « más de doscientas, amigo mío, y, sin exageración, podría citar a más de cuatrocientas familias reducidas ahora a la mendicidad gracias a mí» . « Y, por lo menos, ¿te has beneficiado en algo?» , preguntó Curval. « Casi siempre, pero con frecuencia solo lo he hecho por una cierta maldad que suele despertar en mí los órganos de la lubricidad. Se me pone dura haciendo el mal, encuentro en el mal un atractivo lo bastante picante como para despertar en mí todas las sensaciones del placer, y me entrego a él solo por eso, sin más interés que él mismo» . « No hay nada comparable a este gusto» , dijo Curval. « Cuando estaba en el Parlamento, di cien veces mi voto para hacer ahorcar a unos desgraciados que y o sabía inocentes, y jamás me entregué a esta pequeña injusticia sin experimentar en mi interior un cosquilleo voluptuoso allí donde los órganos del placer de los cojones se inflaman con facilidad. Imaginad lo que he sentido cuando he hecho algo peor» . « Es cierto» , dijo el duque, que comenzaba a calentarse los sesos sobando a Zéphire, « el crimen tiene el suficiente encanto como para inflamar por sí solo todos los sentidos, sin necesidad de recurrir a ningún otro procedimiento, y nadie mejor que y o para afirmar que las fechorías, incluso las más alejadas del libertinaje, pueden hacer empalmar tanto como las que se refieren a él. El que os habla ha empalmado robando, asesinando, incendiando, y está totalmente convencido de que no es el objeto del libertinaje lo que nos anima, sino la idea del mal; que, por consiguiente, es solo por el mal que nos empalmamos y no por el objeto, de manera que si este objeto estuviera desprovisto de la posibilidad de impulsarnos al mal y a no nos empalmaríamos por él» . « Nada más cierto» , dijo el obispo, « y de ahí nace la certidumbre del may or placer en la cosa más infame, y el sistema del cual no debemos alejarnos nunca es que, cuanto más queramos obtener placer del crimen, más necesario será que el crimen sea espantoso. Y en mi caso, señores, si se me permite citarme, os confieso que estoy a punto de dejar de sentir esta sensación de la que habláis, de dejar de experimentarla, digo, en los pequeños crímenes, y si el que cometo no reúne la may or negrura, la may or atrocidad, el may or engaño y la may or traición posible, y a no se obtiene la sensación» . « Bien» , dijo Durcet, « ¿es posible cometer unos crímenes de las dimensiones que concebimos y explicáis? En mi caso, confieso que, en eso, mi imaginación siempre ha estado muy por encima de mis medios; siempre he imaginado mil veces más de lo que he hecho y siempre me he quejado de la naturaleza que, dándome el deseo de ultrajarla, me quitaba siempre los medios» . « Solo pueden cometerse dos o tres crímenes en el mundo» , dijo Curval, « y, una vez cometidos, no queda nada por añadir; el resto es inferior y y a no se siente nada. ¿Cuántas veces, me cago en Dios, no habré deseado que se pudiera atacar al sol, privar de él al universo, o utilizarlo para abrasar el mundo? Esto sí que es un crimen, y no los pequeños extravíos a que nos entregamos, que se limitan a metamorfosear al cabo de un año a una docena de criaturas en montículos de tierra» . Y en estas, cuando las cabezas se inflamaban, dos o tres muchachas comenzaban y a a resentirse y las pollas comenzaban a empinarse, se levantaron de la mesa para ir a derramar en unas bonitas bocas los chorros de aquel licor cuy os picotazos demasiado agudos hacían proferir tantos horrores. Aquella noche se limitaron a los placeres de la boca, pero inventaron cien maneras de variarlos y, cuando se hartaron, intentaron encontrar en unas cuantas horas de descanso las fuerzas necesarias para recomenzar. Novena jornada a Duclos advirtió esa mañana que consideraba prudente, o bien ofrecer a las L muchachas otros contrincantes para el ejercicio de la masturbación, o bien cesar sus lecciones, crey éndolas suficientemente instruidas. Dijo, con mucha sensatez y verosimilitud, que, utilizando a aquellos jóvenes conocidos bajo el nombre de folladores, podían surgir unos amoríos que era prudente evitar, que, además, aquellos jóvenes valían muy poco para aquel ejercicio, dado que se corrían inmediatamente, y que todo ello iba en menoscabo de los placeres que de ellos esperaban los culos de los señores. Se decidió, pues, que las lecciones concluy eran, y con may or motivo porque entre ellas había y a varias que masturbaban a las mil maravillas. Augustine, Sophie y Colombe habrían podido enfrentarse respecto a la habilidad y la flexibilidad de la muñeca con las más famosas pajilleras de la capital. De todas ellas, Zelmire era la menos diestra: no es que no fuera muy ágil y muy mañosa en todo lo que hacía, sino que su temperamento tierno y melancólico no le permitía olvidar sus penas y siempre estaba triste y pensativa. En la visita del desay uno de aquella mañana, su dueña la acusó de haber sido sorprendida, la noche anterior, rezando a Dios antes de acostarse. La hicieron venir, la interrogaron, le preguntaron cuál era el tema de sus oraciones. Al principio se negó a decirlo, después, viéndose amenazada, confesó llorando que rogaba a Dios que la librara de los peligros en que se hallaba, y sobre todo antes de que se hubiera atentado contra su virginidad. El duque manifestó entonces que merecía la muerte, y le hizo leer el artículo concreto de las ordenanzas a este respecto. « Bien» , dijo ella, « ¡matadme! El Dios a quien invoco tendrá al menos piedad de mí. Matadme antes de deshonrarme, y por lo menos el alma que y o le consagro volará pura a su seno. Me liberaré del tormento de ver y de oír tantos horrores cada día» . Una respuesta en la que reinaba tanta virtud, candor y amabilidad hizo empalmar prodigiosamente a nuestros libertinos. Los había que pensaban desvirgarla inmediatamente, pero el duque, recordándoles los compromisos inviolables que habían tomado, se limitó a condenarla unánimemente con sus colegas a un violento castigo para el sábado siguiente y, mientras tanto, a mamar de rodillas durante un cuarto de hora la polla de cada uno de los amigos, advirtiéndola de que, en caso de reincidencia, perdería decididamente la vida y sería juzgada con todo el rigor de las ley es. La pobre criatura cumplió la primera parte de su penitencia, pero el duque, a quien la ceremonia había excitado y que, después de pronunciar su sentencia, le había sobado prodigiosamente el culo, esparció villanamente todo su semen en la bonita boquita, amenazándola con estrangularla si rechazaba una sola gota, y la pobrecita desventurada se lo tragó todo, no sin tremendas repugnancias. Los otros tres fueron chupados a su vez, pero no perdieron nada, y después de las ceremonias habituales de la visita a los muchachos y a la capilla, que aquella mañana produjo poco porque casi todo el mundo había sido rechazado, comieron y pasaron al café. Lo servían Fanny, Sophie, Hy acinthe y Zélamir. Curval pensó en follar a Hy acinthe por los muslos y obligar a Sophie a chupar, entre los muslos de Hy acinthe, la parte sobresaliente de su polla. La escena fue divertida y voluptuosa; masturbó e hizo correrse al chiquillo en las narices de la muchacha, y el duque que, por la longitud de su polla, era el único que pudo imitar esta escena, la repitió de igual manera con Zélamir y Fanny. Pero el muchacho todavía no se corría; de modo que se vio privado de un episodio muy agradable del que disfrutaba Curval. A continuación, Durcet y el obispo buscaron cuatro criaturas y también se la hicieron chupar, pero nadie se corrió y, después de una breve siesta, pasaron al salón de las historias donde, cuando todos estuvieron en sus puestos, la Duclos retomó así el hilo de sus narraciones: « Con cualquiera que no fuerais vosotros, señores» , dijo la amable mujer, « temería abordar el tema de las narraciones que nos ocupará toda esta semana, pero, por muy crapuloso que sea, vuestros gustos me son harto conocidos para que en lugar de temer disgustaros no esté por el contrario más que persuadida de resultaros agradable. Os prevengo de que escucharéis unas porquerías abominables, pero vuestros oídos están habituados a ellas, vuestros corazones las aman y las desean, y entro en materia sin más demora. Teníamos un viejo parroquiano, en casa de Madame Fournier, al que, no sé por qué ni cómo, llamábamos el caballero, que tenía la costumbre de venir regularmente todas las noches a la casa para una ceremonia tan simple como extravagante: se desabrochaba los calzones, y era preciso que una de nosotras, por turno, se le cagara dentro. Inmediatamente después se los abrochaba y salía rápidamente llevándose el paquete. Mientras se lo ofrecíamos se masturbaba un instante, pero jamás le veíamos correrse y tampoco sabíamos dónde iba con su cagada así envuelta» . « ¡Oh, pardiez!» , dijo Curval, que siempre que oía algo tenía ganas de hacerlo, « quiero que caguen en mis calzones y conservarlo toda la velada» . Y ordenando a Louison que fuera a prestarle el servicio, el viejo libertino ofreció a la asamblea la representación real del gusto cuy o relato acababan de escuchar. « Vamos, sigue» , le dijo flemáticamente a la Duclos instalándose en el canapé, « solo la bella Aline, mi encantadora compañera de velada, puede sentirse ofendida por este asunto, pues, por lo que a mí concierne, me encanta» . Y Duclos prosiguió en estos términos: « Avisada» , dijo, « de todo lo que debía ocurrir en la casa del libertino adonde me enviaban, me vestí de muchacho, y como solo tenía veinte años, unos hermosos cabellos y una bonita cara, el traje me sentaba a las mil maravillas. Tomé la precaución de hacer antes de partir, en mis calzones, lo que el señor presidente acaba de hacerse hacer en los suy os. Mi hombre me esperaba en la cama, me acerco, me besa dos o tres veces muy lúbricamente en la boca, me dice que soy el muchachito más bonito que nunca ha visto y, al mismo tiempo que me lisonjea, intenta desabrochar mis calzones. Yo me defiendo un poco, con la única intención de inflamar aún más sus deseos, insiste, lo consigue, pero cómo describir el éxtasis que le invade no bien descubre tanto el paquete que llevo como la plasta que ha formado entre mis dos nalgas. “¿Cómo, tunante?”, me dice, “¡te has cagado en los calzones!… ¿Cómo puedes hacer cochinadas semejantes?” Y al instante, manteniéndome siempre enmerdada y con los calzones bajados, se masturba, se sacude, se pega a mi espalda y arroja su leche en la plasta hundiéndome su lengua en la boca» . « ¡Vay a!» , dijo el duque, « ¿no tocó nada, no manoseó nada de lo que tú sabes?» « No, monseñor» , dijo la Duclos, « y o os lo digo todo y no oculto ninguna circunstancia. Pero un poco de paciencia, y poco a poco llegaremos a lo que queréis decir» . « “Vamos a ver a uno muy gracioso”, me dijo una de mis compañeras; “no necesita mujer, se divierte a solas”. Nos dirigimos al agujero, enteradas de que, en la habitación vecina, adonde él tenía que dirigirse, había una silla-retrete que desde hacía cuatro días nos habían ordenado llenar y que por lo menos debía de contener más de una docena de zurullos. Llega nuestro hombre; era un viejo oficial de recaudaciones de unos setenta años. Se encierra; va derecho al orinal que, como sabe, encierra los perfumes cuy o disfrute ha pedido. Lo toma y, sentándose en un sillón, examina amorosamente durante una hora todas las riquezas de que le hacen poseedor. Huele, toca, manosea, parece sacarlos todos uno tras otro para tener el placer de contemplarlos mejor. Al fin, extasiado, saca de su bragueta un viejo pingo negro que sacude con todas sus fuerzas; una mano masturba, la otra se hunde en el orinal, regala al instrumento que festeja un pienso capaz de inflamar sus deseos; pero ni aun así se levanta. Hay momentos en que la naturaleza es tan esquiva que ni los excesos que más nos deleitan consiguen arrancarle nada. Por mucho que hizo, no se levantó nada; pero a fuerza de sacudidas, hechas con la misma mano que acababa de ser pringada en los excrementos, brotó la ey aculación: se estira, se recuesta, huele, respira, frota su polla y se corre sobre el montón de mierda que tanto lo deleita. » Otro cenó a solas conmigo y quiso en la mesa doce platos llenos del mismo manjar, mezclados con los de la cena. Los olía, los aspiraba uno tras otro y, después de la cena, me ordenó que le masturbara encima del que le había parecido más hermoso. » Un joven relator del Consejo de Estado pagaba un tanto por cada lavativa que la mujer iba a recibir. Cuando estuve con él, tomé siete, que él mismo me administró con su propia mano. Después de conservar cada una de ellos unos minutos, tenía que subir a una escalera de mano, él se ponía debajo, y y o le devolvía sobre su polla, que él masturbaba, toda la inmersión con que acababa de regar mis entrañas» . Es fácil imaginar que toda esta velada transcurrió entre marranadas más o menos del tipo de las que se acababan de escuchar, y se creerá aún con may or facilidad porque este gusto era general en nuestros cuatro amigos, y, aunque Curval fuera el que lo llevaba más lejos, los otros tres no estaban menos encaprichados. Los ocho zurullos de las muchachas fueron colocados entre los platos de la cena, y en las orgías sin duda se insistió también sobre todo eso con los muchachos, y así es como terminó esta novena jornada cuy o final se vio llegar con un placer incrementado porque se suponía que el día siguiente permitiría escuchar, sobre el tema que tanto le gustaba, unos relatos algo más detallados. Décima jornada o te olvides de velar más en un comienzo lo que aquí vas a aclarar. N Cuanto más avanzamos, mejor podemos aclarar a nuestro lector algunos hechos que nos hemos visto obligados a mantenerle velados en el comienzo. Ahora, por ejemplo, podemos decirle cuál era el objeto de las visitas matutinas a las habitaciones de las criaturas, la causa que obligara a castigarlas cuando en estas visitas aparecía algún delincuente y cuáles eran las voluptuosidades que se saboreaban en la capilla: les estaba expresamente prohibido a los sujetos, fueran del sexo que fuesen, ir al retrete sin un permiso expreso, a fin de que esas necesidades, así conservadas, pudieran ofrecerse a la necesidad de quienes las deseaban. La visita servía para saber si alguien había faltado a esta orden: el amigo de mes inspeccionaba con cuidado todos los orinales y, si encontraba uno lleno, el sujeto era inmediatamente anotado en el libro de los castigos. Se concedía, sin embargo, una facilidad a aquellos o aquellas que y a no podían aguantarse: era la de dirigirse un poco antes de comer a la capilla, donde se había instalado un retrete construido de manera que nuestros libertinos pudieran disfrutar del placer que la satisfacción de esta necesidad podía proporcionarles; y el resto, que había podido aguantar el paquete, lo perdía en el transcurso del día de la manera que más gustaba a los amigos, y siempre por lo menos con mucha probabilidad de una de aquellas cuy os detalles escucharemos, y a que dichos detalles abarcarán todas las maneras de entregarse a este tipo de voluptuosidad. Había también otro motivo de castigo y helo aquí. Lo que se llama la ceremonia del bidé no gustaba demasiado a nuestros cuatro amigos: Curval, por ejemplo, no podía soportar que los sujetos con los que debía tener relaciones se lavasen; a Durcet le ocurría lo mismo, por lo que ambos advertían a la dueña de los sujetos con los que preveían divertirse al día siguiente, y se prohibía a dichos sujetos que utilizaran en ningún caso cualquier tipo de ablución o frotamiento, de la índole que fuere, y los otros dos que no abominaban de esto, aunque no les resultara tan esencial como a los dos primeros, se prestaban a la ejecución de este episodio, y si, después de la advertencia de que estuviera impuro, algún sujeto resultaba estar limpio, era inmediatamente anotado en la lista de los castigos. Esta fue la historia de Colombe y de Hébé aquella mañana. Habían cagado la víspera, en las orgías, y sabiendo que estaban de café al día siguiente, Curval, que pensaba divertirse con las dos y que había incluso avisado que las haría peer, había recomendado que dejaran las cosas en el estado en que estaban. Cuando las criaturas fueron a acostarse, no hicieron nada. En la visita, Durcet, enterado, quedó muy sorprendido de descubrirlas con la may or limpieza; se disculparon diciendo que no se habían acordado, cosa que no las libró de ser anotadas en el libro de los castigos. Aquella mañana no se concedió ningún permiso de capilla. (Que el lector se digne recordar en el futuro qué entendemos por ello.) Era más que previsible la necesidad que se tendría de aquello, por la noche, en la narración, para no reservarlo todo para aquel momento. Aquel día concluy eron también las lecciones de masturbación de los muchachos; y a eran inútiles, y todos masturbaban como las más hábiles putas de París. Zéphire y Adonis sobresalían entre todos por su destreza y su ligereza, y había pocas pollas que no hubieran ey aculado hasta la sangre, masturbadas por unas manitas tan hábiles y tan deliciosas. No hubo novedad alguna hasta el café; era servido por Giton, Adonis, Colombe y Hébé. Las cuatro criaturas, prevenidas, se habían atiborrado con todas las drogas capaces de provocar más ventosidades, y Curval, que se había propuesto hacer peer, recibió una gran cantidad de pedos. El duque se hizo chupar por Giton, cuy a boquita apenas podía abarcar la enorme polla que le presentaban. Durcet cometió sus pequeños horrores predilectos con Hébé y el obispo folló a Colombe entre los muslos. Dieron las seis, pasaron al salón donde, estando todo a punto, la Duclos comenzó a contar lo que se leerá: « Acababa de llegar a casa de Madame Fournier una nueva compañera que, debido al papel que desempeñará en el detalle de la pasión que sigue, merece que os la describa por lo menos a grandes rasgos. Era una joven modistilla, pervertida por el libertino del que os he hablado en casa de la Guérin y que también trabajaba para la Fournier. Tenía catorce años, cabellos castaños, los ojos oscuros y llenos de fuego, la carita más voluptuosa que era posible ver, la piel blanca como el lirio y suave como el satén, bastante bien hecha, aunque un poco gorda, ligero inconveniente del que resultaba el culo más fresco y más gracioso, el más rollizo y el más blanco que existió tal vez en París. El hombre que y o le vi despachar, por el agujero, era su estreno, pues todavía era virgen y muy probablemente por ambos lados. Así que un bocado semejante solo lo entregaron a un gran amigo de la casa: era el viejo abad de Fierville, tan conocido por sus riquezas como por sus desenfrenos, gotoso hasta la punta de los dedos. Llega encubierto de pies a cabeza, se instala en la habitación, examina todos los utensilios que va a necesitar, lo prepara todo, y llega la pequeña; la llamaban Eugénie. Un poco asustada de la cara grotesca de su primer amante, baja la mirada y se sonroja. “Acércate, acércate”, le dice el libertino, “y déjame ver tus nalgas”. “Señor…”, dice la criatura sorprendida. “Vamos, vamos”, dice el viejo libertino; “no hay nada peor que estas pequeñas novicias; no conciben que se quiera ver un culo. ¡Vamos, arremángate, arremángate!” Y adelantándose al fin la pequeña, por miedo a disgustar a la Fournier, a la que había prometido ser muy complaciente, se arremanga a medias por detrás. “Más arriba, más arriba”, dice el viejo verde. “¿Crees que voy a tomarme la molestia de hacerlo y o?” Y, al final, el bonito culo aparece por entero. El abad lo examina, la hace estirarse, la hace doblarse, le hace cerrar las piernas, le hace abrirlas y, apoy ándola contra la cama, frota por un instante groseramente todas sus partes delanteras, que ha puesto al descubierto, contra el bonito culo de Eugénie, como para electrizarse, como para apropiarse de un poco del calor de la hermosa criatura. De ahí pasa a los besos, se arrodilla para estar más a sus anchas y, manteniendo con sus dos manos las bellas nalgas lo más abiertas posible, revuelve sus tesoros con su lengua y con su boca. “No me han mentido”, dice, “tienes un culo bastante bonito. ¿Hace mucho que has cagado?” “Hace un momento, señor”, dice la pequeña. “Antes de subir Madame me ha hecho tomar esta precaución”. “¡Ah!, ¡ah!… De modo que y a no tienes nada en las entrañas”, dice el libertino. “Bien, vamos a verlo”. Y, apoderándose entonces de la jeringa, la llena de leche, vuelve al lado de su objeto, apunta la cánula y clava el clister. Eugénie, prevenida, se presta a todo, pero tan pronto como el remedio está en el vientre, él, acostándose boca abajo en un canapé, ordena a Eugénie que se monte a horcajadas encima de él y que le devuelva en la boca todo lo que le ha metido. La tímida criatura se pone como le han dicho, empuja, el libertino se masturba, su boca, herméticamente pegada al agujero, no le deja perder ni una gota del precioso licor que de él mana. Lo traga todo con el máximo cuidado, y tan pronto como llega al último sorbo su leche se escapa y acaba de sumirle en el delirio. Pero ¿qué es exactamente ese humor, esa repugnancia que, en casi todos los auténticos libertinos, sigue a la caída de sus ilusiones? El abad, rechazando a la chiquilla lejos de él, brutalmente, tan pronto como ha terminado, se viste, afirma que le han engañado al decir que harían cagar a la criatura, que no había cagado y que él se ha tragado medio zurullo. Hay que hacer notar que el señor abad solo quería leche. Gruñe, blasfema, echa pestes, dice que no pagará, que no volverá jamás, que no vale la pena moverse por una mocosa semejante, y se va añadiendo a todo eso otras mil invectivas que y a encontraré la ocasión de contaros en otra pasión de la que constituy en la parte principal, mientras que aquí solo serían un accesorio muy débil» . « Pardiez» , dijo Curval, « vay a un hombre delicado: ¿enfadarse porque ha recibido un poco de mierda? ¿Y los que la comen?» « Paciencia, paciencia, monseñor» , dijo Duclos, « permitid que mi relato avance en el orden que vosotros mismos habéis exigido, y veréis cómo les llegará el turno a los singulares libertinos de que habláis» . Esta banda ha sido escrita en 20 veladas, de las siete a las diez, y se ha terminado el 12 de septiembre de 1785. Leed el resto en el reverso de la banda. Lo que sigue es la continuación del final del reverso. « Dos días después, me tocó a mí. Me habían avisado, y llevaba treinta y seis horas aguantándome. Mi héroe era un viejo limosnero del rey, tullido por la gota como el anterior. Tenía que acercarme a él desnuda, pero la parte delantera y el seno debían quedar cubiertos con el may or cuidado; me habían recomendado esta condición con la may or exactitud, asegurándome que si, desgraciadamente, él llegaba a descubrir el mínimo vestigio de estas partes, jamás lograría que se corriera. Me acerco, él examina atentamente mi trasero, me pregunta mi edad, si es cierto que tengo muchas ganas de cagar, de qué tipo es mi mierda, si es blanda, si es dura, y mil preguntas más que parecen animarlo, porque poco a poco, mientras charlábamos, su pene se empinó y me lo mostró. Esta minina, de unas cuatro pulgadas de longitud por dos o tres de circunferencia, tenía, pese a su brillo, un aspecto tan humilde y tan lastimoso que casi hacían falta anteojos para descubrir su existencia. A solicitud de mi hombre, sin embargo, la cogí y, viendo que mis sacudidas excitaban bastante bien sus deseos, se animó a consumar el sacrificio. “¿Es cierto, hija mía”, me dijo, “el deseo de cagar que me anuncias? Porque no me gusta que me engañen. Veamos, veamos si tienes realmente mierda en el culo”. Y, diciendo esto, me hunde el dedo medio de su mano derecha en el ano, mientras con la izquierda sostenía la erección que y o había provocado en su pene. El dedo sondeador no necesitó ir lejos para convencerse de la necesidad real que y o le aseguraba. Apenas la hubo tocado y a se extasiaba: “¡Ah, voto a Dios!”, dijo, “no me engaña, la gallina está a punto de poner y acabo de tocar el huevo”. El libertino encantado me besa al instante el trasero, y viendo que y o lo aprieto, y que y a no puedo aguantarme más, me hace subir a una especie de máquina bastante parecida a la que tenéis aquí, señores, en vuestra capilla: allí, mi trasero, perfectamente expuesto a sus ojos, podía dejar caer su deposición en un orinal colocado un poco más abajo, a dos o tres dedos de sus narices. Esta máquina había sido construida para él, y hacía de ella un uso frecuente, pues apenas pasaba un día sin venir por casa de la Fournier para dicha operación, tanto con extrañas como con mujeres de la casa. Un sillón, puesto debajo del aro que sostenía mi culo, era el trono del personaje. Tan pronto como me ve allí, se sienta él y me ordena que comience. Como preludio, unos cuantos pedos; los aspira. Al fin aparece la mierda; se extasía: “¡Caga, mi pequeña, caga, ángel mío!”, exclama completamente inflamado. “Deja que vea bien cómo la mierda sale de tu hermoso culo”. Y la ay udaba; sus dedos, apretando el ano, facilitaban la expulsión; se masturbaba, observaba, se embriagaba de voluptuosidad, y el exceso del placer le transporta al final completamente fuera de sí; sus gritos, sus suspiros, sus manoseos, todo me convence de que alcanza la última fase del placer, y me aseguro de ello al girar la cabeza y ver cómo su instrumento en miniatura suelta unas pocas gotas de esperma en el mismo orinal que y o acababa de llenar. Este se fue sin malhumor; llegó a asegurarme que me haría el honor de volver a verme, aunque y o estuviese convencida de lo contrario, sabiendo perfectamente que jamás veía dos veces a la misma muchacha» . « Me parece muy bien» , dijo el presidente, que besaba el culo de Aline, su compañera de canapé; « hay que estar como nosotros estamos, hay que estar reducidos a la carestía que nos abruma para hacer cagar un culo más de una vez» . « Señor presidente» , dijo el obispo, « tenéis un cierto tono de voz entrecortado que me hace pensar que estáis empalmando» . « ¡Ah!, nada de eso» , contestó Curval, « beso las nalgas de vuestra señorita hija, que ni siquiera tiene la amabilidad de soltarme un miserable pedo» . « Yo soy entonces más afortunado que vos» , dijo el obispo, « pues he aquí que vuestra señora esposa acaba de ofrecerme el zurullo más bonito y más suculento…» « Vamos, silencio, señores, ¡silencio!» , dijo el duque, cuy a voz parecía ahogada por algo que le cubría la cabeza; « ¡silencio, demonios!, estamos aquí para escuchar y no para actuar» . « Así que tú no haces nada» , le dijo el obispo, « y para escuchar es por lo que te veo repantigado debajo de tres o cuatro culos» . « Vamos, vamos, tiene razón. Sigue, Duclos, será más prudente que escuchemos unas tonterías y no que las hagamos, hay que reservarse» . Y la Duclos iba a continuar, cuando se oy eron los gritos habituales y las blasfemias usuales de las ey aculaciones del duque, el cual, rodeado de su grupo, perdía lúbricamente su leche, masturbado por Augustine que se la meneaba, dijo, de manera deliciosa, y haciendo con Sophie, Zéphire y Giton todo tipo de tonterías muy parecidas a las que contaban. « Ah, ¡me cago en Dios!, no puedo soportar estos malos ejemplos. No sé de nada que haga correrse tanto como ver que alguien se corre, y ahí tienes a esta putita» , dijo hablando de Aline, « que hace un rato no podía hacer nada y que ahora hace todo lo que se quiere… No importa, me aguantaré. ¡Ah, por mucho que cagues, zorra, por mucho que cagues, no me correré!» « Ya veo, señores» , dijo Duclos, « que después de haberos pervertido, también me corresponde a mí devolveros la sensatez, y para conseguirlo voy a reanudar mi relato sin esperar vuestras órdenes» . « ¡Eh!, no, no» , dijo el obispo, « y o no soy tan reservado como el señor presidente; la leche me escuece y tiene que salir» . Y, diciendo esto, se le vio hacer delante de todo el mundo ciertas cosas que el orden que nos hemos impuesto no nos permite todavía desvelar, pero cuy a voluptuosidad hizo correr muy rápidamente la esperma cuy o escozor comenzaba a molestar sus cojones. A Durcet, absorbido en el culo de Thérèse, no se le oy ó, y probablemente la naturaleza le negaba lo que concedía a los otros dos, porque habitualmente no estaba mudo cuando ella le concedía sus favores. La Duclos, en este momento, viéndoles a todos calmados, emprendió así la continuación de sus lúbricas aventuras: « Un mes después, vi a un hombre al que había casi que violar para una operación bastante parecida a la que acabo de referiros. Yo cago en un plato y se lo acerco a la nariz, en un sillón donde estaba ley endo como si no tuviera nada que ver conmigo. Me insulta, me pregunta cómo puedo ser tan insolente como para hacer cosas semejantes en su presencia, pero no bien huele el zurullo, lo mira y lo manosea. Yo le pido excusas por mi atrevimiento, él sigue diciéndome tonterías y se corre, con la mierda bajo la nariz, diciéndome que y a volveríamos a vernos y que sabría lo que era bueno. » Un cuarto solo utilizaba en semejante fiesta a mujeres de setenta años. Le vi operar con una que tenía por lo menos ochenta. Estaba acostado en un canapé; la matrona, a horcajadas sobre él, le depositó su vieja cagada en el vientre masturbándole una vieja minga arrugada que casi no se corrió. » Había en casa de la Fournier otro mueble bastante extraño: era una especie de silla-retrete en la que un hombre podía colocarse de tal manera que su cuerpo pasara a otra habitación y que solo su cabeza se hallara a la altura del orinal. Yo estaba del lado de su cuerpo y, arrodillada entre sus piernas, le chupaba la polla lo mejor que sabía durante la operación. Ahora bien, la extraña ceremonia consistía en que un villano, pagado para eso sin saber ni investigar lo que hacía, entrara por el lado donde estaba el culo de la silla, se sentara encima y allí soltara su deposición que, así mediante, caía a plomo sobre el rostro del paciente que y o despachaba. Pero era preciso que este hombre fuera exactamente un palurdo y elegido entre lo más horrible que pudiera ofrecer la crápula; era necesario, además, que fuera viejo y feo. Antes lo mostraban, y sin todas estas cualidades era rechazado. Yo nada vi, pero lo oí: el momento espectacular fue el de la ey aculación de mi hombre; su leche penetró en mi gaznate a medida que la mierda le cubría la cara, y le vi salir de ahí en un estado que me confirmó que había sido bien servido. Terminada la operación, la casualidad me permitió encontrarme al caballero que acababa de ser utilizado: era un buen y honorable auvernés que trabajaba de peón albañil, encantadísimo de sacar un escudo de una ceremonia que, limitándose a liberar lo superfluo de sus entrañas, le resultaba infinitamente más suave y más agradable que transportar la artesilla. Era espantosamente feo y debía de tener más de cuarenta años» . « Reniego de Dios» , dijo Durcet, « eso sí que está bien» . Y entrando en su gabinete con el may or de los folladores, Thérèse y la Desgranges, se le oy ó berrear unos minutos después, sin que a la vuelta quisiera comunicar a la compañía los excesos a que acababa de entregarse. Sirvieron la cena que, por lo menos, fue tan libertina como de costumbre, y los amigos tuvieron la fantasía, aquella sobremesa, de ir cada uno por su lado, en lugar de divertirse todos juntos como solían hacer. El duque ocupó el saloncillo del fondo con Hercule, la Martaine, su hija Julie, Zelmire, Hébé, Zélamir, Cupidon y Marie. Curval se apoderó del salón de historias con Constance, que se estremecía cada vez que debía encontrarse con él, que hacía cualquier cosa menos tranquilizarle, con Fanchon, la Desgranges, Brise-cul, Augustine, Fanny, Narcisse y Zéphire. El obispo pasó al salón de reuniones con la Duclos, que aquella noche fue infiel al duque para vengarse de que él lo fuera llevándose a Martaine, con Aline, Bande- au-ciel, Thérèse, Sophie, la encantadora pequeña Colombe, Céladon y Adonis. Durcet se quedó en el comedor donde quitaron la mesa y colocaron alfombras y cojines por el suelo. Allí se encerró, digo, con Adélaïde, su querida esposa, Antinoüs, Louison, Champville, Michette, Rosette, Hy acinthe y Giton. Un redoblamiento de lubricidad más que cualquier otra razón había dictado sin duda aquel acuerdo, pues las cabezas se calentaron tanto aquella velada que, por opinión unánime, nadie se acostó, pero, a cambio, la cantidad de guarrerías y de infamias que se cometieron en cada habitación es inimaginable. Al amanecer, quisieron sentarse de nuevo a la mesa, pese a que habían bebido mucho a lo largo de la noche. Se sentaron todos mezclados, sin orden ni concierto, y las cocineras, que fueron despertadas, enviaron huevos revueltos, sopa de cebolla y tortillas. Siguieron bebiendo, pero Constance estaba con una tristeza que nada podía calmar. El odio de Curval crecía a la par que el pobre vientre de ella. Acababa de sufrir durante las orgías de aquella noche, a excepción de golpes porque habían decidido dejar crecer el fruto, de sufrir, digo, a excepción de eso, los peores tratos imaginables. Quiso quejarse a Durcet y al duque, su padre y su marido, que la mandaron al diablo y le dijeron que debía de tener algún defecto que ellos no veían para disgustar así al más virtuoso y al más honesto de los hombres: eso es todo lo que consiguió. Y fueron a acostarse. Undécima jornada e levantaron muy tarde y, suprimiendo por completo aquel día todas las S ceremonias habituales, se sentaron a la mesa al salir de la cama. El café, servido por Giton, Hy acinthe, Augustine y Fanny, fue bastante tranquilo. Aunque Durcet se empeñó absolutamente en hacer peer a Augustine, y el duque en metérsela en la boca a Fanny. Ahora bien, como del deseo al efecto en semejantes mentes solo hay siempre un paso, lo hicieron. Menos mal que Augustine estaba preparada; soltó cerca de una docena en la boca del pequeño financiero, que casi estuvo a punto de hacerle empalmar. Curval y el obispo se limitaron a sobar las nalgas de los dos chiquillos, y pasaron al salón de historias. « “Fíjate”, me dijo un día la pequeña Eugénie, que empezaba a familiarizarse con nosotras, y a la que seis meses de burdel no habían hecho más que embellecer, “fíjate, Duclos”, me dijo arremangándose las faldas, “cómo quiere Madame Fournier que lleve el culo todo el día”. Y, diciendo esto, me mostró una capa de mierda de una pulgada de espesor, que cubría por completo su pequeño y bonito agujero del culo. “¿Y qué quiere que hagas con eso?”, le dije. “Es para un viejo señor que viene esta noche”, dijo, “y que quiere encontrarme mierda en el culo”. “Bueno”, dije, “quedará contento, porque es imposible llevar más”. Y me dijo que, después de haber cagado, la Fournier la había embadurnado así intencionadamente. Llena de curiosidad por ver esta escena, tan pronto como llamaron a la linda criaturita, corrí al agujero. Era un fraile, pero de los principales; era de la orden del Cister, gordo, alto, vigoroso y casi sexagenario. Acaricia a la criatura, la besa en la boca y, después de preguntarle si está bien limpia, la arremanga para comprobar por sí mismo el estado constante de limpieza que Eugénie le aseguraba, aunque ella supiera muy bien que no era así, pero le habían dicho que hablara de este modo. “¿Cómo, pillina?”, le dijo el fraile viendo el estado de las cosas, “¿cómo te atreves a decirme que estás limpia con un culo así de cochino? Seguro que hace más de quince días que no te lo has limpiado. Ahora verás el trabajo que me da; pues y o quiero verlo limpio, y tendré que ser y o mismo el que se encargue de limpiarlo”. Y, diciendo esto, había apoy ado a la muchacha contra la cama y se había puesto de rodillas, debajo de las nalgas, abriéndolas con ambas manos. Diríase al principio que no hace más que examinar la situación; parece como sorprendido; poco a poco se familiariza con ella, su lengua se acerca, despega algunos pedazos, sus sentidos se inflaman, su polla se empina, la nariz, la boca, la lengua, todo parece trabajar a un tiempo, su éxtasis resulta tan delicioso que casi no tiene fuerzas para hablar; al fin sube la leche: se coge la polla, la masturba y, corriéndose, acaba por limpiar tan completamente este ano, que se diría que no había podido estar sucio ni un solo instante. Pero el libertino no se detenía ahí, y esta voluptuosa manía solo era para él un preliminar. Se levanta, besa una vez más a la chiquilla, le muestra un feo y sucio culazo que le ordena zarandear y masturbar; la operación le hace empalmar de nuevo, vuelve a apoderarse del culo de mi compañera, lo colma de más besos, y como lo que hizo después no es de mi competencia, ni está situado en estas narraciones preliminares, os parecerá bien que deje para Madame Martaine hablaros de los excesos de un malvado que ella ha conocido sobradamente y, para evitar incluso todo tipo de preguntas por vuestra parte, señores, a las que no me sería posible, por vuestras mismas ley es, contestar, paso a otro detalle» . « Solo una palabra, Duclos» , dijo el duque. « Hablaré con palabras encubiertas: así tus respuestas no infringirán nuestras ley es. ¿El fraile la tenía gorda y era la primera vez que Eugénie…?» « Sí, monseñor, era la primera vez, y el fraile la tenía casi tan gorda como vos» . « ¡Ah, joder!» , dijo Durcet, « ¡vay a escena, cómo me habría gustado verla!» « Quizás hubieseis sentido la misma curiosidad» , dijo Duclos al continuar, « por el personaje que pasó unos días después por mis manos. Provista de un orinal que contenía ocho o diez zurullos sacados de todas partes, y a cuy os autores le habría molestado mucho conocer, era preciso que, con mis propias manos, le frotara todo el cuerpo con esta pomada odorífera. No pasé nada por alto, ni siquiera la cara, y cuando llegué a la polla, que le masturbaba al mismo tiempo, el infame marrano, que se contemplaba complacidamente ante un espejo, me dejó en la mano las pruebas de su triste virilidad. » Por fin hemos llegado, señores, al fin el homenaje se dirigirá al auténtico templo. Me habían dicho que estuviera preparada, llevaba dos días aguantándome. Era un comendador de Malta que, para semejante operación, veía todas las mañanas a una muchacha nueva; la escena se desarrollaba en su casa. “Hermosas nalgas”, me dijo abrazándome el trasero; “pero, hija mía”, prosiguió, “no basta con tener un bonito culo, es preciso también que ese bonito culo cague. ¿Tienes ganas?” “Me muero de ganas, señor”, le contesté. “¡Ah, diablos!, es delicioso”, dijo el comendador; “eso es lo que se llama servir al cliente como es debido, pero ¿te importará cagar, pequeña, en el orinal que voy a presentarte?” “A fe mía, señor”, le contesté, “que tengo tantas ganas que cagaría en cualquier parte, incluso en su boca…” “¡Ah!, ¡en mi boca!, ¡qué deliciosa! Pues bien, este es precisamente el único orinal que tengo para ofrecerte”. “¡Bien!, dádmelo, señor, dádmelo cuanto antes”, le contesté, “porque y a no puedo más”. Se coloca, y o me subo a horcajadas sobre él; entretanto, le masturbó; sostiene mis caderas con sus manos y recibe, pero entregándoselo cagarruta a cagarruta, todo lo que le cago en el pico. Mientras, se extasía; mi puño apenas consigue sacarle los chorros de semen que pierde; le masturbó, termino de cagar, nuestro hombre se extasía, y le dejo satisfechísimo de mí, porque tuvo por lo menos la amabilidad de decírselo a la Fournier al pedirle otra para el día siguiente. » El que siguió sumaba a unos episodios bastante semejantes el de conservar por más tiempo los pedazos en la boca. Los reducía a líquido, se enjugaba largo rato la boca con él y los devolvía hechos agua. » El quinto tenía, si cabe, una fantasía aún más extravagante. Quería encontrar cuatro zurullos sin una sola gota de orina en el orinal de una silla- retrete. Le encerraban a solas en la habitación donde se hallaba este tesoro; jamás llevaba a ninguna muchacha consigo, y había que tener el may or cuidado en que todo quedara bien cerrado, que no pudiera ser visto ni divisado por ningún lado. Entonces actuaba; pero deciros cómo me resulta imposible, pues nunca lo vio nadie. Todo lo que se sabe es que, cuando entraban en la habitación después de él, encontraban el orinal muy vacío y extremadamente limpio: pero lo que hacía de los cuatro zurullos, creo que al propio diablo le costaría contároslo. Tenía la posibilidad de arrojarlo a los retretes, pero tal vez hacía otra cosa. Lo que permite pensar que no hacía en absoluto eso que podríais suponer es que dejaba a la Fournier la tarea de procurarle los cuatro zurullos sin informarse jamás de dónde venían y sin hacer nunca la mínima recomendación al respecto. Un día, para ver si lo que íbamos a decirle le alarmaría, alarma que habría podido ofrecernos alguna luz sobre la suerte de las cagadas, le dijimos que las que le habíamos dado aquel día provenían de varias personas enfermas y aquejadas de sífilis. Se rio con nosotras sin enfadarse, cosa que, sin embargo, es verosímil de haber hecho con estos zurullos otra cosa que tirarlos. Cuando a veces quisimos profundizar nuestras preguntas, nos hizo callar y nunca supimos más. » Es todo lo que tengo que deciros esta noche» , dijo Duclos, « en espera de entrar mañana en un nuevo orden de cosas, por lo menos respecto a mi existencia; pues, en lo que se refiere al gusto encantador que idolatráis, me faltan, señores, por lo menos dos o tres días para tener el honor de entreteneros con él» . Las opiniones se dividieron respecto a la suerte de las ñordas del hombre del que se acababa de hablar, y mientras se hablaba de ello hicieron salir a unos cuantos; y el duque, que quería que todo el mundo viera la predilección que sentía por la Duclos, mostró a toda la sociedad la manera libertina con que se divertía con ella, y la desenvoltura, la destreza, la prontitud, acompañada de las más bonitas frases, con que ella tenía el arte de satisfacerle. La cena y las orgías fueron bastante tranquilas y, como no hubo ningún acontecimiento de importancia hasta la velada siguiente, será con los relatos con que la Duclos la amenizó con los que comenzaremos la historia de la duodécima jornada. Duodécima jornada «E l nuevo estado en que voy a entrar me obliga» , dijo la Duclos, « a encaminaros por un instante, señores, hacia el detalle de mi persona. Es más fácil imaginar los placeres que se describen cuando el objeto que los proporciona es conocido. Yo acababa de alcanzar los veintiún años. Era morena, pero la piel, pese a eso, de la más agradable blancura. La abundante cabellera que cubría mi cabeza descendía en ondas flotantes y naturales hasta el final de mis muslos. Tenía los ojos que veis y que siempre han sido considerados hermosos. Mi talle estaba un poco lleno, aunque alto, flexible y fino. Respecto a mi trasero, a esta parte tan interesante para los libertinos de hoy, era, por confesión de todo el mundo, superior a cuanto puede verse de más sublime en la materia, y pocas mujeres en París lo tenían tan deliciosamente torneado: era lleno, redondo, muy gordo y muy rollizo, sin que esta gordura disminuy era un ápice su elegancia; el más ligero movimiento descubría al instante la rosita que tanto os gusta, señores, y que, y o estoy totalmente de acuerdo con vosotros, es el atractivo más delicioso de una mujer. Aunque llevaba mucho tiempo en el libertinaje, era imposible estar más lozana, tanto a causa del buen temperamento que me había dado la naturaleza como por mi extrema prudencia respecto a los placeres que podían ajar mi lozanía o perjudicar mi temperamento. Me gustaban muy poco los hombres, y solo me había apegado a ellos una única vez. Casi lo único que tenía de libertina era la mente, pero de manera tan extraordinaria que, después de haberos descrito mis atractivos, es muy justo que os entretenga un poco con mis vicios. Me han gustado las mujeres, señores, no lo oculto. Sin llegar, no obstante, al extremo de mi querida compañera, Madame Champville, que os contará sin duda que se ha arruinado por ellas, pero siempre las he preferido a los hombres en mis placeres, y los que ellas me proporcionaban han ejercido siempre sobre mis sentidos un dominio más poderoso que las voluptuosidades masculinas. He tenido, además, el defecto de que me gustara robar: es increíble hasta qué punto he llevado esta manía. Totalmente convencida de que todos los bienes deben ser iguales sobre la Tierra y de que solo la fuerza y la violencia se oponen a esta igualdad, primera ley de la naturaleza, he intentado corregir la suerte y restablecer el equilibrio lo mejor que he podido. Y sin esta maldita manía tal vez seguiría con el bienhechor mortal del que voy a hablaros» . « ¿Y has robado mucho en tu vida?» , le preguntó Durcet. « Muchísimo, señor; si no hubiera gastado siempre lo que robaba, hoy sería muy rica» . « Pero ¿le has añadido alguna circunstancia agravante?» , prosiguió Durcet. « ¿Ha habido fractura, abuso de confianza, engaño manifiesto?» « Ha habido todo lo que puede haber» , dijo la Duclos; « he creído que no debía detenerme en estos temas para no alterar el orden de mi narración, pero, y a que veo que esto puede divertiros, no olvidaré en un futuro comentároslos. A este defecto siempre me han reprochado añadir otro, tener muy mal corazón; pero ¿es culpa mía? ¿Acaso no proceden de la naturaleza nuestros vicios o nuestras perfecciones, y puedo y o endulzar un corazón que ella ha hecho insensible? No recuerdo que en toda mi vida hay a llorado por mis males y mucho menos por los ajenos. Amé a mi hermana y la perdí sin el menor dolor: habéis sido testigos de la flema con la que acabo de enterarme de su pérdida. Vería, a Dios gracias, perecer el universo sin derramar una sola lágrima» . « Así hay que ser» , dijo el duque; « la compasión es la virtud de los necios, y, pensándolo bien, se advierte que siempre es ella la que nos hace perder voluptuosidades. Pero con ese defecto, tú debes de haber cometido crímenes, pues la insensibilidad conduce allí directamente» . « Monseñor» , dijo la Duclos, « las reglas que habéis prescrito a nuestros relatos me impiden hablaros de muchísimas cosas; las habéis dejado para mis compañeras. Pero solo puedo deciros una cosa: y es que, por muy malvadas que se describan ante vuestros ojos, podéis estar perfectamente seguros de que y o jamás he valido más que ellas» . « He aquí lo que se llama hacerse justicia» , dijo el duque. « Vamos, sigue; tenemos que contentamos con lo que nos digas, y a que nosotros mismos te hemos limitado, pero recuerda que, en nuestros encuentros, no prescindiré de tus malos comportamientos» . « No os ocultaré nada, monseñor. Y ojalá, después de haberme oído, no os arrepintáis de haber concedido un poco de benevolencia a un ser tan malvado. Y prosigo. Pese a todos estos defectos y, por encima de todos, al de desconocer por entero el humillante sentimiento de la gratitud, que y o solo admitía como un peso injurioso para la humanidad y que degrada por completo el orgullo que hemos recibido de la naturaleza, con todos estos defectos, digo, mis compañeras me querían, y de todas ellas era la más buscada por los hombres. Así era mi situación, cuando un recaudador de impuestos llamado D’Aucourt vino a echar una cana al aire a casa de la Fournier. Como era uno de sus parroquianos habituales, aunque más con muchachas de fuera que con las de la casa, tenían grandes consideraciones con él, y Madame, que estaba empeñada en que nos conociéramos, me avisó con dos días de antelación de que le guardara lo que y a sabéis y que le gustaba más que a ninguno de los hombres que había visto; ahora lo veréis en detalle. D’Aucourt llega y, después de examinarme, riñe a Madame Fournier por no haberle ofrecido antes una criatura tan bonita. Yo le agradezco su honradez, y subimos. D’Aucourt era un hombre de unos cincuenta años, grueso, gordo, pero de un semblante agradable, dotado de ingenio y, lo que más me gustaba de él, de una dulzura y una honradez de carácter que me encantaron desde el primer momento. “Debes de tener el culo más hermoso del mundo”, me dijo D’Aucourt atray éndome hacia él y metiendo bajo las faldas una mano que dirigió inmediatamente al trasero: “Soy un entendido en la materia, y las muchachas de tu porte tienen casi siempre un hermoso culo. ¡Bueno!, ¿no lo decía?”, prosiguió no bien lo hubo palpado un instante; “¡qué fresco, qué redondo!”. Y dándome la vuelta con presteza, mientras levantaba con una mano mis faldas hasta las caderas y palpaba con la otra, se dispuso a examinar el altar adonde se dirigían sus deseos. “¡Vay a!”, exclamó, “es realmente uno de los culos más bonitos que he visto en toda mi vida, y vay a si habré visto… Abrete… Veamos esta fresa… que la chupo…, que la devoro… Es realmente un culo precioso… ¡Eh!, dime, pequeña, ¿te han avisado?” “Sí, señor”. “¿Te han dicho que y o hacía cagar?” “Sí, señor”. “Pero ¿y tu salud?”, prosigue el financiero. “¡Oh, señor!, no hay problema”. “Es que y o llevo la cosa un poco lejos”, continuó, “y, si no estás completamente sana, correría cierto peligro”. “Señor”, le dije, “puede hacer absolutamente todo lo que quiera. Respondo de mí como de un niño recién nacido; puede actuar con toda seguridad”. Después de este preámbulo, D’Aucourt me ordenó inclinarme sobre él, manteniendo siempre mis nalgas abiertas, y pegando su boca a la mía sorbió mi saliva durante un cuarto de hora. Lo dejaba para soltar algún “¡joder!” y volvía de nuevo a succionar amorosamente. “Escupe, escupe en mi boca”, me decía de vez en cuando, “llénala de saliva”. Y entonces noté su lengua que giraba alrededor de mis encías, que se hundía cuanto podía y que parecía atraer hacia sí todo lo que encontraba. “Vamos”, dijo, “se me pone tiesa, manos a la obra”. Entonces volvió a mirar mis nalgas, ordenándome que diera vuelo a su polla. Saqué un pequeño instrumento de tres dedos de grosor, liso y de unas cinco pulgadas de largo, que estaba muy tieso y muy enfurecido. “Quítate las faldas”, me dijo D’Aucourt, “y o voy a quitarme los calzones; es preciso que ambos culos estén a sus anchas para la ceremonia que vamos a celebrar”. Después, tan pronto como le hube obedecido, continuó: “Súbete bien la camisa hasta debajo del corsé y muestra el trasero del todo… Echate de bruces en la cama”. Entonces se sentó en una silla y siguió acariciándome las nalgas, cuy a visión parecía embriagarle. De pronto las separó, y noté como su lengua penetraba en lo más hondo para comprobar, decía, de una manera incontestable si era cierto que la gallina tenía ganas de poner: utilizo sus propias expresiones. Mientras tanto, y o no le tocaba: él mismo meneaba ligeramente el pequeño miembro seco que y o acababa de descubrir. “Vamos”, dijo, “hija mía, manos a la obra; la mierda está a punto, la he tocado, acuérdate de cagar poco a poco y de esperar siempre a que hay a devorado un pedazo antes de empujar el siguiente. Mi operación es larga, pero no la precipites. Un golpecito en las nalgas te avisará de que empujes, pero que siempre sea poco a poco”. Habiéndose instalado entonces lo más cómodo posible respecto al objeto de su culto, pega su boca, y y o le suelto casi inmediatamente una cagarruta del tamaño de un pequeño huevo. Lo chupa, le da vueltas y más vueltas en la boca, lo mastica, lo saborea, y, al cabo de dos o tres minutos, veo claramente que lo traga. Empujo: idéntica ceremonia, y como mis ganas eran prodigiosas, diez veces consecutivas su boca se llena y se vacía sin que tenga jamás el aspecto de estar harto. “Ya está, señor”, le dije al final; “por más que empuje será inútil”. “Sí”, dijo, “mi pequeña, ¿y a no queda más? Vamos, entonces tengo que correrme, sí, tengo que correrme rebañando este hermoso culo. ¡Oh, me cago en Dios!, ¡cuánto placer me das! Jamás he comido una mierda más deliciosa, se lo pregonaré a todo el mundo. Dame, dame, ángel mío, dame este hermoso culo para que lo chupe, para que lo siga devorando”. Y hundiendo en él un pie de lengua, y masturbándose él mismo, el libertino esparce su leche por mis piernas, no sin una multitud de palabras soeces y de blasfemias, imprescindibles, por lo que me pareció, para completar su éxtasis. Cuando hubo terminado, se sentó, me dijo que me acercara y, contemplándome con interés, me preguntó si no estaba cansada de la vida de burdel y si no me gustaría encontrar a alguien que se decidiera a retirarme. Viéndole atrapado, me hice la difícil, y para evitaros unos pormenores que no tienen nada de interesante, después de una hora de discusión, me dejé persuadir, y decidimos que a partir del día siguiente iría a vivir a su casa a razón de veinte luises por mes y la alimentación; que, como era viudo, podría ocupar sin inconveniente alguno un entresuelo de su hotelito; que allí tendría una muchacha para servirme y la compañía de tres de sus amigos y de sus queridas, con los cuales se reunía para unas cenas libertinas cuatro veces por semana, a veces en casa de uno y a veces en casa de otro; que dijera que mi única preocupación sería comer mucho, y siempre lo que él me sirviera, porque, haciendo lo que él hacía, era esencial que me hiciera alimentar a su manera, comer mucho, digo, dormir mucho para que las digestiones fueran fáciles, purgarme regularmente todos los meses, y cagar dos veces al día en su boca; que esto no debía asustarme porque, hinchándome de comida como iba a hacer, más bien sentiría la necesidad de hacerlo tres veces que dos. El financiero, como primera prenda del acuerdo, me entregó un diamante muy hermoso, me abrazó, me dijo que me arreglara con la Fournier y que estuviera preparada a la mañana del día siguiente, momento en que él mismo vendría a buscarme. Mis adioses fueron breves; mi corazón no lamentaba nada, pues ignoraba el arte de encariñarse, pero mis placeres lamentaban a Eugénie, con la que mantenía desde hacía seis meses unas relaciones muy íntimas, y me fui. D’Aucourt me recibió a las mil maravillas y me instaló él mismo en el precioso apartamento que habría de ser mi vivienda, y no tardé en estar perfectamente instalada. Estaba condenada a hacer cuatro comidas, de las que se eliminaban una infinidad de cosas que, sin embargo, me habrían apetecido mucho, como el pescado, las ostras, las salazones, los huevos y todo tipo de productos lácteos; pero estaba tan bien compensada por otro lado que, a decir verdad, habría sido muy caprichoso por mi parte quejarme. La base de mi alimentación consistía en una inmensidad de pechugas de ave, y de caza desosada preparada de todo tipo de maneras, poca carne de carnicería, ningún tipo de grasa, muy poco pan y muy poca fruta. Tenía que comer este tipo de manjares incluso en el desay uno de la mañana y en la merienda de la tarde; a esas horas, me los servían sin pan, y D’Aucourt me rogó que poco a poco me fuera absteniendo por completo de él, hasta el punto que en los últimos momentos y a ni lo probaba, así como tampoco la sopa. El resultado de esta dieta, como él había y a previsto: dos deposiciones diarias, muy suaves, muy blandas y con el sabor más exquisito, que es lo que él pretendía, y que no podía darse con una nutrición normal; y había que creerle, porque era un experto. Nuestras operaciones se hacían cuando se levantaba y cuando se acostaba. Los detalles eran más o menos los mismos que os he contado: comenzaba siempre por chupar largo rato mi boca, que tenía que presentarle siempre en su estado natural y antes de lavarla; solo se me permitía enjuagarla después. Además no se corría en cada ocasión. Nuestro acuerdo no exigía ninguna fidelidad por su parte: D’Aucourt me tenía en su casa como el plato fuerte, como el asado de buey, pero no por ello dejaba de salir todas las mañanas a divertirse a otra parte. Dos días después de mi llegada, sus compañeros de orgía vinieron a cenar a casa, y como cada uno de los tres ofrecía en el gusto que analizamos un tipo de pasión diferente, aunque igual en el fondo, estaréis de acuerdo, señores, en que, debiendo constar en nuestra colección, insista un poco sobre las fantasías a las que se entregaron. Llegaron los invitados. El primero era un viejo consejero del Parlamento, de unos sesenta años, que se llamaba D’Erville; tenía por querida una mujer de cuarenta años, muy hermosa, y que no tenía más defecto que un cierto exceso de gordura; la llamaban Madame du Cange. El segundo era un militar retirado, de cuarenta y cinco a cincuenta años, que se llamaba Desprès; su querida era una mujer muy bonita de veintiséis años, con el cuerpo más hermoso que pueda imaginarse; se llamaba Marianne. El tercero era un viejo abate de sesenta años, que se llamaba Du Coudrais y cuy a querida era un muchacho de dieciséis años, hermoso como el día y que presentaba como su sobrino. Se sirvió en los entresuelos de los que y o ocupaba una parte. La comida fue tan alegre como exquisita, y observé que la señorita y el muchacho estaban prácticamente a la misma dieta que y o. Los caracteres se mostraron durante la cena. Era imposible ser más libertino de lo que era D’Erville; sus ojos, sus frases, sus gestos, todo anunciaba el desenfreno, todo describía el libertinaje. Desprès parecía más tranquilo, pero no por ello la lujuria era menos el alma de su vida. El abate, por su parte, era el ateo más orgulloso que cabía ver: las blasfemias volaban sobre sus labios casi a cada palabra. En cuanto a las señoritas, imitaban a sus amantes, eran charlatanas y, en cualquier caso, bastante agradables. El muchacho, por su parte, me pareció tan tonto como guapo, y por más que la Du Cange, a la que se veía un poco prendada de él, le lanzara de vez en cuando tiernas miradas, él apenas tenía el aire de percibirlas. Todos los modales se perdieron en los postres y las conversaciones se volvieron tan marranas como los gestos. D’Erville felicitó a D’Aucourt por su nueva adquisición y le preguntó si y o tenía un culo hermoso, y si cagaba bien. “¡Pardiez!”, dijo mi financiero, “puedes averiguarlo cuando quieras; y a sabes que entre nosotros todos los bienes son comunes y que nos prestamos de tan buen grado las queridas como las bolsas”. “¡Ah, pardiez!”, dijo D’Erville, “acepto”. Y, cogiéndome inmediatamente de la mano, me propuso pasar a un gabinete. Como y o titubeara, la Du Cange me dijo descaradamente: “Vay a, vay a, señorita, aquí no gastamos cumplidos; mientras tanto, y o me ocuparé de su amante”. Y habiéndome hecho D’Aucourt, a quien consulté con la mirada, un signo de aprobación, seguí al viejo consejero. Él es, señores, quien os ofrecerá, al igual que los dos siguientes, los tres episodios del gusto que tratamos y que deben componer la may or parte de mi narración de esta velada. » Tan pronto como me hube encerrado con D’Erville, muy excitado por los vapores de Baco, me besó en la boca con los may ores arrebatos y me lanzó tres o cuatro eruptos de vino de Aï que estuvieron a punto de hacerme arrojar por la boca lo que me pareció inmediatamente que él tenía muchas ganas de ver salir por otra parte. Me alzó las faldas, examinó mi trasero con toda la lubricidad de un libertino consumado, después me dijo que no le sorprendía la elección de D’Aucourt, porque y o tenía uno de los culos más hermosos de París. Me rogó que empezara con unos cuantos pedos, y cuando hubo recibido una media docena volvió a besarme la boca, sobándome y abriéndome fuertemente las nalgas. “¿Te vienen ganas?”, me dijo. “Ya han venido”, le dije. “Pues bien, preciosa criatura”, me dijo, “caga en este plato”. Y, para ello, había traído uno de porcelana blanca, que sostuvo mientras y o empujaba y él examinaba escrupulosamente la salida del zurullo de mi trasero, espectáculo delicioso que lo embriagaba, decía, de placer. Cuando hube terminado, recogió el plato, respiró deliciosamente el voluptuoso manjar que contenía, manoseó, besó, olisqueó el zurullo, después, diciéndome que y a no podía más y que la lubricidad lo embriagaba a la vista de la ñorda más deliciosa que había visto en toda su vida, me rogó que le chupara la polla. Aunque esta operación no tuvo nada de agradable, el temor de enfadar a D’Aucourt enojando a su amigo me hizo aceptar. Se sentó en un sillón, con el plato apoy ado en una mesa vecina sobre la cual se echó de bruces, con la nariz metida en la mierda; estiró las piernas, y o me coloqué en un asiento más bajo, cerca de él, y después de extraer de su bragueta una fofa sospecha de pene en lugar de un miembro real, me vi, pese a mi repugnancia, chupeteando la bonita reliquia, esperando que en mi boca adquiriría por lo menos un poco de consistencia: me equivocaba. Tan pronto como la hube recogido, el libertino empezó su operación; devoró más que comió el lindo huevecito fresquísimo que y o acababa de poner para él: no tardó más de tres minutos, durante los cuales sus extensiones, sus movimientos, sus contorsiones, me anunciaron una voluptuosidad de las más ardientes y de las más expresivas. Pero, por mucho que hizo, nada se levantó, y el miserable diminuto instrumento, después de haber llorado de despecho en mi boca, se retiró más avergonzado que nunca y dejó a su dueño en ese abatimiento, en ese abandono, en ese agotamiento que es la consecuencia funesta de las grandes voluptuosidades. Volvimos. “¡Ah, maldito sea Dios!”, dijo el consejero; “jamás he visto cagar así”. » Cuando regresamos, solo estaban el abate y su sobrino, y acto seguido os contaré lo que hacían. Por mucho que los demás intercambiaran sus queridas, Du Coudrais, muy satisfecho, jamás tomaba otra y jamás cedía la suy a. Le habría sido imposible, contaron, divertirse con una mujer; era la única diferencia que había entre D’Aucourt y él. En todo lo restante, efectuaba la misma ceremonia, y, cuando aparecimos, el muchacho estaba apoy ado en una cama, ofreciendo el culo a su querido tío que, arrodillado ante él, recibía amorosamente en su boca y después engullía, todo ello masturbándose él mismo una minina muy pequeña que vimos colgar entre sus muslos. Pese a nuestra presencia, el cura se corrió perjurando que aquella criatura cada día cagaba mejor. » Marianne y D’Aucourt, que se divertían juntos, no tardaron en reaparecer, seguidos de Desprès y de la Du Cange, quienes, por lo que dijeron, solo se habían magreado mientras me esperaban. “Porque”, dijo Desprès, “ella y y o somos viejos conocidos, y en cambio, tú, mi hermosa reina, a la que veo por vez primera, me inspiras el más ardiente deseo de solazarme inmediatamente contigo”. “Pero, señor”, le dije, “el señor consejero se lo ha llevado todo; y a no me queda nada por ofrecerle”. “Bien”, me dijo riendo, “no te pido nada, soy y o quien te ofrecerá todo; solo necesito tus dedos”. Con curiosidad por ver qué significaba ese enigma, le sigo y, tan pronto como nos encerramos, me pide besarme el culo solo un minuto. Se lo ofrezco y, después de dos o tres chupadas en el agujero, desabrocha sus calzones y me pide que le devuelva lo que acaba de prestarme. La actitud que había adoptado me inspiraba algunas sospechas; estaba a horcajadas en una silla, apoy ándose en el respaldo y teniendo debajo de él una bandeja a punto de ser utilizada. Por lo que, viéndole dispuesto a realizar él mismo la operación, le pregunté qué necesidad había de que y o le besara el culo. “La may or, corazón mío”, me contestó, “pues mi culo, el más caprichoso de todos los culos, solo caga cuando lo besan”. Obedecí, pero con cierta timidez, y él dándose cuenta, me dijo imperiosamente: “¡Más cerca, carajo!, más cerca, señorita, ¿le asusta un poco de mierda?”. Al fin, por condescendencia, llevé mis labios hasta las cercanías del agujero; pero tan pronto como los notó se desahoga, y la irrupción fue tan violenta que una de mis mejillas se encontró totalmente tiznada. Solo necesitó de un tirón para llenar el plato; en toda mi vida había visto y o una cagada semejante: colmaba por sí sola una profundísima ensaladera. Nuestro hombre se apodera de ella, se acuesta encima de ella en el borde de la cama, me presenta su culo completamente lleno de mierda y me ordena que le masturbe enérgicamente mientras que él devolverá inmediatamente a sus entrañas lo que acaba de vomitar. Por muy sucio que estuviera aquel trasero, tuve que obedecer. “Sin duda su querida lo hace”, me dije; “no puedo ser más remilgada que ella”. Hundo tres dedos en el orificio cenagoso que se presenta; nuestro hombre está en el séptimo cielo, se hunde en sus propios excrementos, chapotea en ellos, se nutre de ellos, una de sus manos sostiene la bandeja, la otra sacude una polla que se anuncia muy majestuosamente entre sus muslos. Mientras tanto y o reduplico mis cuidados, triunfan; descubro por el estrechamiento de su ano que los músculos erectores están a punto de arrojar la semilla; no me turbo, la bandeja se vacía y el buen hombre se corre. De vuelta al salón, descubro al inconstante D’Aucourt con la bella Marianne. El tunante se había pasado por la piedra a las dos. Ya solo le quedaba el paje, con el que creo que también se habría arreglado la mar de bien si el celoso cura hubiera accedido a cedérselo. Cuando nos reunimos todos, se habló de desnudarnos y de hacer en grupo unas cuantas extravagancias. El proy ecto me encantó, porque me daba la ocasión de ver el cuerpo de Marianne, que tenía muchas ganas de examinar. Era delicioso, firme, blanco, esbelto, y su culo, que sobé dos o tres veces bromeando, me pareció una auténtica obra maestra. “¿De qué os sirve una muchacha tan bonita”, le dije a Desprès, “para el placer que creo que preferís?” “¡Ah!”, me dijo, “no conoces todos nuestros misterios”. No conseguí saber más y, aunque viví más de un año con ellos, ninguno de los dos quiso aclararme nada, y siempre he ignorado el resto de sus acuerdos secretos que, sean de la suerte que fueran, no impiden que el gusto que su amante satisfizo conmigo no sea una pasión completa y digna bajo todos los aspectos de ocupar un lugar en esta colección. En cualquier caso, solo podía ser algo episódico, y que y a ha sido o sin duda será a lo largo de nuestras veladas. Después de unos cuantos libertinajes bastante indecentes, algunos pedos, unas pocas cagarrutas restantes, muchas palabras y grandes impiedades por parte del cura, que parecía sentir en decirlas una de sus más perfectas voluptuosidades, nos vestimos y fuimos todos a acostarnos. A la mañana del día siguiente, acudí como de costumbre al despertar de D’Aucourt, sin que ninguno de los dos nos reprocháramos nuestras pequeñas infidelidades de la víspera. Me dijo que, después de mí, no conocía a muchacha alguna que cagara mejor que Marianne. Le hice unas cuantas preguntas sobre lo que ella hacía con un amante que se bastaba tan bien a sí mismo, pero me dijo que era un secreto que ni el uno ni el otro habían querido jamás revelar. Y recuperamos, mi amante y y o, nuestra rutina habitual. Yo no estaba tan arrestada en casa de D’Aucourt como para que a veces no se me permitiera salir. Decía que se fiaba plenamente de mi honestidad; y o debía ver el peligro a que le expondría estropeando mi salud, y me dejaba dueña de todo. Así que le atendí y obedecí en todo lo que se refería a esta salud por la que se tomaba egoístamente tanto interés, pero en todo lo demás me consideré autorizada a hacer más o menos todo lo que me granjeara dinero. Y en consecuencia, vivamente solicitada por la Fournier para ir a hacer sesiones a su casa, me entregué a todas aquellas en las que ella me aseguró un honesto beneficio. Ya no era una pupila suy a: era una señorita mantenida por un recaudador de impuestos y que, para complacerla, accedía a pasar una hora en su casa… Podéis imaginaros cómo se pagaba esto. En una de estas infidelidades pasajeras fue cuando encontré al nuevo secuaz de mierda del que voy a hablaros» . « Un momento» , dijo el obispo; « no he querido interrumpirte antes de que llegaras a una pausa, pero, y a que has llegado, acláranos, por favor, dos o tres objetos esenciales de esta última parte. Cuando celebrabais las orgías después de los encuentros a dos, el cura, que hasta entonces solo había acariciado a su puto, ¿le fue infiel y te manoseó, y los otros lo fueron a sus mujeres para acariciar al muchacho?» « Monseñor» , dijo la Duclos, « el cura jamás abandonó a su muchacho; alienas nos miró a nosotras, aunque estuviéramos desnudas y a su lado. Pero se divirtió con los culos de D’Aucourt, de Desprès y de D’Erville; los besó, los lamió; D’Aucourt y D’Erville le cagaron en la boca, y él se tragó más de la mitad de cada una de las dos cagadas. Pero a las mujeres no las tocó. No ocurrió lo mismo con los otros tres amigos, respecto a su joven puto; le besaron y le lamieron el agujero del culo. Desprès se encerró con él para no sé qué operación» . « Bien» , dijo el obispo, « y a ves que no lo habías dicho todo, y que esto, que no contaste, representa una pasión más, y a que ofrece la imagen del gusto de un hombre que se hace cagar en la boca por otros hombres, aunque sean muy ancianos» . « Es cierto, monseñor» , dijo Duclos; « hacéis que me dé cuenta de que estaba equivocada, pero no me enfado, porque así se termina mi velada, que y a iba siendo demasiado larga. Una cierta campana que oiremos dentro de poco me habría convencido de que no tendría tiempo de terminar la velada con la historia que iba a empezar, y que, si os parece bien, la dejaremos para mañana» . En efecto, sonó la campana, y como nadie se había corrido en toda la velada y todas las pollas, sin embargo, estaban enhiestas, fueron a cenar prometiéndose desquitarse en las orgías. Pero el duque no consiguió llegar tan lejos y, después de ordenar a Sophie que le presentara las nalgas, hizo cagar a la hermosa muchacha y se tragó el zurullo de postre. Durcet, el obispo y Curval, todos ellos igualmente ocupados, exigieron la misma operación, el primero a Hy acinthe, el segundo a Céladon y el tercero a Adonis. Como este último no pudo satisfacerle, fue anotado en el siniestro libro de castigos, y Curval, blasfemando como un malvado, se vengó en el culo de Thérèse, que le soltó a bocajarro la mierda más completa que era posible ver. Las orgías fueron libertinas, y Durcet, renunciando a las cagadas de la juventud, dijo que aquella noche solo quería las de sus tres viejos amigos. Le contentaron, y el pequeño libertino se corrió como un semental devorando la mierda de Curval. La noche introdujo un poco de calma en tanta intemperancia y devolvió a nuestros libertinos los deseos y las fuerzas. Decimotercera jornada l presidente, que se acostaba aquella noche con su hija Adélaïde, habiéndose E divertido con ella hasta el momento de su primer sueño, la había relegado a un jergón, en el suelo, cerca de su cama, para dar su sitio a Fanchon, a la que siempre quería cerca de él cuando la lubricidad lo despertaba, lo que le sucedía casi todas las noches. A eso de las tres, se despertaba con un sobresalto, juraba y blasfemaba, como un poseso. Le invadía entonces una especie de furor lúbrico que, a veces, resultaba peligroso. He aquí por qué le gustaba entonces tener cerca de él a la vieja Fanchon, pues ella dominaba al máximo el arte de calmarlo, bien ofreciéndose a sí misma, bien presentándole inmediatamente alguno de los objetos que dormían en su habitación. Aquella noche, el presidente, que recordó inmediatamente algunas infamias cometidas con su hija mientras se dormía, volvió a pedirla inmediatamente para reanudarlas, pero ella no estaba. Imagínese la turbación y el rumor que provoca inmediatamente un acontecimiento semejante. Curval se levanta enfurecido, pregunta por su hija; encienden las velas, buscan, escudriñan, no aparece. El primer movimiento fue pasar al apartamento de las muchachas; visitan todas las camas, y la interesante Adélaïde es encontrada finalmente en bata, sentada al lado de la cama de Sophie. Las dos encantadoras muchachas, a las que unía un carácter de ternura similar, una piedad, unos sentimientos de virtud, de candor y de amenidad absolutamente idénticos, habían concebido la una por la otra la más bella ternura y se consolaban mutuamente de la horrible suerte que las abrumaba. Hasta entonces nadie se había dado cuenta, pero las investigaciones permitieron descubrir que no era la primera vez que aquello sucedía, y se supo que la may or inspiraba a la otra los mejores sentimientos y la alentaba, sobre todo a no alejarse de la religión y de sus deberes hacia un Dios que las consolaría un día de todos sus males. Dejo al lector imaginar el furor y los arrebatos de Curval cuando descubrió allí a la bella misionera. La cogió por el pelo y, llenándola de injurias, la arrastró a su habitación, donde la ató a la columna de la cama, y la dejó allí hasta la mañana siguiente reflexionando sobre su despropósito. Habiendo acudido cada uno de los amigos a esta escena, es fácil imaginar con qué vehemencia hizo anotar Curval a las dos delincuentes en el libro de castigos. El duque era partidario de una corrección inmediata, y la que proponía no era suave; pero, habiéndole formulado el obispo una objeción muy razonable sobre lo que él quería hacer, Durcet se contentó con apuntarlas. No había manera de meterse con las viejas. Aquella noche los señores las habían hecho acostarse a todas en sus habitaciones. Así pues, esto aclaró un vicio de administración, y se decidió para el futuro que permaneciera siempre asiduamente al menos una vieja con las muchachas y otra con los muchachos. Se acostaron de nuevo, y Curval, a quien la ira había puesto aún más cruelmente impúdico, hizo a su hija unas cosas que todavía no podemos contar, pero que, precipitando su ey aculación, le dejaron por lo menos dormir tranquilo. Al día siguiente, todas las gallinas estaban tan asustadas que no se encontró a ninguna delincuente, y entre los muchachos solo al pequeño Narcisse, a quien Curval había prohibido, desde la víspera, limpiarse el culo, queriendo encontrarlo lleno de mierda en el café, que esta criatura debía servir aquel día, y que, habiendo desdichadamente olvidado la orden, se había limpiado el ano con el may or cuidado. Por mucho que él dijera que su falta era reparable, y a que tenía ganas de cagar, se le había ordenado que la conservara y, por consiguiente, sería anotado en el libro fatal; ceremonia que el temible Durcet realizó al instante bajo sus ojos, haciéndole sentir toda la enormidad de su culpa y que tal vez solo faltaba eso para frustrar la ey aculación del señor presidente. Constance, a la que y a no molestaban a ese respecto a causa de su estado, la Desgranges y Brise-cul fueron los únicos que obtuvieron permiso de capilla, y todo el resto recibió orden de reservarse para la noche. El acontecimiento nocturno ocupó la conversación del almuerzo; se rieron del presidente por dejar escapar así los pájaros de su jaula; el vino de Champaña le devolvió la alegría, y pasaron al café. Narcisse y Céladon, Zelmire y Sophie, lo sirvieron. Esta última estaba muy avergonzada; le preguntaron cuántas veces había ocurrido aquello, ella contestó que solo era la segunda y que Madame de Durcet le daba tan buenos consejos que era realmente muy injusto castigarlas a las dos por esto. El presidente le aseguró que lo que ella llamaba buenos consejos eran, en su situación, muy malos, y que la devoción que ella le metía en la cabeza solo serviría para que la castigaran todos los días; que no debía tener, allí donde se encontraba, otros maestros y otros dioses que sus tres colegas y él, ni otra religión que la de servirlos y obedecerlos ciegamente en todo. Y, mientras la sermoneaba, la hizo arrodillarse entre sus piernas y le ordenó que le chupara la polla, cosa que la pobrecita desdichada realizó temblorosa. El duque, siempre partidario, a falta de algo mejor, de follar entre los muslos, enfilaba a Zelmire de esta manera, mientras ella le cagaba en su mano y él se lo tragaba a medida que lo recibía, y todo esto a la vez que Durcet hacía correrse a Céladon en su boca y que el obispo hacía cagar a Narcisse. Se entregaron a unos minutos de siesta y, después de acomodarse en el salón de historias, la Duclos continuó así el hilo de su relato: « El galán octogenario que me destinaba la Fournier era, señores, un inspector del Tribunal de Cuentas, pequeño, rechoncho y con una cara muy desagradable. Colocó un orinal entre nosotros dos, nos pusimos de espalda, cagamos a la vez, se apodera del orinal, mezcla con sus dedos las dos cagadas, y se las traga, mientras que y o le hago correrse en mi boca. Apenas si contempló mi trasero. No lo besó en absoluto, pero no por ello su éxtasis fue menos intenso; pataleó, blasfemó mientras comía y se corría, y se fue dándome cuatro luises por la extravagante ceremonia. » Entretanto, mi financiero me tomaba cada día más confianza y más amistad, y esta confianza, de la que no tardé en abusar, fue muy pronto la causa de nuestra eterna separación. Un día en que me había dejado sola en su gabinete, observé que llenaba su bolsa, para salir, en un cajón muy grande y torilmente lleno de oro. “¡Oh!, ¡qué botín!”, me dije a mí misma. Y, habiendo desde aquel instante concebido la idea de apoderarme de aquella suma, observé con el may or cuidado todo lo que podía ay udar a apropiármela. D’Aucourt no cerraba nunca aquel cajón, pero se llevaba la llave del gabinete, y, habiendo visto que la puerta y la cerradura eran muy endebles, supuse que necesitaría muy poco esfuerzo para hacer saltar una y otra con facilidad. Adoptado este proy ecto, solo me preocupé de aprovechar con diligencia el primer día en que D’Aucourt se ausentaría a lo largo de todo el día, como solía hacer dos veces por semana, día de bacanal especial, en que se juntaba con Desprès y con el abate para unas cosas que Madame Desgranges tal vez os contará, pero que no son de mi incumbencia. Los lacay os, tan libertinos como su amo, jamás dejaban de ir a sus fiestas aquel día, de manera que me encontré casi sola en la casa. Llena de impaciencia por ejecutar mi proy ecto, me dirijo inmediatamente a la puerta del gabinete, la abro de un puñetazo, corro al cajón, tiene la llave puesta: lo sabía. Saco todo lo que encuentro; no había menos de tres mil luises. Lleno mis bolsillos, busco en los otros cajones; un joy ero muy rico se me ofrece, me apodero de él; pero ¡qué encontré en los otros cajones del famoso escritorio!… ¡Dichoso D’Aucourt! ¡Qué suerte para ti que tu imprudencia solo fuera descubierta por mí! Había allí motivo sobrado para llevarle a la tortura, señores, es todo lo que puedo deciros. Aparte de los claros y expresivos billetes que Desprès y el cura le dirigían sobre sus bacanales secretas, había todos los enseres que podían servir para aquellas infamias… Pero no sigo; los límites que me habéis prescrito me impiden deciros más, y la Desgranges os explicará todo eso. Realizado mi robo, escapé temblando internamente por todos los peligros en que tal vez había incurrido por frecuentar a semejantes malvados. Pasé a Londres, y como mi estancia en aquella ciudad en la que viví seis meses en la may or abundancia no os ofrecería, señores, ninguno de los detalles que exclusivamente os interesan, permitidme que sobrevuele ligeramente sobre esta parte de los acontecimientos de mi vida. No mantenía más trato en París que con la Fournier y, como ella me informó de todo el alboroto que hacía el financiero por el desdichado robo, decidí al final hacerlo callar, escribiéndole secamente que la que había encontrado el dinero había encontrado también otra cosa, y que, si se decidía a continuar sus persecuciones, se lo permitía, pero que el mismo juez ante el cual y o informaría de lo que había en los cajones pequeños lo citaría para informar de lo que había en los grandes Nuestro hombre se calló, y como seis meses después su triple libertinaje estalló, y ellos mismos se fueron a un país extranjero, sin nada y a que temer volví a París, y, ¿tengo que confesaros mi mala conducta, señores? Volví tan pobre como me había ido, hasta el punto de que tuve que regresar a la casa de la Fournier. Como solo tenía veintitrés años, no escasearon las aventuras. Voy a dejar las que no son de nuestro tema y a reanudar, si os parece, señores, las únicas por las que sé que sentís ahora algún interés. » Ocho días después de mi vuelta, colocaron en el apartamento destinado a los placeres un tonel lleno de mierda. Llega mi Adonis; es un santo eclesiástico, pero hasta tal punto hastiado de los placeres que solo era capaz de conmoverse con el exceso que voy a describir. Entra; y o estaba desnuda. Mira por un momento mis nalgas, y, después de haberlas tocado bastante brutalmente, me dice que lo desnude y que lo ay ude a entrar en el tonel. Lo desnudo, lo sostengo, el viejo marrano se coloca en su elemento, por un agujero adecuado hace salir al cabo de un instante su polla casi empalmada y me ordena que le masturbe pese a las porquerías y los horrores de que está cubierta. Lo hago, él hunde la cabeza en el tonel, chapotea, traga, aúlla, se corre, y se arroja desde allí a una bañera donde le dejo en las manos de dos criadas de la casa que pasaron un cuarto de hora limpiándolo. » Poco después apareció otro. Ocho días atrás y o había cagado y meado en un orinal cuidadosamente conservado; este plazo era necesario para que la deposición estuviera en el punto que deseaba nuestro libertino. Era un hombre de unos treinta y cinco años y al que y o sospechaba en las finanzas. Me pregunta al entrar dónde está el orinal; se lo ofrezco, lo huele: “¿Seguro”, me dijo, “que lleva ocho días?”. “Respondo de ello, señor”, le dije, “vea que está casi enmohecido”. “¡Oh!, es lo que necesito”, me dijo; “jamás lo está demasiado para mí. Muéstrame, por favor”, continuó, “el hermoso culo que ha cagado esto”. Se lo muestro. “Vamos”, dijo, “pónmelo enfrente, y de manera que y o lo tenga a la vista mientras devoro su obra”. Nos colocamos, lo prueba, se extasía, se sume en su operación y devora en un minuto aquel manjar delicioso deteniéndose únicamente para contemplar mis nalgas, pero sin ningún otro tipo de incidente, pues ni siquiera sacó la polla de su calzón. » Un mes después, el libertino que se presentó solo quiso tratar con la propia Fournier. ¡Vay a objeto que elegía, Dios mío! Tenía entonces sesenta y ocho años cumplidos; una erisipela le devoraba toda la piel, y los ocho dientes podridos que decoraban su boca le comunicaban un olor tan fétido que resultaba imposible hablarle de cerca. Pero eran precisamente estos defectos los que encantaban al amante que quería encerrarse con ella. Curiosa por semejante escena, corro al agujero: el Adonis era un viejo médico, pero sin embargo más joven que ella. Tan pronto como la tiene, la besa en la boca un cuarto de hora, después, haciéndole presentar unas viejas posaderas arrugadas que parecían las ubres de una vaca vieja, las besa y las chupa con avidez. Traen una jeringa y tres medias botellas de licores; el secuaz de Esculapio introduce, mediante la jeringa, la anodina bebida en las entrañas de su Iris; ella la recibe y la conserva; mientras tanto el médico no para de besarla y de lamerla en todo el cuerpo. “¡Ah!, amigo mío”, dijo al fin la abuela, “¡y a no puedo más, y a no puedo más! Prepárate, amigo mío, tengo que sacarlo”. El escolar de Salerno se arrodilla, saca de su calzón un pingo negro y arrugado que masturba con énfasis; la Fournier le hunde sus enormes y feas posaderas en la boca, empuja, el médico bebe, alguna se mezcla sin duda con el líquido, todo cuela, el libertino se corre y cae de espaldas borracho como una cuba. Así era como este disoluto satisfacía a un tiempo dos pasiones: su borrachera y su lujuria» . « Un momento» , dijo Durcet; « esos excesos siempre me la ponen tiesa. Desgranges» , continuó, « te imagino un culo muy parecido al que Duclos acaba de describir: ven a ponérmelo sobre la cara» . La vieja alcahueta obedece. « ¡Suelta, suelta!» , le dijo Durcet, cuy a voz parecía sofocada bajo el espantoso par de nalgas. « ¡Suelta, bribona!, si no es líquido, que sea sólido, me lo tragaré de todas maneras» . Y la operación termina mientras el obispo hace otro tanto con Antinoüs, Curval con Fanchon y el duque con Louison. Pero nuestros cuatro atletas, duchos en todos los excesos, se entregaron a él con su flema habitual, y los cuatro zurullos fueron engullidos sin que ninguno de ellos derramara una sola gota de leche. « Vamos, ahora termina, Duclos» , dijo el duque; « aunque no estemos más tranquilos, por lo menos estamos menos impacientes y somos más capaces de escucharte» . « ¡Ay !, señores» , dijo nuestra heroína, « lo que me queda por contaros esta noche, creo que es excesivamente simple para el estado en que os veo. Da igual, le toca el turno; es preciso que ocupe su lugar: » El protagonista de la aventura era un viejo brigadier del Ejército Real. Había que desnudarle por completo, y después fajarle como un niño; en tal estado, y o debía cagar delante de él en un plato y hacerle comer mi mierda con la punta de mis dedos a modo de papilla. Así se hace, nuestro libertino se lo come todo y se corre en sus pañales imitando los gritos de una criatura» . « Recurramos pues a las criaturas» , dijo el duque, « y a que nos dejas con una historia de criaturas. Fanny » , continúa el duque, « ven a cagarte en mi boca, y acuérdate de chuparme la polla mientras tanto, pues todavía tengo que correrme» . « Que ocurra como está mandado» , dijo el obispo. « Acércate pues, Rosette; y a oíste lo que se le ordena a Fanny ; haz otro tanto» . « Que la misma orden te sirva» , dijo Durcet a Hébé, que se acerca también. « Sigamos la moda» , dijo Curval. « Augustine, imita a tus compañeras y haz, hija mía, haz correr a la vez mi leche en tu garganta y tu mierda en mi boca» . Todo se hizo, y por una vez todo resultó; se oy eron por doquier pedos mierdosos y ey aculaciones, y satisfecha la lujuria, fueron a contentar el apetito. Pero en las orgías se refinaron e hicieron acostar a todas las criaturas. Aquellas horas deliciosas solo fueron empleadas con los cuatro folladores de primera, las cuatro criadas y las cuatro historiadoras. Se emborracharon por completo y cometieron unos horrores de una guarrería tan absoluta que no podría describirlos sin menoscabo de las escenas menos libertinas que todavía me quedan por ofrecer a los lectores. A Curval y a Durcet los sacaron sin conocimiento, pero el duque y el obispo, tan severos como si no hubieran hecho nada, siguieron entregándose todo el resto de la noche a sus voluptuosidades normales. Decimocuarta jornada quel día descubrieron que el tiempo venía a favorecer todavía más los A infames proy ectos de nuestros libertinos y a sustraerlos, mejor aún que su precaución, de los ojos del universo entero. Había caído una tremenda nevada que, llenando el pequeño valle que los rodeaba, parecía proteger el retiro de nuestros cuatro malvados incluso de las aproximaciones de los animales; pues, en el caso de los humanos, y a no podía existir ni uno solo que osara llegar hasta ellos. No es fácil imaginar cómo favorecen la voluptuosidad tales seguridades y lo que se llega a hacer cuando uno puede decirse: « Estoy solo aquí, estoy en el confín del mundo, sustraído a todas las miradas y sin que ninguna criatura pueda llegar hasta mí; y a no hay frenos, y a no hay barreras» . A partir de ese momento, los deseos se precipitan con un ímpetu que y a no conoce límites, y la impunidad que los favorece incrementa muy deliciosamente toda la ebriedad. Solo quedan entonces Dios y la conciencia: ahora bien, ¿qué fuerza puede ejercer el primer freno a los ojos de un ateo de corazón y de pensamiento? ¿Y qué dominio puede poseer la conciencia sobre aquel que se ha acostumbrado hasta tal punto a vencer sus remordimientos que se convierten para él casi en goces? ¡Desdichado rebaño, entregado a la dentellada asesina de semejantes malvados, cómo hubieras temblado si la experiencia de la que carecías te hubiera permitido el uso de estas reflexiones! Aquel día era el de la fiesta de la segunda semana; solo se preocuparon de celebrarla. El matrimonio que debía efectuarse era el de Narcisse y Hébé, pero lo que tenía de más cruel era que ambos esposos estaban en el caso de ser castigados aquella misma noche. Así que, del seno de los placeres del himeneo, tenían que pasar a las amarguras de la escuela; ¡qué pena! El pequeño Narcisse, que era inteligente, lo hizo notar, pero ello no impidió que se celebraran las ceremonias habituales. El obispo ofició, unieron a los dos esposos y se les permitió que se hicieran, uno al otro y a los ojos de todo el mundo, todo lo que quisieran. Pero ¿quién lo creería? El orden estaba y a demasiado extendido, y el chiquillo, que aprendía muy bien, encantadísimo del aspecto de su mujercita y consciente de que no era capaz de metérsela, se disponía sin embargo a desvirgarla con sus dedos si le hubieran dejado. Lo evitaron a tiempo, y el duque, apoderándose de ella, la jodió entre los muslos inmediatamente, mientras que el obispo le hacía otro tanto al esposo. Comieron, fueron admitidos al festín y, como se les hizo comer de manera prodigiosa, ambos, al salir de la mesa, se satisfacieron cagando, el uno a Durcet y el otro a Curval, que engulleron deliciosamente las pequeñas digestiones infantiles. El café lo sirvieron Augustine, Fanny, Céladon y Zéphire. El duque ordenó a Augustine que masturbara a Zéphire y a este que le cagara en la boca al mismo tiempo que él se corría. La operación salió a las mil maravillas, hasta el punto de que el obispo quiso hacer lo mismo con Céladon: Fanny le hizo una paja, y la criatura recibió la orden de cagar en la boca de monseñor tan pronto como sintiera manar su leche. Pero por este lado no se produjo un éxito tan brillante como por el otro; la criatura jamás consiguió cagar al mismo tiempo que se corría, y como esto no era más que un experimento, y los reglamentos no ordenaban nada al respecto, no se le infligió ningún castigo. Durcet hizo cagar a Augustine, y el obispo, que la tenía empinada, se la hizo mamar por Fanny a la vez que ella le cagaba en la boca; se corrió y, como su crisis había sido violenta, brutalizó un poco a Fanny y no consiguió, desgraciadamente, que fuera castigada, por muchos deseos que parecía tener de que así fuera. No había nadie tan provocador como el obispo. Tan pronto como se había corrido, le habría encantado enviar al diablo al objeto de su placer; se sabía, y no había nada que las muchachas, las esposas y los muchachos temieran más que hacerle correrse. Después de la siesta, pasaron al salón donde, una vez que cada uno hubo ocupado su lugar, la Duclos retomó así el hilo de su narración: « Yo iba de vez en cuando a hacer unas sesiones en la ciudad, y, como habitualmente eran más lucrativas, la Fournier intentaba quedarse de ellas lo más que podía. Un día me mandó a casa de un viejo caballero de Malta, que me abrió una especie de armario completamente lleno de cajas que contenían cada una de ellas un orinal de porcelana en el que había un zurullo. Este viejo verde había llegado a un acuerdo con una de sus hermanas, que era abadesa de uno de los más importantes conventos de París. Solicitada por él, esta buena mujer le enviaba todas las mañanas unas cajas llenas de las mierdas de sus pupilas más bonitas. Él las ordenaba, y cuando llegué me ordenó que tomara el número que me indicó y que era el más antiguo. Se lo ofrecí, “¡Ah!”, dijo, “es de una muchacha de dieciséis años hermosa como el día. Mastúrbame mientras me la como”. Toda la ceremonia consistía en meneársela y en presentarle las nalgas mientras él devoraba, y dejar después en el mismo plato mi mierda en lugar de la que él acababa de comerse. Me contemplaba mientras lo hacía, me limpiaba el culo con la lengua y se corría chupándome el ano. A continuación, se cerraban los cajones, me pagaba, y nuestro hombre, a quien visitaba de muy buena mañana, volvía a dormirse como si nada hubiera ocurrido. » Otro, en mi opinión más extraordinario (era un viejo fraile), entra, pide ocho o diez zurullos de quien sea, muchachas o muchachos, le da igual. Los mezcla, los amasa, muerde en medio y se corre devorando por lo menos la mitad mientras y o se la chupo. » Un tercero, y es el que me ha dado más asco de todos en toda mi vida. Me ordena que abra bien la boca. Yo estaba desnuda, acostada en el suelo sobre un colchón, y él a horcajadas encima de mí; me deposita su mierda en el gaznate, y el miserable viene a comérsela en mi boca regándome los pechos de leche» . « ¡Ja, ja!, ese es gracioso» , dijo Curval; « carajo, me entran ganas de cagar, tengo que probarlo. ¿A quién elijo, señor duque?» « ¿A quién?» , replicó Blangis; « a fe mía que os aconsejo a mi hija Julie; está ahí, al alcance de vuestra mano, su boca os gusta, utilizadla» . « Gracias por el consejo» , dijo Julie refunfuñando; « ¿qué os he hecho y o para que digáis tales cosas contra mí?» « ¡Eh!, y a que eso la enoja» , dijo el duque, « y es una hija bastante buena, tomad a Mademoiselle Sophie; es fresca, es bonita, solo tiene catorce años» . « De acuerdo, vay a por Sophie» , dijo Curval cuy a polla turbulenta comenzaba y a a gesticular. Fanchon se aproxima a la víctima; el corazón de la pobre y desdichada pequeña y a se altera de antemano. Curval se ríe, acerca su enorme, feo y sucio trasero a la carita encantadora y nos ofrece la imagen de un sapo que se dispone a marchitar una rosa. Lo masturban, la bomba sale. Sophie no pierde ni una migaja, y el crápula comienza a reabsorber lo que ha soltado y se lo traga todo en cuatro bocados, mientras le hacen una paja sobre el vientre de la pobre e infortunada pequeña que, terminada la operación, echa las tripas en la cara de Durcet que las recibe con énfasis y que se masturba mientras el vómito lo cubre. « Vamos, Duclos, continúa» , dijo Curval, « y alégrate del efecto de tus discursos; y a ves qué resultados provocan» . Entonces Duclos continuó en estos términos, encantadísima en el fondo de su alma por el gran éxito de sus relatos: « El hombre que vi después de aquel cuy o ejemplo acaba de seduciros» , dijo Duclos, « quería absolutamente que la mujer que se le presentara tuviera una indigestión. En consecuencia, la Fournier, que no me había avisado de nada, me hizo tragar en la comida una cierta droga que reblandeció mi digestión y la volvió fluida, como si mi plasta fuera la consecuencia de una medicina. Llega nuestro hombre, y después de unos cuantos besos preliminares en el objeto de su culto, cuy o retraso y o no podía soportar a causa de los cólicos que comenzaban a atormentarme, me deja libre para operar. La iny ección sale, y o sostengo su polla, él desfallece, traga todo, me pide más; le ofrezco una segunda andanada, pronto seguida de una tercera, y la pilila libertina deja finalmente en mis dedos unas pruebas inequívocas de la sensación que ha recibido. » Al día siguiente, despaché a otro personaje cuy a barroca manía tendrá quizás algunos secuaces entre vosotros, señores. Comenzaron por colocarle en la habitación contigua a la que nosotros solíamos trabajar y en la que había aquel agujero tan cómodo para las observaciones. Se queda solo. Otro actor me esperaba en la habitación vecina: era un cochero de simón que había sido contratado al azar y que estaba al corriente de todo. Como y o también lo estaba, interpretamos bien nuestros personajes. Se trataba de hacer cagar al Faetón exactamente en frente del agujero, para que el libertino oculto no se perdiera nada de la operación. Recibo el zurullo en un plato, ay udo a que salga por entero, le abro las nalgas, le aprieto el ano, no olvido nada de lo que puede hacer cagar cómodamente. Tan pronto como mi hombre ha terminado, le cojo la polla y lo hago correrse sobre su mierda, y todo esto siempre muy a la vista de nuestro observador. Al fin, con el plato lleno, corro a la otra habitación. “Tenga, cómaselo rápido, señor”, exclamé, “¡está caliente!” No se lo hace decir dos veces; coge el plato, me ofrece su polla, que y o masturbo, y el tunante se come todo lo que le presento, mientras su leche exhala bajo los movimientos elásticos de mi mano diligente» . « ¿Y qué edad tenía el cochero?» , dice Curval. « Más o menos treinta años» , dice Duclos. « ¡Oh!, eso no es nada» , contestó Curval. « Durcet puede contarte cuando quieras que conocimos a un hombre que hacía lo mismo, y exactamente en las mismas circunstancias, pero con un hombre de sesenta a setenta años que había que buscar entre lo más crapuloso que daba la hez del pueblo» . « Pero solo así es bonito» , dijo Durcet, cuy o pequeño instrumento comenzaba y a a levantar cabeza después de la aspersión de Sophie; « cuando os parezca, apuesto a que lo hago con el decano de los inválidos» . « Estáis empalmando, Durcet» , dijo el duque, « os conozco: cuando comenzáis a poneros marrano, es que vuestra lechada hierve. ¡Tomad!, y o no soy el decano de los inválidos, pero para satisfacer vuestra intemperancia os ofrezco lo que llevo en las entrañas y que creo que será abundante» . « ¡Oh, tripas de Dios!» , dijo Durcet, « esto sí que es una suerte, mi querido duque» . Acercándose al duque actor, Durcet se arrodilla al pie de las nalgas que van a colmarlo de gusto; el duque empuja, el financiero engulle, y el libertino, a quien este exceso de crápula transporta, se corre jurando que nunca ha sentido tanto placer. « Duclos» , dijo el duque, « ven a devolverme lo que y o he dado a Durcet» . « Monseñor» , contestó nuestra historiadora, « y a sabe que lo he hecho esta mañana, y que vos mismo os lo habéis tragado» . « ¡Ah!, es cierto, es cierto» , dijo el duque. « Pues bien, Martaine, tengo que recurrir a ti, porque no quiero un culo de criatura; noto que mi leche quiere salir, y que, sin embargo, exigirá un cierto esfuerzo, por lo que quiero algo especial» . Pero Martaine se hallaba en el mismo caso que Duclos; Curval la había hecho cagar por la mañana. « ¡Cómo, rediós!» , dijo el duque, « ¿así que esta noche no encontraré una mierda?» Y entonces Thérèse se adelantó y ofreció el culo más sucio, más ancho y más hediondo que era posible ver. « ¡Ah!, paso por esto» , dijo el duque colocándose, « y si en el desorden en que me hallo este infame culo no surte efecto, ¡y a no sé a qué tendré que recurrir!» Thérèse empuja, el duque recibe; el incienso era tan horrendo como el templo desde donde se exhalaba, pero cuando uno se empalma como empalmaba el duque, no se queja jamás del exceso de porquería. Ebrio de voluptuosidad, el malvado lo engulle todo y hace saltar a las narices de Duclos, que lo masturba, las pruebas más incontestables de su vigor viril. Se sentaron a la mesa, las orgías estuvieron dedicadas a las penitencias. Aquella semana había siete delincuentes: Zelmire, Colombe, Hébé, Adonis, Adélaïde, Sophie y Narcisse. La tierna Adélaïde sufrió la peor de las suertes. Zelmire y Sophie también quedaron con algunas huellas de los tratos a que fueron sometidas, y sin más detalles, y a que las circunstancias todavía no nos lo permiten, todos fueron a acostarse y a buscar en los brazos de Morfeo las fuerzas necesarias para hacer sacrificios de nuevo a Venus. Decimoquinta jornada ara vez el día posterior a una corrección ofrecía culpables. No hubo ninguno R aquel día, pero siempre estrictos respecto a los permisos de cagar por la mañana, solo se concedió este favor a Hercule, Michette, Sophie y la Desgranges, y Curval estuvo a punto de correrse viendo actuar a esta última. Hicieron pocas cosas en el café, se contentaron con sobar unas cuantas nalgas y con chupar algunos agujeros de culos, y, llegada la hora, fueron rápidamente a instalarse en el gabinete de historias donde Duclos prosiguió en estos términos: « Acababa de llegar a casa de la Fournier una muchacha de unos doce o trece años, siempre fruto de las seducciones de aquel hombre singular del que y a os he hablado. Pero y o dudo de que en mucho tiempo hubiera pervertido algo tan gracioso, tan fresco y tan bonito. Era rubia, alta para su edad, hecha como para pintarla, la fisonomía tierna y voluptuosa, los más hermosos ojos imaginables, y en toda su encantadora persona un conjunto dulce e interesante que acababa de hacerla hechicera. Pero ¡a qué envilecimiento habían sido entregados tantos encantos y qué vergonzoso estreno se les preparaba! Era la hija de una lencera de Palacio, muy acomodada y que seguramente estaba destinada a una suerte más dichosa que la de hacer de puta. Pero cuanta más felicidad hacía perder a sus víctimas con sus pérfidas seducciones nuestro hombre en cuestión, más disfrutaba. La pequeña Lucile estaba destinada a satisfacer desde su llegada los caprichos sucios y repugnantes de un hombre que, no contento con tener el gusto más crapuloso, quería además ejercerlo sobre una doncella. Llega: era un viejo notario forrado de oro y que poseía, con su riqueza, toda la brutalidad que dan la avaricia y la lujuria cuando se juntan en un alma vieja. Le muestran la criatura; por bonita que fuera, su primer gesto es de desdén; refunfuña, murmura entre dientes que ahora y a no es posible encontrar una muchacha linda en París; pregunta finalmente si es cierto que es virgen, le aseguran que sí, le ofrecen hacérselo ver. “¿Yo, ver un coño, señora Fournier, y o, ver un coño? Imagino que ni usted se lo cree; ¿me ha visto contemplar muchos desde que vengo a su casa? Los utilizo, es cierto, pero de una manera, me parece, que no demuestra un gran cariño por ellos”. “¡Bien!, señor”, dijo la Fournier, “en tal caso fíese de mí, le aseguro que es tan virgen como una criatura recién nacida”. Suben, y como podéis imaginar, curiosa ante tal mano a mano, corro a establecerme en mi agujero. La pobrecilla Lucile sentía una vergüenza que solo podría describirse con las expresiones superlativas que habría que utilizar para describir la desvergüenza, la brutalidad y el mal humor de su sexagenario amante. “¡Bien!, ¿qué haces ahí, tiesa, como una imbécil?”, le dijo en un tono brusco. “¿Tengo que decirte que te subas las faldas? ¿No hace y a más de dos horas que tendría y o que haber visto tu culo?… ¡Hala!, ¿qué esperas?” “Pero, señor, ¿qué tengo que hacer?” “¡Me cago en Dios!, ¿crees que esto se pregunta?… ¿Qué tengo que hacer? Tienes que subirte las faldas y enseñarme el culo”. Lucile obedece temblando y descubre un culito blanco y delicioso como el de la misma Venus. “Hum… Bonito medallón…”, dijo el bruto, “acércate…” Después, agarrándole y separándole duramente las dos nalgas: “¿Seguro que nadie te ha hecho nunca nada por ahí?”. “¡Oh!, señor, nadie me ha tocado jamás”. “¡Vamos!, échate un pedo”. “Pero, señor, no puedo”. “¡Venga!, esfuérzate”. Ella obedece, se escapa una ligera ventosidad y resuena en la boca emponzoñada del viejo libertino que se deleita murmurando. “¿Tienes ganas de cagar?”, prosigue el libertino. “No, señor”. “¡No importa!, y o sí que tengo ganas, y muchas, para que lo sepas. Así que prepárate a satisfacerlas… Quítate las faldas”. Desaparecen. “Ponte en el sofá, con los muslos bien altos y la cabeza bien baja”. Lucile se coloca, el viejo notario corrige su postura hasta que las piernas espatarradas muestran su lindo coñito lo más abierto posible, y exactamente a la altura del trasero de nuestro hombre, que puede utilizarlo como un orinal. Tal era su celestial intención, y, para hacer el orinal más cómodo, comienza por abrirlo con toda la fuerza de sus dos manos. Se acomoda, empuja, un zurullo acaba por depositarse en el santuario donde el mismo Amor no hubiera desdeñado tener un templo. Se vuelve y, con sus dedos, hunde cuanto puede en la vagina entreabierta el sucio excremento que acaba de soltar. Se coloca de nuevo, saca un segundo, después un tercero, y en cada uno de ellos siempre la misma ceremonia de introducción. Al llegar al último, la realizó con tanta brutalidad que la pequeña lanzó un grito y perdió quizás en esta repelente operación la preciosa flor con que la naturaleza la había adornado para entregarla en el himeneo. Aquel era el momento de goce de nuestro libertino. Haberle llenado el tierno y lindo coñito de mierda, prensarla y comprimirla, era su delicia suprema. Siempre saca al actuar una especie de pene de su bragueta; por blando que esté, lo menea y consigue, entregado a su repugnante tarea, arrojar al suelo unas pocas gotas de una esperma escasa y marchita cuy a pérdida debía de lamentar muchísimo cuando solo la conseguía con semejantes infamias. Acabado el asunto desaparece; Lucile se lava, y no hay más que decir. » Me endilgaron, cierto tiempo después, a uno cuy a manía me pareció todavía más asquerosa. Era un viejo consejero de cámara. No solo había que verle cagar, sino ay udarle, facilitar con mis dedos el desatascamiento de la materia apretando, abriendo, comprimiendo adecuadamente el ano, y terminada la operación, limpiar con mi lengua con el may or cuidado toda la parte que acababa de ser manchada» . « ¡Ah, carajo!, una tarea muy fatigosa, en efecto» , dijo el obispo: « ¿acaso las cuatro damas que ves aquí, y que son, sin embargo, nuestras esposas, nuestras hijas o nuestras sobrinas, no cumplen este encargo todos los días? ¿Y para qué diablos sirve, dime, por favor, la lengua de una mujer, si no es para limpiar culos? Yo no le conozco otra utilidad» . « Constance» , dijo el obispo a la hermosa esposa del duque que estaba aquel día en su sofá, « demuéstrale un poco a la Duclos tu habilidad en este juego; toma, aquí tienes mi culo sucísimo, no ha sido limpiado desde esta mañana, lo guardaba para ti… Vamos, despliega tus talentos» . Y la desdichada, harto acostumbrada a estos horrores, lo ejecuta como una mujer consumada. ¡Qué no producen, Dios mío, el temor y la esclavitud! « ¡Oh, carajo!» , dijo Curval presentando su feo y cenagoso agujero a la encantadora Aline, « no serás tú el único en dar aquí ejemplo. Venga, putita» , le dijo a la bella y virtuosa muchacha, « supera a tu compañera» . Y lo ejecutan. « Vamos, prosigue, Duclos» , dijo el obispo, « solo queríamos demostrarte que tu hombre no pedía nada demasiado extraño y que una lengua de mujer solo es buena para limpiar el culo» . La amable Duclos soltó una carcajada y continuó con lo que se leerá a continuación: « Permitidme, señores» , dijo, « que interrumpa por un instante el relato de las pasiones para comunicaros un acontecimiento que no tiene nada que ver con ellas. Solo me concierne a mí, pero como me habéis ordenado que siguiera los acontecimientos interesantes de mi historia, incluso cuando se refirieran al relato de los gustos, he creído que este era de tal índole que no debía quedar en silencio. Yo llevaba y a mucho tiempo en casa de Madame Fournier, convertida en la más antigua de su serrallo y en la que tenía may or confianza. Era casi siempre y o quien concertaba las sesiones y recibía los fondos. Aquella mujer me había hecho de madre, me había socorrido en diferentes necesidades, me había escrito fielmente a Inglaterra, me había abierto amistosamente su casa a mi vuelta, cuando mi extravío me hizo desear un nuevo asilo. Veinte veces me había prestado dinero y muchas de ellas sin exigir su devolución. Llegó el instante de demostrarle mi gratitud y de responder a su extrema confianza en mí, y ahora juzgaréis, señores, cómo se abría mi alma a la virtud y el fácil acceso que esta encontraba allí. La Fournier cae enferma, y su primera preocupación es hacerme llamar. “Duclos, hija mía, te quiero”, me dijo, “tú lo sabes y voy a demostrártelo con la extrema confianza que voy a tener en ti en este momento. Pese a tu mala cabeza, te considero incapaz de engañar a una amiga; estoy muy enferma, soy vieja y no sé, en consecuencia, en qué acabará esto. Tengo unos parientes que se echarán sobre mi sucesión: quiero por lo menos sustraerles cien mil francos en oro que guardo en este cofrecito. Toma, hija mía”, dijo, “aquí los tienes, te los entrego y te exijo que dispongas de ellos de la manera que voy a prescribirte”. “Oh, mi querida madre”, le dije tendiéndole los brazos, “estas precauciones me llenan de tristeza; seguramente serán inútiles, pero, si desgraciadamente se revelaran necesarias, os juro que cumpliré exactamente vuestras intenciones”. “Lo creo, hija mía”, me dijo, “y por ello he pensado en ti. Así que este cofrecito contiene cien mil francos en oro; siento algunos escrúpulos, querida amiga, algunos remordimientos por la vida que he llevado, por la cantidad de muchachas que he arrojado al crimen y que he arrancado de Dios. De modo que quiero emplear dos medios para que la divinidad sea menos severa conmigo: el de la limosna y el de la oración. Las dos primeras partes de esta suma, de quince mil francos cada una de ellas, serán, la primera para ser entregada a los capuchinos de la Rue Saint-Honoré, a fin de que esos buenos padres celebren a perpetuidad una misa para la salvación de mi alma; la otra parte, con la misma cantidad, la entregarás, tan pronto como y o hay a cerrado los ojos, al cura de la parroquia, a fin de que la reparta como limosnas entre los pobres del barrio. La limosna es una cosa excelente; nada como ella repara, a los ojos de Dios, los pecados que hemos cometido en la Tierra. Los pobres son sus hijos y él quiere a todos los que los alivian; con nada se le complace tanto como con las limosnas. Es la verdadera manera de ganar el cielo, hija mía. Respecto a la tercera parte, la harás de sesenta mil libras, que entregarás, inmediatamente después de mi muerte, al llamado Petignon, aprendiz de remendón, en la Rue du Bouloir. Ese desdichado es mi hijo, él no lo sabe, es un bastardo adulterino; quiero darle al pobre huérfano, al morir, unas muestras de mi ternura. Respecto a las diez mil libras restantes, querida Duclos, te ruego que te las quedes como una pobre muestra de mi cariño por ti y para compensarte de las molestias que te dará el empleo del resto. Ojalá esta pobre suma te ay ude a tomar una decisión y a abandonar el indigno oficio que ejercemos, en el que no hay salvación, ni esperanza de tenerla jamás”. Interiormente encantada de poseer una tan buena suma y muy decidida, por miedo a confundirme en los repartos, a convertirla en un único lote para mí misma, me arrojé con lágrimas artificiosas en los brazos de la vieja matrona, renovándole mis juramentos de fidelidad, y y a solo me ocupé de los medios de impedir que un cruel regreso de la salud cambiara su resolución. Este medio se presentó al día siguiente: el médico ordenó un emético y, como era y o quien la cuidaba, fue a mí a quien entregó el paquete, advirtiéndome que contenía dos dosis, que me preocupara de separarlas, porque la haría reventar si se lo daba todo a la vez, y que solo le administrara la segunda dosis en el caso de que la primera no surtiera suficiente efecto. Prometí al Esculapio que tomaría todas las precauciones posibles, y tan pronto como dobló la espalda, expulsando de mi corazón todos aquellos fútiles sentimientos de gratitud que habrían detenido a un alma débil, descartando cualquier arrepentimiento y cualquier debilidad, y considerando únicamente mi oro, el dulce encanto de poseerlo y el delicioso cosquilleo que se experimenta cada vez que se proy ecta una mala acción, pronóstico seguro del placer que proporcionará, entregándome únicamente a todo eso, digo, vertí inmediatamente las dos tomas en un vaso de agua y presenté el brebaje a mi dulce amiga, que, tragándolo con seguridad, no tardó en encontrar la muerte que y o había intentado procurarle. No puedo describiros lo que sentí cuando vi el éxito de mi acción. Cada uno de los vómitos con los que exhalaba su vida producían una sensación realmente deliciosa en todo mi organismo: la escuchaba, la miraba, estaba prácticamente ebria. Ella me tendía los brazos, me dirigía un último adiós, y y o disfrutaba, y concebía y a mil proy ectos con el oro que iba a poseer. No fue largo; la Fournier la diñó aquella misma noche y y o me vi dueña de sus ahorros» . « Duclos» , dijo el duque, « di la verdad: ¿te masturbaste? ¿La sensación fina y voluptuosa del crimen alcanzó el órgano de la voluptuosidad?» « Sí, monseñor, lo confieso; y aquella misma noche me corrí cinco veces seguidas» . « ¡Así que es cierto!» , dijo el duque exaltado, « ¡así que es cierto que el crimen tiene por sí mismo un atractivo tal que, independientemente de cualquier voluptuosidad, puede bastar para inflamar todas las pasiones y arrojar en el mismo delirio que los actos propios de la lubricidad! ¿Y después?…» « Y después, señor duque, hice enterrar honorablemente a la patrona, heredé del bastardo Petignon, me guardé muy bien de hacer decir misas y aún más de distribuir limosnas, clase de acción que siempre me ha producido un auténtico horror, por muy bien que de ella hubiese hablado la Fournier. Sostengo que es preciso que hay a desdichados en el mundo, que la naturaleza así lo quiere, que lo exige, y que es ir contra sus ley es pretender restablecer el equilibrio, si ella ha querido el desorden» . « ¡No me digas, Duclos, que tienes principios!» , dijo Durcet. « Me encanta verte así; cualquier alivio ocasionado al infortunio es un crimen real contra el orden de la naturaleza. La desigualdad que ha instaurado en los individuos demuestra que esta discordancia le gusta, y a que la ha establecido y que la quiere tanto en las fortunas como en los cuerpos. Y de la misma manera que le está permitido al débil repararla mediante el robo, también le está permitido al fuerte restablecerla con el rechazo de sus ay udas. El universo no subsistiría un instante si todos los seres fueran exactamente semejantes; de esta desemejanza nace el orden que lo conserva y lo conduce todo. Así que hay que guardarse muy bien de turbarlo. Además, crey endo hacer un bien a esa desdichada clase de hombres, hago mucho mal a otra, pues el infortunio es el vivero donde el rico va a buscar los objetos de su lujuria o de su crueldad; y o le privo de esta rama de placer impidiendo mediante mis ay udas que esta clase se entregue a él. Así pues, con mis limosnas, solo he ay udado débilmente a una parte de la raza humana, y perjudicado extraordinariamente a la otra. De modo que considero la limosna no solo como una cosa mala en sí, sino como un crimen real contra la naturaleza que, al indicarnos las diferencias, no ha pretendido para nada que las turbemos. Así que, muy lejos de ay udar al pobre, de consolar a la viuda y de aliviar al huérfano, si actúo de acuerdo con las auténticas intenciones de la naturaleza, no solo les dejaré en el estado en que la naturaleza les ha puesto, sino que ay udaré incluso a sus intenciones prolongándoles ese estado y oponiéndome vivamente a que lo cambien, y para ello creeré permitidos todos los medios» . « ¿Cómo?» , dijo el duque, « ¿hasta robarlos o arruinarlos?» « Sin duda» , dijo el financiero; « incluso aumentar su número, y a que su clase sirve a otra, y, multiplicándolos, si bien ocasiono un poco de dolor a la una, haré mucho bien a la otra» . « Es un sistema muy duro, amigos míos» , dijo Curval. « ¡Se dice, sin embargo, que es muy dulce hacer bien a los desdichados!» « ¡Error!» , replicó Durcet, « este placer no se sostiene frente al otro. El primero es quimérico, el otro es real; el primero procede de los prejuicios, el otro está basado en la razón; uno, a través del órgano del orgullo, la más falsa de todas nuestras sensaciones, puede halagar por un instante el corazón, el otro es un auténtico placer del espíritu e inflama todas las pasiones por la misma razón de que contradice las opiniones habituales. En una palabra, con uno se me pone tiesa» , dijo Durcet, « y siento muy poca cosa con el otro» . « Pero ¿siempre hay que referirlo todo a los sentidos?» , preguntó el obispo. « Todo, amigo mío» , dijo Durcet, « son los únicos que deben guiamos en todas las acciones de la vida, porque son los únicos cuy o órgano es realmente imperioso» . « Pero miles y miles de crímenes pueden nacer de este sistema» , dijo el obispo. « Y qué me importa el crimen» , contestó Durcet, « con tal de que y o me deleite. El crimen es un modo de la naturaleza, una manera con la que mueve al hombre. ¿Por qué no queréis que y o me deje mover tan bien por ella en este sentido como por el de la virtud? Ella necesita a los dos, y y o la sirvo tan bien en el uno como en el otro. Pero estamos metidos en una discusión que nos llevaría muy lejos. La hora de cenar está a punto de llegar, y Duclos está muy lejos de haber terminado su tarea. Prosigue, encantadora mujer, prosigue, y ten por seguro que acabas de confesarnos una acción y unos sistemas que te valdrán para siempre jamás nuestra estima así como la de todos los filósofos» . « Mi primera idea, tan pronto como mi buena patrona estuvo enterrada, fue la de ocupar y o misma su casa y regirla como había hecho ella. Comuniqué el proy ecto a mis compañeras, y todas, pero sobre todo Eugénie, que seguía siendo mi bienamada, me prometieron considerarme como su mamá. Yo no era excesivamente joven para pretender este título: tenía cerca de treinta años y todo el juicio que hacía falta para dirigir el convento. Así que, señores, y a no es como prostituta que voy a terminar el relato de mis aventuras, sino como abadesa, lo bastante joven y suficientemente bonita como para ocuparme muchas veces del cliente y o misma, como ocurrió con mucha frecuencia y como me preocuparé de haceros notar cada vez que ocurra. Todos los parroquianos de la Fournier siguieron conmigo, y conseguí el secreto de atraer otros nuevos, tanto por la limpieza de mis apartamentos como por la excesiva sumisión de mis pupilas a todos los caprichos de los libertinos y por la elección afortunada de mis súbditos. » El primer cliente que llegó fue un viejo tesorero de Francia, antiguo amigo de la Fournier. Yo lo di a la joven Lucile, con la que pareció muy entusiasmado. Su manía habitual, tan sucia como desagradable para la muchacha, consistía en cagar sobre la misma cara de su Dulcinea, embadurnarle todo el rostro con su mierda, y después besarla y chuparla en este estado. Lucile, por amistad hacia mí, se dejó hacer todo lo que quiso el viejo sátiro, y él se le corrió en el vientre besando una y otra vez su repelente obra. » Poco después, vino otro que recibió Eugénie. Se hacía traer un tonel lleno de mierda, sumergía en él a la muchacha desnuda y la lamía en todas las partes del cuerpo comiéndose la porquería, hasta que la devolvía tan limpia como la había recibido. Era un famoso abogado, hombre rico y muy conocido y que, posey endo para el disfrute de las mujeres las más débiles cualidades, lo remediaba con este tipo de libertinaje que había amado toda su vida. » El marqués de ***, antiguo parroquiano de la Fournier, vino, poco después de su muerte, a asegurarme su favor. Me aseguró que seguiría viniendo a mi casa y, para convencerme de ello, aquella misma noche vio a Eugénie. La pasión de aquel viejo libertino consistía en empezar por besar prodigiosamente la boca de la muchacha. Tragaba la may or cantidad posible de saliva, después le besaba las nalgas un cuarto de hora, la hacía peerse, y finalmente pedía el gran paquete. Tan pronto como había terminado, conservaba el zurullo en su boca y, haciendo agachar a la muchacha encima de él, que le abrazaba con una mano y le masturbaba con la otra, mientras él saboreaba el placer de esta masturbación cosquilleándole el agujero mierdoso, era preciso que la señorita se comiera el zurullo que ella acababa de dejarle en la boca. Aunque pagaba este gusto muy caro, encontraba muy pocas muchachas que quisieran prestarse. Fie ahí por qué el marqués vino a hacerme la corte; estaba tan deseoso de conservar mi trato como y o podía estarlo de conservar el suy o» . En aquel instante, el duque, excitado, dijo que, aunque sonara la cena, él quería, antes de sentarse a la mesa, llevar a la práctica esta fantasía. Y he aquí lo que hizo: hizo acercarse a Sophie, recibió su cagada en la boca, después obligó a Zélamir a comer la cagada de Sophie. Esta manía hubiera podido ser un placer para cualquier otro menos para una criatura como Zélamir; poco formado para percibir toda su delicia, solo la vivió con repugnancia y se anduvo con remilgos. Pero, amenazándole el duque con toda su cólera si titubeaba un solo minuto, lo hizo. La idea pareció tan divertida que todos la imitaron en may or o menor medida, pues Durcet pretendió que había que repartir los favores y que no era justo que los muchachos comieran la mierda de las muchachas y que las muchachas no tuvieran nada para ellas, y, en consecuencia, hizo que Zéphire se le cagara en la boca y ordenó a Augustine que viniera a comer la papilla, cosa que la hermosa e interesante muchacha hizo hasta vomitar las entrañas. Curval imitó este trastorno y recibió la ñorda de su querido Adonis, que Michette vino a comer no sin imitar la repugnancia de Augustine. El obispo imitó a su hermano, e hizo cagar a la delicada Zelmire, obligando a Céladon a tragar la compota. Hubo detalles de repugnancia muy interesantes para unos libertinos ante cuy os ojos los tormentos que infligen son placeres. El obispo y el duque se corrieron, los otros dos, o no pudieron, o no quisieron, y se pasó a la cena. Allí la acción de la Duclos fue extraordinariamente elogiada. « Ha tenido la inteligencia de sentir» , dijo el duque, que la protegía enormemente, « que el agradecimiento era una quimera y que sus vínculos jamás debían detener y ni siquiera aplazar los efectos del crimen, porque el objeto que nos ha servido no tiene ningún derecho en nuestro corazón; solo ha trabajado en su favor, su mera presencia es una humillación para un espíritu fuerte, y hay que odiarlo o deshacerse de él» . « Eso es tan cierto» , dijo Durcet, « que jamás veréis a un hombre inteligente intentar provocar la gratitud. Convencidísimo de que va a crearse enemigos, no lo procurará jamás» . « No es para agradarnos para lo que trabaja el que nos sirve» , interrumpió el obispo: « es para situarse por encima de nosotros con sus buenas acciones. Ahora bien, y o me pregunto qué merece un proy ecto semejante. Al servirnos no dice: “Os sirvo, porque quiero vuestro bien”; dice únicamente: “Os obligo para rebajaros y para situarme por encima de vos”» . « Estas reflexiones» , dijo Durcet, « demuestran, por consiguiente, el engaño de los servicios que se prestan y cuán absurda es la práctica del bien. Pero, se dice, es para uno mismo: de acuerdo, para aquellos cuy a debilidad de espíritu puede prestarse a esos mediocres goces, pero para aquellos, como nosotros, a los que nos repugnan sería muy tonto, a fe mía, procurárselos» . Habiendo esta conversación calentado las cabezas, se bebió mucho y fueron a celebrar las orgías, para las que nuestros inconstantes libertinos decidieron hacer acostar a las criaturas y pasar una parte de la noche bebiendo, solo con las cuatro viejas y las cuatro historiadoras, y entregarse allí, a cuantas más mejor, a todo tipo de infamias y de atrocidades. Como entre aquellas 12 interesantes personas no había ni una que no hubiera merecido la horca o la rueda varias veces, dejo al lector pensar e imaginar lo que allí se dijo. De las palabras pasaron a los actos, el duque se calentó, y no sé por qué, ni cómo, pero se dijo que Thérèse llevó durante algún tiempo sus marcas. Sea como fuere, dejemos a nuestros actores pasar de esas bacanales al casto lecho de su esposa, que se les había preparado a cada uno de ellos para aquella noche, y veamos lo que ocurrió al día siguiente. Decimosexta jornada odos nuestros héroes se levantaron frescos como si hubieran vuelto de la T confesión, a excepción del duque, que comenzaba a agotarse un poco. Acusaron de ello a Duclos: la verdad es que esta mujer se había adueñado por completo del arte de procurarle las voluptuosidades y que él confesó que solo se corría lúbricamente con ella. Es muy cierto que, en esas cosas, todo depende solamente del capricho, que la edad, la belleza, la virtud, todo esto cuenta poco, que solo se trata de un cierto tacto dominado con mucha may or frecuencia por las bellezas otoñales que por aquellas sin experiencia que la primavera sigue coronando con todos sus dones. Había también otra criatura en la sociedad que comenzaba a hacerse muy amable y a volverse muy interesante: era Julie. Ya anunciaba la imaginación, el desenfreno y el libertinaje. Lo bastante política como para sentir que necesitaba protección, lo bastante falsa como para acariciar incluso a aquellos de los que tal vez se preocupaba muy poco en el fondo, se hacía amiga de la Duclos para intentar mantenerse siempre un poco en el favor de su padre, cuy o crédito en la sociedad conocía. Cada vez que le tocaba acostarse con el duque, se conjuntaba tan bien con la Duclos, utilizaba tanta destreza y tanta complacencia, que el duque siempre estaba seguro de conseguir unas ey aculaciones deliciosas cuando esas dos criaturas se esmeraban en procurárselas. De todos modos, él se hastiaba prodigiosamente de su hija, y es posible que sin la ay uda de la Duclos, que la apoy aba con todo su crédito, jamás habría podido alcanzar sus miras. Su marido, Curval, se hallaba más o menos en la misma situación, y, aunque por medio de su boca y de sus besos impuros ella le provocaba todavía algunas ey aculaciones, la repulsión estaba, sin embargo, próxima: diríase que nacía bajo el fuego mismo de sus impúdicos besos. Durcet la apreciaba muy poco, y ella solo lo había hecho correrse dos veces desde que se habían juntado. De modo que casi solo le quedaba el obispo, que apreciaba mucho su jerga libertina y que le encontraba el culo más lindo del mundo. La verdad es que lo tenía dotado como el de la propia Venus. Así que se encastilló en ese lado, pues estaba absolutamente determinada a gustar, y al precio que fuera; como sentía la extrema necesidad de una protección, buscaba una. Aquel día solo aparecieron en la capilla Hébé, Constance y la Martaine, y no se había encontrado a nadie en falta por la mañana. Después de que los tres sujetos hubieran soltado su deposición, Durcet tuvo ganas de hacer otro tanto. El duque, que merodeaba desde la mañana en torno a su trasero, aprovechó aquel momento para satisfacerse, y se encerraron en la capilla a solas con Constance, a quien mantuvieron para el servicio. El duque se satisfizo, y el pequeño financiero se le cagó por completo en la boca. Aquellos señores no se limitaron a esto, y Constance explicó al obispo que habían estado cometiendo infamias juntos una media hora seguida. Ya lo he dicho…, eran amigos desde la infancia y desde entonces no habían cesado de recordar sus placeres escolares. En cuanto a Constance, sirvió de poca cosa en este mano a mano; como máximo, limpió los culos, chupó y masturbó unas pollas. Pasaron al salón donde, después de un poco de conversación entre los cuatro amigos, se les anunció la comida. Fue espléndida y libertina como de costumbre, y, después de algunos manoseos y besos libertinos, de varias frases escandalosas que la sazonaron, pasaron al salón, en el que encontraron a Zéphire y Hy acinthe, Michette y Colombe, para servir el café. El duque folló entre los muslos a Michette, y Curval a Hy acinthe; Durcet hizo cagar a Colombe y el obispo se la metió en la boca a Zéphire. Curval, acordándose de una de las pasiones descritas la víspera por Duclos, quiso cagar en el coño de Colombe; la vieja Thérèse, que estaba en el café, la colocó, y Curval actuó. Pero, como hacía unas cagadas prodigiosas y proporcionadas a la inmensa cantidad de víveres con que se atiborraba todos los días, casi todo cay ó al suelo y solo enmerdó superficialmente, por decirlo así, el bonito coñito virgen, que indudablemente no parecía destinado por la naturaleza a placeres tan guarros. El obispo, deliciosamente masturbado por Zéphire, perdió su leche filosóficamente, sumando al placer que sentía el de la deliciosa escena de que era espectador. Estaba furioso; riñó a Zéphire, riñó a Curval, se enfadó con todo el mundo. Le hicieron beber un gran vaso de elixir para reparar sus fuerzas. Michette y Colombe le acostaron en un sofá para su siesta y no le abandonaron. Se despertó bastante recuperado y, para devolverle aún más sus fuerzas, Colombe se la chupó un instante: su instrumento levantó la cabeza, y pasaron al salón de historias. Aquel día tenía a Julie en su canapé; como le gustaba bastante, esta visión le devolvió un poco de buen humor. El duque tenía a Aline, Durcet a Constance, y el presidente a su hija. Cuando todo estuvo preparado, la bella Duclos se instaló en su trono y comenzó así: « Es completamente falso decir que el dinero adquirido por medio de un crimen no da la felicidad. Puedo afirmar que no hay sistema tan falso. Todo prosperaba en mi casa; jamás la Fournier había visto tantos parroquianos. Fue entonces cuando se me ocurrió una idea, un poco cruel, lo confieso, pero que, sin embargo, me atrevo a vanagloriarme, señores, no os disgustará demasiado. Me pareció que, cuando no se le había hecho a alguien el bien que debía hacérsele, había una cierta malvada voluptuosidad en hacerle mal, y mi pérfida imaginación me inspiró esta broma libertina contra el tal Petignon, hijo de mi bienhechora y a quien y o había sido encargada de entregar una fortuna muy atractiva probablemente para ese desdichado, y que y o comenzaba a despilfarrar en locuras. He aquí lo que dio lugar a la oportunidad. Aquel desdichado aprendiz de remendón, casado con una pobre mujer de su condición, tenía como único fruto de aquel himeneo infortunado una muchacha de unos doce años, y que me había sido descrita como uniendo a los rasgos de la infancia todos los atributos de la más tierna belleza. Aquella criatura, educada pobremente, pero, sin embargo, con todo el cuidado que podía permitir la indigencia de los padres, cuy as delicias constituía, me pareció una excelente captura a realizar. Petignon jamás venía a casa; ignoraba los derechos que sobre ella tenía. Pero tan pronto como la Fournier me hubo hablado de él, mi primera preocupación fue hacerme informar sobre él y todas sus circunstancias, y así fue como supe que poseía un tesoro en casa. Al mismo tiempo, el marqués de Mesanges, libertino famoso y de profesión de la que la Desgranges tendrá sin duda más de una oportunidad de hablaros, se dirigió a mí para que le procurara una virgen menor de trece años, y esto al precio que fuere. Ignoro lo que quería hacer con ella, pues no pasaba por ser un hombre riguroso a este respecto, pero ponía como condición, después de que su virginidad hubiera sido comprobada por unos expertos, comprarla de mis manos por una suma establecida, y, a partir de aquel momento, y a no volvería a hablarse del asunto, dado que, decía, la criatura sería desterrada y tal vez no volvería jamás a Francia. Como el marqués era uno de mis parroquianos, y no tardaréis en verlo vosotros mismos en escena, puse todo en práctica para satisfacerlo, y la hijita de Petignon me pareció exactamente lo que necesitaba. Pero ¿cómo conseguirla? La criatura no salía jamás, la instruían en su misma casa, la cuidaban con una prudencia y una circunspección que no me permitían ninguna esperanza. No me era posible emplear por aquel entonces al famoso pervertidor de muchachas de que he hablado: estaba en el campo, y el marqués me urgía. Así que solo encontré un medio, y ese medio se ajustaba a las mil maravillas a la secreta malignidad que me empujaba a cometer aquel crimen, pues lo agravaba. Me decidí a crear problemas al marido y a la mujer, a intentar hacerlos encerrar a los dos, y, encontrándose así la chiquilla, o menos vigilada o en casa de amigos, me resultaría fácil atraerla a mi trampa. De modo que les lancé a un procurador amigo mío, hombre de armas tomar y en quien confiaba para estas canalladas. Se informa, desentierra a unos acreedores, los excita, los apoy a; en pocas palabras, en ocho días el marido y la mujer están en la cárcel. A partir de aquel momento todo se hizo fácil; una astuta trotaconventos no tardó en acercarse a la chiquilla abandonada en casa de unos pobres vecinos; apareció en mi casa. Todo respondía en su aspecto: tenía la piel más suave y más blanca, los encantos más redondos, mejor formados… En una palabra, era difícil encontrar una criatura más bonita. Como, pagados todos los gastos, me salía a cerca de veinte luises, y el marqués daba por ella una cantidad determinada, más allá de la cual pretendía no tener que hablar ni tratar con nadie, se la dejé por cien luises, y como era esencial para mí que jamás se sospechara ninguna de mis intervenciones, me contenté con ganar sesenta luises en aquel negocio, y entregué otros veinte a mi procurador para liar las cosas, de modo que el padre y la madre de la joven criatura no pudieran durante mucho tiempo tener noticias de su hija. Supieron algo; su fuga era imposible de ocultar. Los vecinos culpables de negligencia se excusaron como pudieron y, en cuanto al querido remendón y a su esposa, mi procurador se movió tan bien que jamás pudieron solucionar este accidente, pues murieron ambos en la cárcel al cabo de cerca de once años de captura. Yo gané doblemente en esta pequeña desgracia, pues a la vez que me aseguraba la posesión cierta de la criatura que había vendido, me aseguraba asimismo la de los sesenta mil francos que me habían sido entregados para él. En cuanto a la chiquilla, el marqués llevaba razón: jamás volví a oír hablar de ella, y será seguramente Madame Desgranges quien os terminará su historia. Ya es hora de volver a la mía y a los acontecimientos cotidianos que pueden ofreceros los detalles voluptuosos cuy a lista hemos comenzado» . « ¡Oh, pardiez!» , dijo Curval, « me gusta con locura tu prudencia. Se ve en ello una maldad reflexiva, un orden que me complace de manera extrema; y, además, la malicia de haber dado el tiro de gracia a una víctima que una solo habías arañado accidentalmente, eso me parece un refinamiento de infamia que puede colocarse al lado de nuestras obras maestras» . « Yo habría hecho quizás algo peor» , dijo Durcet, « pues, al fin y al cabo, esas personas podían conseguir su liberación. Hay tantos necios en el mundo que solo piensan en ay udar a esa clase de gente: durante todo el resto de su vida significan preocupaciones para uno» . « Señor» , replicó la Duclos, « cuando en la sociedad no se dispone del crédito de que vos disponéis y, para las bellaquerías, hay que utilizar personas subalternas, la circunspección se hace a menudo necesaria, y uno no se atreve entonces a todo lo que quisiera hacer» . « Muy justo, muy justo» , dijo el duque; « no podía hacer más» . Y la amable criatura prosiguió así la continuación de su relato. « Es espantoso, señores» , dijo la buena mujer, « tener que seguiros hablando de infamias semejantes a las que llevo varios días exponiéndoos. Pero me habéis exigido que reuniera todo lo que pudiera tener que ver con ellas y que no deje nada velado. Tres ejemplos más de estas atroces marranadas, y pasaremos a otras fantasías. » El primero que os citaré es el de un viejo director de patrimonios, de unos sesenta y seis años de edad. Hacía desnudar por completo a la mujer y, después de haberle acariciado un instante las nalgas con más brutalidad que delicadeza, la obligaba a cagar delante de él, en el suelo, en medio de la habitación. Cuando había disfrutado del panorama, acudía él a cagar en el mismo lugar, y después, juntando con sus manos las dos deposiciones, obligaba a la muchacha a acercarse de cuatro patas a comer la plasta, siempre mostrando bien el trasero, que debía haber tenido el cuidado de dejar bien enmerdado. Se hacía una paja durante la ceremonia y se corría cuando todo había sido comido. Pocas muchachas, como comprenderéis, señores, consentían en someterse a semejantes cochinadas, y, sin embargo, las quería jóvenes y lozanas… Yo las encontraba porque en París todo se encuentra, pero y o se las hacía pagar. » El segundo ejemplo de los tres que me quedan por contaros en este género exigía también una absoluta docilidad por parte de la muchacha; pero, como el libertino la quería extremadamente joven, me era más fácil encontrar niñas para prestarse a semejantes cosas que mujeres hechas. Entregaba al que voy a citaros una pequeña florista de trece a catorce años, muy bonita. Llega, hace quitar a la chiquilla solo lo que la cubre de cintura para abajo; le manosea un instante el trasero, la hace peer, después se propina a sí mismo cuatro o cinco lavativas que obligan a la chiquilla a recibir en su boca y a tragar a medida que el chorro cae en su garganta. Durante aquel tiempo, como él estaba a horcajadas sobre su pecho, con una mano se masturbaba una polla bastante gorda y con la otra le sobaba el pubis, y, para esto, la quería siempre sin un solo pelo. Aquel del que os hablo quiso volver a empezar después de seis veces, porque todavía no se había corrido. La chiquilla, que no paraba de vomitar, le pidió tregua, pero él se le rio en las narices e hizo lo que quiso, y solo a la sexta vi correr su leche. » Un viejo banquero viene finalmente a ofrecernos el último ejemplo de estas marranadas tomadas como tema principal, pues os advierto que, como accesorio, volveremos a verlas con bastante frecuencia. Necesitaba una mujer hermosa, pero de cuarenta a cuarenta y cinco años y con los pechos extremadamente caídos. Tan pronto como estuvo con ella, la hizo desnudarse solo de cintura para arriba, y después de manosear brutalmente sus tetas, “¡Qué bonitas tetas de vaca!”, exclamó. “¿Para qué pueden servir unas tripas semejantes si no es para limpiarse el culo?” Después, las retorcía, las estrujaba entre sí, las estiraba, las trituraba, les escupía encima, y les ponía a veces su pie mugriento encima, sin parar de decir que no había cosa más infame que un pecho y que no entendía a qué había podido destinar la naturaleza aquellos pellejos y por qué había estropeado y deshonrado con ellos el cuerpo de la mujer. Después de todas estas frases estrafalarias, se quedó desnudo como la palma de la mano. ¡Pero, Dios, qué cuerpo! ¿Cómo describíroslo, señores? No era más que una úlcera, supurando incesantemente pus de los pies a la cabeza y cuy o infecto olor se olía incluso en la habitación vecina donde y o estaba. Esta era, sin embargo, la bonita reliquia que había que chupar» .